Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Areces, político de una generación

El presidente asturiano, que acaba de anunciar que no optará a la reelección, dejó el Partido Comunista por el PSOE como vía para alcanzar el poder, su verdadera utopía

La figura de Areces tiene una importancia considerable no sólo por su etapa como presidente del Principado de Asturias, sino por su actuación anterior, en la clandestinidad y durante la transición. Fue una figura importante del Partido Comunista en una época en la que el PC despertaba respeto y temor; más Areces, claro es, de quien se rumoreaba en voz muy baja que era miembro del comité central, lo que era más o menos como ser del grado 33 de la masonería . Todo aquello despertaba vagas inquietudes con tufillo a conspiraciones tenebrosas. La evidencia de que, de ser miembro del comité central, tendría trato directo con la Pasionaria y Santiago Carrillo, multiplicaba su prestigio. Se dejaba caer de vez en cuando por Oviedo, procedente de las brumas galaicas o de los familiares refugios gijoneses, y aunque era poco mayor que nosotros, su nombre se pronunciaba con respecto:

«Va a venir Areces», oía decir yo a mis amigos comunistas. Porque por aquellos años sesenta, yo tenía buenos amigos comunistas, y colaboré con ellos en lo que me pidieron, aunque sin pertenecer al partido ni de lejos. Cierto día, al atardecer, llegó Miguel Ángel del Hoyo a Casa Manolo con la cartera que acostumbraba a llevar, habitualmente llena de poemarios de Juan Ramón Jiménez (aunque por militancia debería haber sido lector de Antonio Machado y de Miguel Hernández, él prefería a Juan Ramón Jiménez, qué se le va a hacer), de libros de Ignacio Aldecoa y aun de autores más inconcebibles, como Eduardo Mendicuti, y de poemas y prosas propias, más abultada que de costumbre, y, entreabriéndola, me mostró un montón de ejemplares de «Mundo Obrero», o de panfletos ciclostilados, qué se yo, y con tono de severo reproche, me dijo:

–Esta misma noche saldré a embuzonar (sic).

Ya había buzones metálicos en las casas. El primero que vi fue en casa de Feito el Cubano, en Foncalada, frente a la fuente: entramos en el portal y en la pared había varios relucientes cajetines metálicos pintados de verde. Incomprensiblemente, para mí, Feito se acercó a la novedad y se puso contentísimo. «¡Un buzón!», decía. Algo así como si a Soljenitzin le hubieran colocado una multicopista a la puerta de su casa. Yo no comprendí en aquel momento el motivo de su alegría, pero creo comprenderlo ahora. Aquellos buzones particulares ofrecían posibilidades ilimitadas para «embuzonar». Miguel Ángel del Hoyo, que siempre fue un «elemento de base», una noche brava de copas le dijo Mariano Antolín, poseía una técnica depurada. Si el portal estaba cerrado, llamaba al timbre de cualquier piso.

–Soy un vecino -informaba.

–¿Y bien..? -solían contestarle.

–Olvidé la llave.

Por lo general, le abrían, y entonces él abría su juanramoniana cartera y sacaba pasquines en apoyo de la lucha del pueblo vietnamita, o llamamientos a la huelga general o al «boicot» de unas elecciones municipales al tercio familiar (a las que Juan Ignacio Ruiz de la Peña pretendía concurrir como candidato). Gabriel Santullano, Prisciliano, Selgas, Pin, Alfredo Mourenza, José Antonio López Brugos y pocos más, hacían también labores de «elementos de base» o de lo que cuadrara; de éstos, que constituyeron el primer núcleo comunista en la Universidad de Oviedo, Santullano era tal vez el más teórico. Algo mayor en edad que nosotros, había empezado la carrera tarde, y su labor apologética era inagotable, infatigable e inasequible al desaliento. Llegaba a algún bar donde se reunían estudiantes sin demasiada definición política, y les decía, por ejemplo: «Os voy a enseñar una canción». Y les enseñaba «Una matina mi son alzato» o «El ejército del Ebro una noche el río pasó», o «Los cuatro generales», con música de «Los cuatro muleros». Conmigo, puso mucho empeño en que leyera «La ciudad y los perros» de Vargas Llosa, aunque ya por entonces prefería Stendhal a la pirotecnia hispanoamericana. No sé por qué los hispanoamericanos gozaban de tanto prestigio entre la «progresía», que era la izquierda de salón, e incluso entre la izquierda realmente comprometida . Yo creo que lo más justo que se dijo sobre aquellos escritores a los que se agrupaba bajo una onomatopeya de resonancias artilleras (el «boom») se debe al Che Guevara: «Si no fuera por la revolución cubana, serían cuatro boludos macaneando por París». Che Guevara por su parte, disfrutaba de un culto especial, casi de idolatría: «Cuchillo, cuchillo, la hoz y el martillo; / cuchara, cuchara, que viva el Che Guevara», canturreaba Marisa Castro (naturalmente, no me refiero a la diputada de PP, sino a la también conocida por Belfegor, de la misma manera que cuando escribo la Princesa de Asturias, no me refiero a doña Letizia, sino a la excelentísima señora doña Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós), que debe situarse entre los antecedentes de esa poesía «esencial» que culminaría en «Sí, sí, sí, Dolores a Madrid», atribuida a Rafael Alberti. Por aquel entonces, ya el PCE y los «compañeros de viaje» dominaban la vida cultural española, hacia la que Franco mostraba tanta dejadez y desprecio como Aznar. Cuando sus enconados enemigos, que no le perdonan que bajo su mandato España hubiera ido bien, le llaman franquista, no tienen en cuenta el único aspecto verdaderamente franquista de Aznar: el desprecio hacia el ámbito cultural, que desde hace más de medio siglo está dominado por otros que se preocupaban mucho por esas cuestiones. Lo que me recuerda la grave advertencia de Toynbee: quienes no se preocupan por la política corren el peligro de ser dominados por otros que se preocupan muchísimo por ella». Esta frase es aplicable a Areces, un hombre que a lo largo de su vida estuvo preocupado por la política de verdad, no por filigranas conspiratorias, por las anécdotas o por las cuestiones de detalle, como muchos comunistas.

Yo nunca vi a Areces haciendo labores de «militante de base». Las habrá hecho en aquellas circunstancias en las que era inevitable, pero en Oviedo siempre aparecía como «alguien por encima», por así decirlo. Era callado, delgado, con gafas y chaqueta de hule negro de comisario político de película española como las que solían llevar José Sepúlveda o José María Lado, malos irrenunciables, y siempre muy atento a todo. Sabía escuchar y no decía más que lo preciso: por eso nunca se equivocaba. Por lo general causaba buena impresión y la impresión de que era más de que lo que aparentaba. Era duro y supongo que doctrinario, aunque con los que no éramos de su cuerda se mostraba dialogante y conciliador. Un grupo de estudiantes de posición «indefinida» nos reuníamos en el Bar Azul; siempre que se acercaba a Oviedo nos hacía una visita. Hacíamos tertulia en un altillo del bar en el que había una lavadora estropeada. Todavía no sé si era él o Del Hoyo quien guardaba los «Mundo Obrero» y demás propaganda comunista en la lavadora, sin decirnos nada, claro es.

Brugos me contó que en cierta ocasión fueron Troteaga, Areces y él a hacer una descubierta por el oriente asturiano para organizar una especie de cooperativas agrarias; al regreso, hicieron en Arriondas parada y recuento. El resultado había sido desalentador y Brugos lo dijo: «Los campesinos de esta comarca son muy conservadores, no creo que estén por la labor de organizarse en cooperativas». Areces (estaban en un bar, tomando a escote tres vasos de vino peleón y un pincho de tortilla compartido) se puso en pie: «Ah! ¿crees eso?», mientras Troteaga se sonreía aviesamente para demostrar lo listo que era. En realidad, Troteaga sólo era listo en su propio beneficio, y en aquella ocasión, como siempre, le decía a Areces: «Sí, bwana». Y dejaron al pobre Brugos por disidente en Arriondas, con dos pesetas en el bolsillo, y ellos regresaron a Oviedo en un coche que se habían mercado para la ocasión. Tuvo suerte de todos modos: si no hubieran estado en Arriondas, sin duda le hubiera enviando a Siberia.

Luego Areces perdió parte del halo misterioso que le rodeaba con la legalización, salió del PCE en protesta porque se abandonó el leninismo y a la semana escasa ya había entrado en PSOE por la puerta de la socialdemocracia. Como dice Antón Saavedra de los comunistas: «Sólo saben trabajar en la clandestinidad». Pero Areces es un político nato y supo adaptarse a las circunstancias, y un hombre de izquierdas, que encontró que era muy escasa la resonancia que podía obtener por medio del PC, así que se unió al PSOE, de amplificadores más amplios. Perdida la utopía revolucionaria, vale cualquier cosa. La utopía de Areces es el poder. Ama el poder, y lo que es más importante, sabe qué es. Por eso, es el único presidente de Asturias que supo serlo, después de Rafael Fernández, que también sabía qué era el poder. Ser presidente de un Gobierno de pura ficción no es gran cosa, pero Areces siempre me dio la sensación de que presidía algo, aunque fuera un gobierno autonómico, invención cara e innecesaria. En todo momento se mostró discreto y supo guardar las formas. Nunca hizo tonterías ni expresó irresponsabilidades. Sus años de militancia en un partido serio le valieron de mucho al pasarse a un partido que ya se había convertido en una factoría electoral. Y era educado y objetivo. Si había que felicitar a alguien que no era de su cuerda, lo hacía sin problemas. Cosa que los groseros del PP no son capaces de hacer ni con los suyos ni con los afines.

Areces fue el gran político de mi generación. Si bien en una autonomía como la asturiana se puede ser buen o mal presidente, cuando menos estuvo al frente de ella con dignidad.

La Nueva España · 26 julio 2010