Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La democracia «burguesa»

La izquierda militante de hace 40 años no deseaba bajo ninguna circunstancia el sistema democrático que funcionaba en el «mundo libre», basado en elecciones y alternancia en el poder

Confieso, y lamento tener que hacerlo, que el poeta Gamoneda o Zamoneda me resulta profundamente desagradable. La continuada ostentación de su amargo resentimiento, de haber sido un niño pobre que perdió una guerra, de no haber podido leer (porque era pobre) más que dos libros, con lo que certifica que el lector de dos libros es tan peligroso como el de uno solo es de condición poco poética. Si no leyó, cabe preguntarse qué problemas tenía aquel niño pobre con las bibliotecas públicas. Tal vez no hubiera podido leer en ellas a Lenin o a Marcos Ana, pero habría tenido a su disposición a los clásicos castellanos, que tampoco están de más.

No obstante, reconoce algo que yo he señalado reiteradamente a lo largo de esta serie y en otros escritos: que la izquierda militante de hace cuarenta años no deseaba bajo ninguna circunstancia lo que ellos denominaban la «democracia formal» o, en tono más peyorativo, la «democracia burguesa», esto es, la que funcionaba en el llamado «mundo libre», en Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia, en Italia, en la República Federal Alemana, fundamentada en la separación de poderes, en el control del ejecutivo, en la existencia de partidos políticos, en la alternancia de éstos en el poder, en elecciones libres por el procedimiento del voto individual y secreto, en el reconocimiento de libertades públicas y privadas, en la posibilidad de la crítica...

Todo esto estaba abolido en el «paraíso del proletariado», al que aspiraban, por procedimientos diferentes, tanto el comunismo como el socialismo, al que los burgueses siempre contemplaron con mayor benevolencia por considerarlo una forma de práctica marxista más atenuada... Mas no sería cosa de hacerse tales ilusiones si se conociera, sin ir más lejos, el programa máximo del PSOE, que hoy se disimula o se oculta, o se tuviera en cuenta que el discurso de «Z» es más radical que el de Largo Caballero en su día. En los años sesenta, los modelos de sociedad tanto de comunistas como socialistas eran la Unión Soviética y países satélites, Cuba, Argelia, Vietnam del Norte, Corea del Norte, etcétera, y frente a políticos retrógrados y deleznables como Winston Churchill, Adenauer, De Gaulle, Eden, De Gasperi, Harold McMillan, Eisenhower, etcétera, se oponían luminarias como Lumumba, Boumedian o Fidel Castro: los que instaurarían el reinado del hombre sobre la tierra. Hallándose Boumedian muy enfermo, cierto día encontré a Antonio Masip por la calle Uría, compungido, me abrazó y me dijo, con tono quejumbroso:

–Boumedian se muere -hizo una pausa para disimular un sollozo o una lágrima y añadió-: Si se muere, voy al entierro.

A la vista está adónde fueron a parar todas aquellas utopías sanguinarias, salvo la de Cuba, que sigue en pie sin haber cambiado de fantoches. En el resto del mundo cambiaron los fantoches, pero aumentaron las dictaduras salvadoras islámicas o hispanoamericanas, con las que tan bien se llevaban tanto Franco como el ínclito «Z» en la actualidad. Sin duda, ese tipo de «democracia» es el que pretenden nuestros redentores locales: la República Democrática Alemana contra la República Federal Alemana. En la primera había «democracia real»; en la segunda, sigue habiendo «democracia formal». La «democracia formal» se reconocía en los años sesenta y primeros setenta, sólo sirve como escalón para alcanzar la «democracia real», conocida por otros nombres como «dictadura del proletariado» y «reino del hombre sobre la tierra»: un reino de sangre, amargura y dolor.

A estas alturas del siglo XXI, bien caído (y vendido por los mercaderes) el Muro de Berlín, el poeta Gamoneda o Zamoneda declara en «La Nueva España» del 30 de junio de 2009: «La democracia es la máscara sonriente del capitalismo; no tenía interés para mí». ¡Bien dicho, poeta! Efectivamente, el núcleo más activo y de base de quienes en los años sesenta se oponían a Franco no pretendía la democracia de los países libres, que no tenía interés para ellos, sino establecer su propia democracia, en la que pierde toda esperanza quien la acepta, como quien entra en el Infierno de Dante. De manera que aquellos bravos luchadores antifranquistas (lo cortés no quita lo valiente: eran valerosos, aunque no fueran demócratas) pretendían librarnos de una dictadura para meternos en otra, pero era explicable, por tanto, que la democracia tuviera muy poco interés para ellos. En lo que a la derecha se refiere, la democracia no sólo carecía de interés, sino que le inspiraba las más sombrías sospechas. Para los marxistas, la democracia era cosa de burgueses, y para la derecha, era cosa de «rojos», y tanto unos como otros estaban convencidos de que podrían arreglárselas sin necesidad de formalismos parlamentarios, ya que la izquierda radical estaba convencida de que la Unión Soviética no se desmoronaría nunca, y la «derechona», de que Franco iba a vivir para siempre. La muerte del Generalísimo y el sórdido derrumbamiento de los sistemas marxistas obligaron a unos y a otros a aceptar un sistema que la izquierda despreciaba y la derecha temía. Por este motivo, Adolfo Suárez, cuyos orígenes y desarrollo políticos tuvieron muy poco de democráticos, repetía a todas horas la palabra «democracia»: tanto como su sucesor en la Jefatura de Gobierno, Felipe González (un «demócrata» reconvertido como él, aunque de otro modo), repetiría «solidaridad», «Latinoamérica» y «Contadora».

Desvanecida en el horizonte la posibilidad de la inminente «dictadura del proletariado», se encontró su sustitutivo en la aspiración a la república, ya que en España la democracia formal o parlamentaria estaba garantizada por la institución monárquica, de manera que, si oponemos «república» a «monarquía» y esa oposición tiene éxito, se estará más cerca otra vez de la «dictadura del proletariado».

Con la república sucede exactamente lo mismo que con la democracia: la izquierda la manipula a su gusto y la derechona admite esa manipulación: está convencida todavía a estas alturas de que la república es un conciliábulo de «rojos». En consecuencia, parte del sistema político actual se fundamenta en tres malentendidos: la transición, la república y la democracia son de izquierdas y propiedad intelectual de la izquierda. La izquierda los fomenta y la «derechona» los acepta estúpidamente. La república, según el criterio de todos, absolutamente todos los republicanos que conozco, sólo se concibe como una institución de izquierda, con un presidente calvo, con barbas mosaicas y levita, leguleyo y paternal, mezcla de Salmerón y Tierno Galván. Como le decía Isabel II a Montpensier, en la prosa de Valle-Inclán: «¿Pretendes ser presidente de la República como un catedrático de Universidad?». Y por debajo del presidente de la república, el «soviet». Es fabuloso que a los republicanos españoles actuales no se les haya ocurrido jamás la posibilidad (o el accidente) de un presidente de la república conservador. Será, seguramente, porque una vez establecida la república, no volverá a haber elecciones. Como le dijo Lenin a Fernando de los Ríos cuando le preguntó por las libertades sindicales y políticas después de la Revolución: «Libertad, ¿para qué?».

Por fortuna, la izquierda radical, aunque salió mucho a la calle, tenía poco poder durante la transición: los comunistas, como bien dice Antón Saavedra, sólo trabajan bien en la clandestinidad y el PSOE apenas existía: se reorganizaba deprisa y corriendo y, como todo objeto que se encuentra en la calle, acabó cayendo en manos de los primeros que pasaron por allí. Algunos de ellos, comunistas de línea dura que no encontraban su espacio en la «democracia burguesa», y otros, franquistas reconvertidos, pero no arrepentidos. De éstos, dice Juan Marsé, tuvimos que aguantar a sus padres durante el franquismo y ahora tenemos que aguantarlos a ellos en el PSOE (que está lleno de sonoros apellidos de altas personalidades del régimen anterior, que después de haber aspirado a hacer la revolución en la romántica etapa juvenil, se conforman ahora con administrar el sistema contra el que les hubiera encantado lanzar adoquines en mayo del 68 en París).

Por fortuna, surgió UCD, un partido que a mí me parece que estaba mal planteado, porque no hay centro en política ni es posible equidistar entre rojos y azules, pero cuando menos aceptaba la posibilidad democrática sin reservas, a diferencia de comunistas, socialistas y demás. La democracia era su bandera y aquellos centristas, cada uno de diferente padre y diferente madre, la sirvieron honestamente, con riesgo y, posteriormente, sin agradecimiento ni reconocimiento.

Como escribe uno de aquellos beneméritos demócratas, Barthe Aza, «la tarea no era nada fácil y ciudadanos que teníamos inquietudes en relación con nuestra edad, unos porque habían vivido la revolución de octubre del 34, o la Guerra Civil del 36 o los 40 años del franquismo, dos posguerras y la pertinaz sequía tenían ansias de participar ante la futura democracia con sus diferentes opciones, otros, creo que los más, para evitar de nuevo las dos Españas que tanto daño habían hecho. En fin, parecía que a todos, con la democracia, se les iban a solucionar sus problemas».

La Nueva España · 27 julio 2009