Ignacio Gracia Noriega
Lo extranjero y los extranjerizantes
Los que volvían de fuera, afrancesados casi todos, eran los más cosmopolitas aunque vinieran de fregar platos
Cuando yo empecé en la Universidad de Oviedo, el año 63 o 64 (habrá que preguntarle a José Luis Roca, que de esas cosas se acuerda), entraba en una institución en la que el mundo de «La Regenta» y de «La casa de la Troya» estaban todavía muy vivos. Afirma Ramón Pérez de Ayala en el prólogo a «Doña Berta» de Clarín, que «durante mis años estudiantiles padecieron grandes mudanzas el mundo, España y Oviedo». Nada digo de las mudanzas de mis años estudiantiles, en los que empecé en una Universidad de tuna y canónigos y al salir de ella, la Universidad estaba en plena revolución. No porque yo la hubiera revolucionado, claro es.
Recuerdo una tarde lluviosa, de cielo bajo y plomizo, de comienzos de octubre, que entré en el patio de la Universidad a consultar los horarios de clases, que comenzaban al día siguiente. El patio estaba vacío, la estatua del arzobispo Valdés se reflejaba en los charcos de la lluvia y ante el tablón de anuncios había otro muchacho más o menos de mi edad, consultando los horarios. No le conocía. Es natural, porque yo conocía a los que había hecho el Bachillerato en el Colegio de los Dominicos y a muchos del instituto, pero él lo había hecho en el Loyola. Se llamaba Álvaro Ruiz de la Peña, y desde entonces, unas veces fuimos amigos y otras no. Aquella tarde, mientras caían las sombras, fuimos a tomar un vaso de vino al bar Azul, que alguna importancia tendría en nuestra biografía posterior. Allí hicimos nuestros pinitos de conspiradores. Allí conoció Álvaro a Lidia. Allí pasamos muchas horas y piramos muchas clases. Tiempos idos.
Idos en todos los aspectos. La Universidad de Oviedo era antigua, pero como nosotros tampoco éramos modernos, no nos enterábamos. Desde que la gente de «Fenestra», por denominarla de algún modo, dejó de funcionar (muchos de ellos marcharon a Madrid), Oviedo se volvió un yermo en lo que a las actividades universitarias se refiere. La gente iba a la Universidad para terminar la carrera cuanto antes, con la menor dificultad, y luego colocarse. Las facultades de Filosofía y Letras y Derecho se encontraban en el mismo edificio, en la calle San Francisco, que hoy se denomina edificio histórico. Según Martínez Cachero, los de Filosofía éramos realquilados de los de Derecho. Emilio Alarcos, en aquel momento, estaba explicando desde aquellas aulas la lingüística más avanzada de Europa, pero nadie parecía advertirlo. Gustavo Bueno acababa de llegar y no hay duda de que significó un revulsivo, más en el aspecto político, de oposición al régimen, que en el puramente académico. Aunque sus clases eran fenomenales, ahora que las recuerdo con nostalgia. Era capaz de explicar la historia de la filosofía universal sin moverse de los presocráticos: ahí estaba todo, nos decía. También nos decía que el filósofo es ante todo un ciudadano, que el filósofo debe estar en la calle y mirar qué pasa en ella. Esto nos lo dijo un día que los automóviles de la Policía Armada, los temidos «grises», rodeaban el edificio, decididos a entrar. Si no entraron, fue porque algunos catedráticos se opusieron (entre ellos el propio Gustavo Bueno, claro es).
De vez en cuando llegaba algún emisario de Madrid que se echaba las manos a la cabeza. Uno que debía ser de FUDE o del FELIPE quedó espantado, porque de los estudiantes «inquietos» que le presentaron, uno de Derecho no pasaba de haber leído a Valle-Inclán. ¿Qué quería, que hubiera leído a Bretch o a Lukacs? A éstos también se los podía leer, pero eran bastante más aburridos que Valle (y en cuanto a «teatro épico», las «Divinas palabras» de Valle superaron cualquier obra de Bretch, autor, por lo demás, muy respetable, aunque como autor, no como persona ni como sectario). En cuanto a otros señalados marxistas, se los leía con facilidad en la cárcel. Laso leyó allí a Gramsci, y al cineasta Julio Diamante a Lukacs. Cuentan que en la cárcel en la que estaba Diamante oficiaba de censor de libros el capellán, como es lógico. Al abrir un paquete de libros destinado al preso, los distribuyó: Apartó «Crimen y castigo».
-Este «Toieski», autor polaco, es muy pesimista. No le conviene al rapaz. En cambio este otro libro parece cosa de estudio.Así pasó la aduana «Sociología de la literatura», de Lukacs. Yo confieso que intenté leerla varias veces, pero no pude con ella. Acaso se deba a mi escaso entusiasmo por el marxismo, al que debe atribuirse mi «falta de rigor», o a que por la vía de don Pedro Caravia ya había descubierto a Dilthey, y por cuenta propia, a Auerbach, a Curtius, y, en otro sentido, a Pound y a Eliot.
Podía haber dicho también que a Dámaso Alonso y a Amado Alonso (sobre todo, a Amado), a Cernuda como crítico, recién publicado en Seix Barral y en Guadarrama, y a don Ramón Menéndez Pidal, que como lingüista me resulta un coñazo, pero como historiador y crítico era fascinante. Y, naturalmente, aunque diera vergüenza reconocerlo, a don Marcelino Menéndez Pelayo, uno de los buenos recuerdos del preuniversitario.
Arriba me referí a «emisarios» de Madrid. Eran bastante frecuentes: venían a «contactar» con gentes que alguien les había dicho que eran «interesantes» y estas gentes proporcionaban a su vez otras direcciones de conocidos de tendencia antifranquista o simplemente democrática. Santiago Melón estaba convencido de que una vez vino a contactar con él un personaje misterioso, culto y desenvuelto, con mucho mundo, que él identificaba, sin razones sólidas para confirmarlo, con el crítico de arte Santiago Amón. Se ha hablado poco de estos «emisarios», y yo creo que merecía la pena dedicarles más espacio. Pero tengo poca información.
Otro caso era el de los que venían del extranjero. Estos venía aureoleandos de tal prestigio como si hubieran encontrado la piedra filosofal. La mayoría venía de Francia, algunos se decidían y saltaban a Inglaterra (como un boticario de mi pueblo, que volvió de la «pérfida Albión», como la llamaba antes de ir, fascinado, porque había descubierto que todo el sistema inglés se apoyaba en un principio irrebatible: (tomar el té a las cinco) y los más aventureros, como Juan Cueto, y más tarde, Arturo Terán, fueron a Argelia, a ver y vivir la revolución. Juan Cueto aprovechó la estancia en Argelia para salir como extra en una escena de la película «La batalla de Argel», de Gille Pontecorvo. Por aquel entonces, Juan Cueto era un auténtico aventurero, pero como siempre, en todo hay alguien que sea más que uno, él admiraba a Corveiras, que había pateado medio mundo, Islandia incluida, y había conocido a cierto escritor bonaerense, que por entonces fascinaba a muchos aunque en realidad era un pedantín de pueblo con ínfulas de cosmopolita.
Los que volvían del extranjero, afrancesados los más, eran los grandes cosmopolitas de los años 60. Habían estado afuera lavando platos o cuidando niños, y parecía como si se hubieran graduado en La Soborna o en Oxford. Otros, en mejor situación económica, iban como turistas, y no faltaron los que aseguraban haber ido sin moverse de casa, y todos ellos regresaban afrancesados y con ejemplares de «Ruedo Ibérico». A Justina Perales se los requisaron en la frontera, por llevarlos en un lugar demasiado visible del coche.
Los del extranjero volvían con un afán tan militante que ahora solo tiene el equivalente entre los fundamentalistas del «internet» y los antitabaquistas. Querían que todo el mundo se fuera a pasar una temporada a Francia para volver afrancesados, por los menos hasta que la gente empezó a cruzar los Pirineos para trabajar en serio y entonces se hizo en broma una película titulada algo así como «Vente al extranjero, Pepe», con Alfredo Landa. Los extranjerizantes más conspicuos, al regreso, ponían academias de lenguas. En Oviedo los hubo tanto de la tendencia anglosajona, representados por Paco Mori, como la afrancesada, representados por Julio Murillo, un tipo antipático y receloso, con bigote negro y pelambrera que siempre necesitaba un corte, y unas veces parecía argelino y otras a Robbe-Grillet. Era el jefe de estudios de la Alianza Francesa, y se comportaba de manera bastante despótica con los subordinados y muy complaciente con personas que él consideraba de más calidad. También cursaba estudios como alumno libre en la Facultad de Filosofía y Letras. Cierta noche de encerrona, en la Universidad, con los «grises» a las puertas, formó parte de una comisión que fue a entrevistarse con el rector Virgili Vinadé, y en ella saltó inesperadamente Murillo diciendo: «Las dos de la madrugada es la hora del valor según dijo Napoleón, señor rector». Nadie supo más qué quiso decir con aquello, pero causó un gran efecto. Debía ser comunista por libre, y con su coche de caballos, la gabardina a cuadros y la pelambrera al viento, transportó bastante propaganda clandestina y conspiró lo que pudo. Era valiente, pero tenía dos graves defectos: su antipatía y su desconfianza. No se fiaba de nadie y de todo el mundo hablaba mal. Eugenio de Rioja le consideraba desde las páginas de «La Nueva España» el encargado de negocios del Gobierno francés en Oviedo, y eso a veces le parecía bien y otras mal. Según le conviniera en el momento.
En algún momento de su evolución, en la Universidad de Oviedo, no solo se salía al extranjero, sino que algunos extranjeros venían a estudiar a ella. Al inaugurarse la Facultad de Medicina vino una representación de noruegos, que para decepción del personal, eran más bajitos que los españoles. La mayoría muy aficionados al vino y a «ligar» con peluqueras y secretarias. Como piezas matrimoniales resultaban bastante cotizados, y entre ellos sobresalía un tal Tuga (así lo pronunciaban), que bebió mucho vino y rompió algunos corazones. Eran buenas personas, civilizadas y prudentes, salvo cuando bebían más de la cuenta. Entonces, les salía de las profundidades del alma el depredador vikingo. En política no se metían: no debían considerarlo interesante. No así los hispanoamericanos que por aquella época venían también a Oviedo. Pero si los noruegos estudiaban medicina, los hispanoamericanos se matriculaban en Derecho. Este grupo merece otro artículo.
La Nueva España · 22 junio 2009