Ignacio Gracia Noriega
Ruiz-Giménez en el Seminario diocesano
El sábado 3 de julio de 1976, sobre las siete de la tarde, las emisoras de radio y televisión interrumpieron sus programas para anunciar que el Rey había designado presidente del gobierno a Adolfo Suárez, que ocupaba el cargo de ministro del Movimiento en el gobierno de Arias Navarro. Un hombre joven, activo y nervioso, de barbilla triangular y pelo impecablemente negro. El Ministerio o secretaría general del Movimiento era el más definitivamente ideológico del régimen anterior, algo así como el ministerio de Igualdad, del régimen presente, aunque desempeñado no por una inepta, si no por personajes de talla política en su tramo final. Extrañamente, las dos personas que hicieron posible la transición y que con más eficacia movieron su complicado engranaje, Torcuato Fernández-Miranda y Adolfo Suárez, habían sido ministros del Movimiento. El régimen evolucionaba desde dentro del régimen, más que desde personalidades que se habían apartado de él hacia posiciones más liberales, como Areilza o Fraga Iribarne (los cuales albergaban esperanzas de suceder al inservible Arias Navarro, de manera especial Areilza). El nombramiento de Adolfo Suárez constituyó una gran sorpresa, y la primera reacción fue contraria a él y a lo que se suponía que representaba. Un personaje ingenioso le calificó aquel mismo día como un Carlos Arias Navarro sin bigote: esto es, más de lo mismo.
Tal opinión la escuché en el patio del Seminario Diocesano de Oviedo, donde aguardábamos a Joaquín Ruiz-Giménez, antiguo ministro de Educación con el general Franco, convertido más tarde en una de las cabezas visibles de la oposición al régimen, que a las ocho de la tarde, tan sólo una horas después del anuncio de que Suárez era presidente del gobierno, pronunciaría una conferencia en el salón de actos. Allí me presentaron a un joven recortado y muy pulcro, con barbita igualmente recortada y sin bigote (como la de Luis Vega Escandón pero sin canas, o, como advertían los ilustrados, a la manera de la del capitán Ahab), en la mano derecha la mariconera, que ya entonces era «demodé», la amable y educada sonrisa tímida, y un ansia evidente de resultar irónico. También brujuleaba por allí un pintoresco personaje de aquellos días llamado Armando Fernández, que cultivaba el parecido con Lenin dejándose perilla, y no disimulaba su frenesí por encontrar un lugar en el mundo político que se avecinaba: hubiera merecido pertenecer al Partido Proverista o a cosa por el estilo. Allí estaban, pues, dos ansiosos, pero Pedro de Silva se mantenía discretamente en un rincón del patio, mientras el pobre seudolenin se daba tales ínfulas que parecía que iba a ser él el protagonista del acto.
El interior del salón de actos estaba lleno a rebosar, con mucha gente de pie en los pasillos o apoyada en las paredes. Algo así como cuando estrenaron «Altar mayor» en el teatro Campoamor.
Joaquín Ruiz-Giménez estaba erguido, aunque era muy alto y cargado de hombros, con los cabellos grises peinados hacia atrás, dejando al descubierto la ancha nariz, la nariz aguileña y la mirada tierna, bondosa, acuosa. Después de haber sido ministro franquista y de haber regresado de una gira política por Hispanoamérica, presentándose a Franco como si fuera un coronel Moscardó democratacristiano («¡Sin novedad en las Américas españolas, mi general!»), había extremado el aspecto bondadoso al apartarse del régimen, tal vez para que sus nuevas amistades disculparan su pasado épico. Las personas muy buenas resultan pesadísimas en el trato personal, pero en política son un verdadera peligro. Cualquiera en su sano juicio preferiría la picaresca de González a la bondad franciscana de Z., aunque lo mejor habría sido que no nos hubieran gobernado nunca ninguno de los dos. Sin embargo, por aquel entonces, cualquier cosa que pareciera antifranquista nos valía, desde Mao Tse-Tung a Ruiz-Giménez. A Ruiz-Giménez, por su entusiasmo y su fervor cristianodemócrata de converso, le conocían algunos malintencionados por el sobrenombre de «la monja alférez». Pertenecía a un grupo de intelectuales muy afectos al régimen anterior hasta que consideraron oportuno apartarse de él, no fuera a ser que los llevara consigo en su previsible derrumbamiento; los Cela, los Tovar, los Lain Entralgo, los Torrente Ballester, a los que don Julio Caro Baroja, cuya trayectoria liberal no necesitaba ningún tipo de demostración ni de confesarse «demócrata» a todas horas, lanzada de cuando en cuando merecidas andanadas. El más madrugador de estos demócratas de nuevo cuño fue Dionisio Ridruejo que discrepó del régimen cuando todavía pintaban bastos, lo que le acarreó disgustos y destierros. Según Santiago Melón, se trataba de un muchacho espabilado de Soria, que al descubrir en la División Azul que el Eje no tenía grandes posibilidades, se adelantó a la hora de buscar nuevo acomodo en la previsible socialdemocracia que sucedería al Reich de los mil años. Ridruejo padeció persecución por su cambio de rumbo, lo que hace a su persona y actitud absolutamente respetables. Los demás fueron más prudentes. Se enfrentaron al franquismo cuando ya habían ganado mucho con él y no tenían nada que perder. El más rastrero, Torrente Ballester, que justificaba haber sido falangista por su «sensibilidad social» y el más pedante, Lain Entralgo, un tipo insoportablemente pretencioso que debía creerse un Goethe de pacotilla, pero casado con una señora encantadora, vivísima, mucho más lista que él, y republicana. En cuanto a Tovar, algunos de sus escritos, de gran interés y cultura verdadera, están salpicados de consideraciones de carácter fascista. Supongo que de haberse planteado alguna vez la reedición de una recopilación de artículos muy notables, «En el primer giro», los habría expurgado convenientemente.
Ruiz-Giménez, siendo ministro de Educación, dio grandes oportunidades de desenvolverse a esta tropa, y cuando él se alejó del régimen, algunos otros intelectuales le siguieron, bien de manera decidida, bien «in pectore». La instauración de la democracia le debe mucho a Ruiz-Giménez, aunque lo principal, en mi opinión, es que fue de los poquísimos hombres destacados de la derecha que dio la cara y explicó con claridad (aunque con sus gotas de demagogia) cuál era su actitud. En tanto que la derecha, no voy a decir antifranquista, pero que al menos no se sentía cómoda con el régimen, disimulaba y procuraba mirar para otro lado, Ruiz-Giménez intentó algo muy sensato: poner en marcha un partido democratacristiano lo suficientemente abierto como para que no pareciera vaticanista. Coherente con esta actitud, no entró en la coalición de UCD, sino que se alineó con la izquierda. Esto fue a la vez bueno y malo, pues a la vista de su retórica avanzada, muchos que hubieran podido votar a la democracia cristiana votaron al socialismo supuestamente moderado, y debido a ello, ID, la formación política de Ruiz-Giménez, sufrió tal descalabro electoral en las primeras elecciones generales que no pudo recuperarse.
En la intervención de Ruiz-Giménez del Seminario (mitad conferencia, para disimular ante las autoridades y mitad mitin), más que exponer un programa, intentó hacer un análisis general de la situación. El orador parecía cansado: había llegado a Oviedo por la mañana y antes de ir al Seminario había pronunciado otra conferencia en El Entrego. Comenzó su intervención afirmando cosas muy elementales, avaladas por citas archisabidas: «La historia es maestra de la vida» (Cicerón); «Aquí yace media España: murió de la otra media» (Larra); «Como el sacristán los rezos» (León Felipe), y otras más amplias y más frecuentes de Antonio Machado, acaso para reivindicar que no era propiedad exclusiva de Alfonso Guerra. Tenía poca voz, pero buena técnica oratoria y muchas tablas, que le permitían arrancar aplausos en los momentos oportunos, con referencias a la amnistía, a la ruptura y a la detención del dirigente comunista Simón Sánchez Montero, ocurrida por aquellos días. Y afirmó algo que a estas alturas resulta lamentable: que la solución del problema de ETA debía ser político, no policial. Incluso afirmó que así se lo había asegurado un comisario de policía. De aquellos polvos, estos lodos. Durante el coloquio, Emilio Barbón subió el escenario para exponer sus puntos de vista sobre el referéndum de reforma política y preguntar cuáles eran los de ID (Izquierda Democrática). Ruiz-Giménez estuvo muy cariñoso con Barbón, le ofreció una silla y aceptó plenamente sus planteamientos: «Ya ve usted que hay más puntos de unión que de separación entre ID y UGT».
Ahora bien: hasta el socialismo será hasta donde Ruiz-Giménez estaba dispuesto a llegar. Porque cuando Atanasio Corte Zapico insistió en ir a las elecciones en la coalición «Por un senado democrático», con comunistas y socialistas, Ruiz-Giménez se opuso a que estuviera en compañía de los primeros, por lo que Corte Zapico prefirió ser senador rebelde a militante disciplinado, y se fue del partido o le echaron (eso nunca llegó a explicárnoslo). Bien es verdad que Corte Zapico era un pillo que cuadraba mal al lado de un dirigente tan bondadoso como Ruiz-Giménez, que espero que ya esté disfrutando de la compañía de ángeles y arcángeles. Descanse en paz, don Joaquín.
La Nueva España · 5 octubre 2009