Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Soljenitsin

«En España» -clamaba Luis Gómez Llorente desde el puerto de Tarna- «no sólo hubo durante el franquismo una dictadura militar: hubo una dictadura de derechas». Mas al margen de esa dictadura de derechas, había una estricta dictadura cultural, férrea como suelen serlo las marxistas, definidamente de izquierdas, con activos comisarios secretos en funciones de comisarios políticos. De manera que si en el terreno político no se movía nadie sin que se movilizara la Policía político-social, en el cultural no había manera de actuar sin que los comisarios secretos calibraran la ortodoxia. Tal era el poder de éstos que incluso una revista cultural como «Acento», a final de los años cincuenta o primeros sesenta, cuando ya todas las revistas de esa índole eran de tendencia más o menos «progresista», por así decirlo, publicó un artículo de desencuentro entre colegas» titulado «Los comisarios secretos». La situación de aquella época fue muy bien descrita por Aquilino Duque: «Si la cultura oficial se la reparten burócratas conformistas sin que nadie se moleste en disputársela, la cultura real está acaparada por una santa hermandad compuesta de marxistas ortodoxos y herejes sadomaoístas con un séquito de liberales atemorizados y fascistas arrepentidos. En lo alto de la pirámide, supremo vínculo entre ambas culturas, se yergue el Tribunal de Orden Público, que cuando algún miembro u órgano de la cultura real se descantilla en demasía, le impone sanciones consistentes por lo general en una multa de cuantía variable, retirada del pasaporte por unos meses o suspensión de la publicación periódica, por unos meses también».

Para que se llegara a esta pintoresca situación de dictadura cultural de izquierdas dentro de una dictadura militar de derechas era preciso que hubiera alguna causa razonable. Esa causa razonable era que la dictadura de derechas cooperaba activa y eficazmente con las izquierdas dejándole el terreno totalmente libre en ese ámbito; pues como escribe Aquilino Duque, cuyo libro «La idiotez de la inteligencia» conviene releer: «La izquierda, por muy materialista que sea, tiene un fetichismo de la cultura al que los hombres de cultura somos muy sensibles. Es natural que el escritor o el artista tienda a aproximarse allá donde se le vuelve la espalda».

Si alguna reminiscencia queda del franquismo en el PP, tan reciclado que Rajoy se ha rodeado de un gineceo de chicas monas a imitación y servilismo del «marketing» zapateril, es el hondo desprecio hacia la cultura y hacia los intelectuales, y mucho más si éstos son afines. Ejemplo eminente es Gabino de Lorenzo, que a imitación de su compadre Ruiz Gallardón, que contrató a la conocida «progre» Ana Belén para que cantara el himno de Madrid, trajo a Oviedo a un «glamouroso» finalista del premio «Planeta» como pregonero de las fiestas mateínas, al tiempo que ignora olímpicamente a quienes desinteresadamente le dieron siempre su apoyo; pues como me dijo en conversación confianzuda una eminencia gris del PP local, su partido no quiere intelectuales, sino votos. Menos mal que los «intelectuales» del Gobierno, los de la ceja, son del tipo de Boris Izaguirre y gente así.

Un caso muy significativo de la utilización de la cultura por parte de la izquierda y del desdén de la derecha lo tenemos en el asesinato de García Lorca, conocido, reprochado, condenado y repetido continuamente en el mundo entero. Aquel brutal e inconcebible asesinato proporcionó a la izquierda un argumento sólido e indestructible. Tal parece como si en la Guerra Civil el bando nacional no hubiera hecho otra cosa que asesinar a escritores. En cambio, nadie se acuerda de que Pedro Muñoz Seca, Manuel Bueno, el poeta José María Hinojosa, el novelista José María de Acosta, fueron asesinados por los beneméritos defensores de la legalidad republicana. Se me podrá replicar que Hinojosa no es tan poeta como Lorca, pero ello no es inconveniente para que haya sido también asesinado.

En el año 1970, el escritor ruso Alexandr I. Soljenitsin fue galardonado con el premio Nobel de Literatura, lo que puso en estado de alerta a los intelectuales de guardia del mundo occidental. El problema de fondo era que mientras los intelectuales de la Unión Soviética luchaban por conseguir un régimen de libertades, los intelectuales del mundo libre soñaban con un sistema como el de la Unión Soviética, lo que es una prueba más de que nunca llueve a gusto de todos. Por lo demás, las relaciones de la Academia Sueca con Rusia nunca fueron fáciles, ni tampoco comprensivas. Escritores de talla gigantesca como Tolstoi y Chejov no recibieron el premio, como tampoco lo recibieron Pérez Galdós, Marcel Proust o Thomas Hardy: pudo tratarse, por tanto, de un olvido muy propio de la institución que distribuye los premios. Pero Rusia, convertida en Unión Soviética, fue sistemáticamente ignorada por los suecos, a pesar de poetas como Maiakovski, Blok o Mandelstam, hasta 1932, en que se galardona a Ivan Bunin, un ruso blanco exiliado en París. Es decir, para comprensión de los que identifican al premiado con la nación de procedencia: no se premió a la Unión Soviética, sino a Rusia. Y no volverá a recaer el premio en un ruso hasta 1958, en que se premia a Boris Pasternak, con el escándalo consiguiente. Una vez más se premió a un ruso, en vez de premiar a un soviético, y para enmendar el desaguisado, al año siguiente el premio recae en el poeta italiano Salvatores Quasimodo, miembro del partido comunista. Por fin acierta la Academia sueca en 1965 al premiar a Mijail Sholojov, soviético de estricta observancia, que en su discurso de Estocolmo reconoció a los rectos seguidores de los principios del realismo socialista el derecho a escribir cuanto quisieran. Mas la Academia vuelve a desviarse en 1970 al premiar al disidente Soljenitsin, el cual, a diferencia de Pasternak, no era un anciano amedrentado, sino un escritor muy consciente del valor de la libertad, que estaba dispuesto a plantarle cara a la dictadura del socialismo real.

Esta actitud le valió ser expulsado de su país, lo que fue, a fin de cuentas, lo menos que podía haberle sucedido. El escritor católico y progresista Heinrich Böll (al cambio, una especie de José María Valverde alemán) dio cobijo en su casa al fugitivo del paraíso del proletariado, y de paso trató de disculparle, presentándole como una suerte de socialdemócrata antistalinista y cristiano postconciliar. Por suerte, Soljenitsin no tardó en demostrar con sus palabras y actos que no tenía nada de socialista ni de socialdemócrata y que era cristiano sin necesidad de ser postconciliar. Por su parte, Böll no solo quedó bien con todo el mundo, sino que fue gratamente recompensado con el premio Nobel de 1972; porque el de 1971 estuvo reservado al poeta comunista chileno Pablo Neruda, para deshacer el entuerto de haber premiado a un escritor tan «comprometido» (pero comprometido de los de verdad: no solo comprometido, sino comprometedor).

El premio Nobel es una especie de patente de corso, que la Academia sueca administra con suma prudencia, girando casi siempre a la izquierda. Aunque a veces es necesario compensar, premiando a individuos como Soljenitsin. Por eso últimamente tiende a premiar a escritores absolutamente irrelevantes; o es que en el siglo XXI, de tanto escribir con ordenador, ya no hay escritores.

El desterrado Soljenitsin deambuló por Europa durante algún tiempo, y sus vagabundeos le trajeron a España, donde el inquieto José María Íñigo le llevó a su programa de televisión. La aparición del escritor ruso con sus barbas de capitán Ahab en la pequeña pantalla provocó el estupor primero y la indignación acto seguido de la «progresía» nacional. Bien es cierto que Íñigo, tal vez para hacerse perdonar u olvidar su condición de estrella de la televisión franquista, filmó a Soljenitsin como a un energúmeno alucinado. Aún así, lo que Soljenitsin dijo ofendió gravemente a la «progresía». El escritor ruso había visto en los quioscos de Madrid toda la prensa extranjera que le apeteciera comprar; había huelgas, aunque no estuvieran autorizadas; todo el mundo podía desplazarse libremente por España y salir al extranjero; ¡se podía tener una fotocopiadora en casa para uso particular! Y concluía Soljenitsin: «¿A esto le llaman ustedes dictadura? ¡Vayan a la Unión Soviética y entérense!».

La condena por la vía violenta no se hizo esperar. Cucamente, no fueron los intelectuales comunistas los primeros en dar la cara, sino un «compañero de viaje» como Juan Benet, autor de un artículo miserable, indigno de tan buen escritor. Mas si Benet pidió con todas las letras que se devolviera a Soljenitsin al gulag, otros pedían que le metieran en un psiquiátrico o en una jaula. Curiosamente, la izquierda, tanto la de observancia leninista como la supuestamente moderada, siempre consideró con mayor tranquilidad los gulag que los campos de concentración nacionalsocialistas: por eso, tal vez Benet creía que en un campo soviético se le podía dar a Soljenitsin buena educación. Apunto esto porque Benet fue amigo mío. Las reacciones contra Soljenitsin fueron uno de los episodios más vergonzosos de la transición temprana: solo porque el escritor ruso vino a hablar de libertad, cuando aquí sólo se quería oír hablar de democracia.

La Nueva España · 13 octubre 2009