Ignacio Gracia Noriega
Vicisitudes de tres cineastas en Oviedo
El curso sobre iniciación a la cinematografía que organizó el SEU en 1968 acabó como el rosario de la aurora
En febrero de 1968 se organizó en la Universidad de Oviedo un cursillo de Iniciación Cinematográfica, siendo el delegado del SEU (el sindicato único y obligatorio de los estudiantes) José Enrique Egocheaga y el director del Cine Estudio Universitario Luis Ángel Díaz Menéndez. El primero aportaba los fondos y el segundo era el verdadero artífice del cursillo, gracias a algunas buenas relaciones que tenía en la Escuela de Cinematografía, con sede en Madrid. Luis Ángel Díaz era, en aquella época, uno de los mayores cinéfilos asturianos y de los mejor informados y con mejores relaciones externas, sobre todo con el mundillo cinematográfico de Barcelona. En el aspecto de la buena información y de «estar al día» en materia cinematográfica, posiblemente sólo tuviera parangón con Juan Cueto Alas (entonces firmaba con los dos apellidos o con el seudónimo «Plinio»), aunque Luis Ángel era menos afrancesado y tendía de manera natural hacia el cine americano. El otro gran cinéfilo de aquella época, aunque ya en un ámbito industrial, era Enrique García, a quien se le debe considerar como el Henri Langlois asturiano: pues si Langlois creó la Cinémathèque francesa, Enrique García hizo posibles las sesiones matinales de cine club del Real Cinema, los domingos a las doce, y posteriormente el Cine Palladium, el mejor cine de arte y ensayo de España, sin duda alguna. Luis Ángel Díaz, como excelente cinéfilo que era, tenía más interés por el cine que por la vida y, en consecuencia, la política le interesaba bastante poco, salvo que se tratara de alguna película de Robert Rossen o de Elia Kazan. No obstante, siendo persona sumamente inteligente, no incurría jamás en la beatería de aquellos a quienes Juan Cueto denominaba desaprobadoramente «filmocéntricos». Por sus amistades y por sus ideas privadas, se movía en círculos que pudiéramos denominar «progresistas» (más bien en el aspecto vital que en el político), aunque sin comprometerse en militancias partidarias. Señalo esto para dejar claro que el hecho de que el cursillo hubiera terminado como el rosario de la aurora no obedeció a ocultos motivos políticos, sino a que los acontecimientos se desarrollaron de ese modo de manera bastante natural y también, y sobre todo, a la torpeza del jefe sindical Egocheaga.
Por aquellos días, el SEU era un muerto sin enterrar, al que sólo le faltaban unas paladas de tierra para sellar su tumba: y el cursillo de Iniciación Cinematográfica fue una de esas paladas, tal vez la definitiva en Oviedo. Desde hacía ya tiempo, la Universidad iba por un lado y el SEU por otro. La sindicación era obligatoria (había que abonar cincuenta pesetas incluidas en la matrícula), pero algunos nos negamos a pagarlas y no pasó nada: nos matricularon igual. El SEU, que había inaugurado nuevas instalaciones en la calle Calvo Sotelo, tan sólo organizaba algún baile, por lo que muchos lo aprovechaban para «ligar», como otros iban a ligar a la Biblioteca de Filosofía y Letras. En consecuencia, a algo que se decía sindicato universitario le venía bien patrocinar alguna actividad cultural. Por tanto, iba por cuenta del SEU correr con los gastos del viaje y de la estancia en Oviedo de los directores del cursillo, y también ponía sus locales a disposición de los cursillistas. Por su parte, la Escuela de Cine colaboraba aportando el material: una cámara de 16 milímetros con varios objetivos, focos, micrófonos y varios cientos de metros de película virgen. El cursillo estaba a cargo de Pedro Costa y Antonio Drove, alumnos de dirección, y de Antonio Gil Olivares, cámara. Los tres llegaron a Oviedo en tren. Digo esto porque el SEU no les pagó el viaje en taxi ni los alojó en un hotel de cinco estrellas. Más bien les dedicó un presupuesto muy modesto.
El problema surgió cuando muchos estudiantes inscritos en el cursillo anunciaron que no tenían la intención de pisar los locales del SEU, por lo que solicitaron que el cursillo fuera trasladado a la Facultad de Filosofía y Letras. Los directores del cursillo no opusieron inconveniente alguno y el decano de la Facultad, Emilio Alarcos, dio su aprobación. El que puso el grito en el cielo fue el jefe Egocheaga, que habló de «incumplimiento de contrato» y denunció el caso a la Policía. Y como la Policía político-social, con sus inefables Núñez Ispa, Palacios, Delfín y demás, siempre estaba dispuesta a entrar al trapo, aunque metiera la pata hasta el hombro, procedió a detener a Costa, Drove y Gil Olivares, produciéndose como consecuencia algunos incidentes de carácter evidentemente político. La Policía, al tiempo que nos detenía, requisó algunos papeles que inmediatamente fueron calificados como «guiones» (ya que uno de los objetivos del cursillo era culminarlo con la filmación de un cortometraje) y parte del material didáctico, entre el que se encontraba la película realizada como ejercicio de fin de carrera por Pedro Costa, titulada «La monjita y el suicida», una breve joya cinematográfica, muy divertida, y destruida o perdida irremediablemente en las dependencias policiales. Lo que verdaderamente preocupaba a los cineastas era que la Policía se incautase de la cámara y del resto del material perteneciente a la escuela. Éste se encontraba escondido en la casa de Luis Ángel, en la calle Magdalena, y cuando las cosas se tranquilizaron un poco, fue llevado a Madrid por Francisco de Asís Junquera en un coche de tercera o cuarta mano, que se sostenía atado con cuerdas y que no se movía con gasolina, sino por milagro. En el coche iban su mujer Juana, su hija Aida, recién nacida, Yayo Vigil, Miguel Ángel del Hoyo, Alfredo Mourenzo y no sé si alguno más. Las incidencias de este viaje son dignas de ser contadas con mayor extensión.
Como protesta por las detenciones hubo una «encerrona» de estudiantes en el aula Clarín del casón de la calle San Francisco. Las «encerronas» consistían en encerrarse en un aula hasta que se atendiera a la protesta de los encerrados o a que entrara la Policía; por fortuna, en Oviedo nunca llegó a entrar la Policía. A lo largo de la encerrona, que se prolongó hasta la madrugada, hubo diferentes contactos entre el Rectorado y los encerrados. De lo que se trataba, principalmente, era de que no entrara la Policía. La posición del rector era ambigua. La del secretario de la Universidad, José Aparici, del decano de Letras, Alarcos, y de parte del Claustro, favorable a los estudiantes. Ya a altas horas, Julio Murillo, jefe de estudios de la Alianza Francesa y alumno de la Facultad de Letras, labró en presencia del rector una frase imperecedera:
–Señor rector, son las dos de la madrugada, y como dijo Napoleón: es la hora del valor.
Frase críptica, cuyo sentido al menos yo no he descifrado. Y, finalmente, y después de mucha tensión, cada uno se fue para su casa, bajo la mirada de los «grises» que cercaban el edificio, con la satisfacción del deber cumplido. Los cineastas, por su parte, fueron trasladados desde la Comisaría a la estación del Norte, donde los metieron en el tren que los devolvió a Madrid, bajo vigilancia policial. Supongo que la Policía habrá corrido con los gastos del viaje, ahorrándole unas pesetas al SEU.
Pero el asunto no acabó ahí. El Gobierno Civil evacuó un comunicado sobre el incidente en tales términos que tanto «La Nueva España» como «La Voz de Asturias» se negaban a publicarlo. Lo publicó «Región» con unos titulares espectaculares: «¿En qué emplea su dinero el SEU? Se intentaba hacer cine pornográfico en Oviedo. El comunismo se traiciona a sí mismo». El cine «pornográfico» consistía en que uno de los «guiones» (en realidad, una brevísima sinopsis de tres o cuatro líneas) relataba el caso de un chico que lleva a una chica al Naranco no precisamente para contemplar el paisaje y cuando está a punto de rematar se pone nervioso y, en fin, no le sale. Este artículo apareció el jueves 29 de febrero de 1968: unos meses antes de los famosos sucesos de mayo en las universidades francesas, en los que participarían muchas personas de condición ubicua: pues estaban en Oviedo al tiempo que arrojaban adoquines a la Policía en París o participaban en asambleas en Grenoble.
El artículo de «Región», publicado en dos páginas, tuvo dos respuestas, una en forma de pasquín u hoja volandera clandestina, firmada por la Asociación de Estudiantes de Filosofía y Letras, muy nutrida de citas marxistas, y una carta pública publicada en «Región» el 7 de marzo de 1968, firmada por Ignacio Gracia Noriega, Luis Ángel Díaz Menéndez, Francisco Peralta Olea, Enrique Cavallé, Francisco Julio Sánchez, Ramón Rodríguez del Valle y José Girón Garrote. Días antes habíamos sido recibidos por el director del periódico, Ricardo Vázquez Prada, para mostrarnos los guiones, cosa que hizo, pero negándose a permitir la entrada a su despacho a Marisa Castro, dada su condición femenina y la condición fuertemente «pornográfica» de los «guiones». En la carta explicábamos que el cine independiente no era una emanación del PC, sino una forma de rodar con pocos medios y en formato reducido, y qué era un guión y su diferencia con una sinopsis. También explicábamos que el autor de aquel artículo no sabía qué era la pornografía. Nuestra réplica fue publicada sin alteraciones, pero con una «nota de la redacción», en recuadro, en la que se decía, entre otras cosas: «No sabemos lo que es pornografía; pero estamos seguros de que ninguno de "Región" hubiera caído en la " viril situación" del chico del autobús». Es decir, del chico que en el autobús se puso como una moto y luego en el Naranco se atolondró más de la cuenta.
La Nueva España · 10 enero 2011