Ignacio Gracia Noriega
La puñalada en Nueva York
Felipe González se presentó a los socialistas asturianos en la primavera de 1976 en una espicha en Barredos a la que acudió con patillas de Sierra Morena, traje claro sin corbata y rostro oliváceo
La primera vez que aparecieron las palabras «Felipe González» en letras de molde en Asturias fue en un recuadro diminuto de la última página de LA NUEVA ESPAÑA que informaba de que al abogado sevillano de ese nombre se le había devuelto el pasaporte, sin exponer por qué motivo se le había retirado. Debió ser por el año 1974. Lamento no conservar el recorte, porque por aquella época yo me encargaba de recoger absolutamente todas las noticias, artículos, etcétera, en que se mencionara al PSOE, y vive Dios que se le nombraba mucho menos que ahora. No obstante, reuní varias carpetas muy abultadas, que cuando decidí perder el tiempo de manera más grata y abandonar el PSOE de paso, le entregué a Agustín Tomé y quién sabe qué habrá sido de ellas: habrán ido a parar a algún contenedor de basura. En aquellos tiempos de clandestinidad (pues estaría mal visto hablar a estas alturas de permisividad), el PSOE consumía toneladas de papel y, todas las noches, los contenedores de basura próximos al despacho laboralista de la calle General Elorza se llenaban de los desechos industrializados de enormes talas arbóreas, por lo que se decidió ir a echar toda aquella papelería a otras calles, para que no sospechara la Policía de que en aquel edificio (en el que no sólo estaba el despacho laboralista de UGT que llevaba Vigil, sino, varios pisos más arriba, el piso del profesor José María Fernández) se efectuaban labores de agitación y propaganda. El despacho laboralista tenía un aspecto serio, con su sala de espera un poco triste y el despacho de Vigil, que en apariencia era un despacho de abogado normal. Pero detrás de la estantería estaba Manolo Mondelo, de corbata y blusón azul, dándole a la multicopista: en aquel zulo sólo cabían él y la multicopista, y a pesar de ello, Mondelo no perdía el buen humor. A veces, Agustín Tomé se sentaba detrás de la mesa de Vigil, decía que él era el abogado y Vigil el pasante, y hasta firmaba con su estilográfica: una Mont Blanc metálica, delgada y larga. Y, efectivamente, Vigil no sólo era el abogado y el pasante, sino que por las noches, cuando se marchaba el último ugetista, se arremangaba los pantalones y fregaba el local. Cuando no le entraba la «neura», que entonces se ponía grosero e insoportable («borde», como diría ahora un «modelno»), Vigil era un tipo de primera.
Posteriormente, Felipe González y Alfonso Guerra vinieron a vender doctrina socialista a Peña Mayor, y de esta estancia en aquellas soledades nació la leyenda de que él y Carmen Romero (que se llama igualito que la legítima del presidente mexicano Porfirio Díaz) escribieron una carta a París en el interior de una cabaña para que a los nueve meses acudiera la cigüeña: hecho vigorosamente desmentido por Paulino el de Barredos.
No se alojaron en la cabaña de Adenso, próxima al Pozu Funeres, sino en otra cabaña que caía por aquellos rumbos, pero no sé cuál era. Un año o dos más tarde (creo que hacia la primavera de 1976), el abogado sevillano que se hacía llamar «Isidoro» se presentó a sus huestes en la espicha de Barredos que había organizado la peña bolística presidida por Paulino García. La espicha se celebró en un prado a orillas del río que viene de Peña Mayor para desembocar en el Nalón pocos metros más abajo, y el abogado sevillano llegó con traje veraniego claro, sin corbata, el rostro oliváceo oscurecido por la barba tenaz que dejaba sombra por mucho que se afeitara y patillas estilo Sierra Morena, y procuró estar simpático y locuaz. Siguiendo el ritual que luego se impondría en las concentraciones socialistas de este tipo, primero fue la ideología y después la gastronomía. Durante algunos minutos, González expresó diversas vaguedades que no recuerdo, y tal vez como advirtiera que la concurrencia no estaba allí solo para escuchar, sino también para masticar, concluyó con una alegre aunque indocumentada revolera:
–Y ahora, compañeros, vamos a comer la fabada (vaciló unos segundos al comprobar cierto estupor en la concurrencia, pero salió airoso del desliz)... y lo que nos den.
Naturalmente, no nos dieron fabada. No recuerdo lo que nos dieron, pero sí lo que cobraron: 500 pesetas por barba. Lo que originó las airadas críticas de muchos compañeros que consideraban aquel precio abusivo, y poco al alcance de los bolsillos socialistas de aquella época. Entre los asistentes que sí podían permitirse aquel desembolso se encontraba Antonio Masip: lo recuerdo, porque volví a Oviedo en su coche. Aunque de aquella Masip no coqueteaba con el PSOE por considerarlo en exceso socialdemócrata, no perdía concentración socialista (también había acudido al homenaje a Manuel Llaneza, en el cementerio civil de Mieres), ya que era de las pocas personas que en aquel tiempo creían en la unidad de objetivos de la izquierda. Por desgracia, una parte de la izquierda, principalmente el PC, no parecía creer demasiado en Masip.
Después de la espicha de Barredos, todo el mundo alardeaba de grande amistad con Felipe González, cuando no de haber hecho las milicias universitarias en su tienda de campaña. Quien sí le conocía era Vigil, que tenía en lugar principal de su casa una fotografía de los hijos de Felipe González al lado de los suyos. Jesús Zapico solía reprocharle este alarde, y me decía: «Cuando vayas a su casa, fíjate». En efecto, un día que fui a su casa, me fijé en que por allí había varias fotografías enmarcadas de niños. No sé si fue el mismo día que me presentó a Manolo Villa, recién llegado de Bruselas. Estábamos charlando cuando llamaron a la puerta: le traían a Vigil un paquete a su nombre. Lo abrió: dentro había un crecepelo y una biografía de Lenin o Stalin. Vigil montó en cólera, porque quien había recogido el paquete y pagado el reembolso fue Ludi. Sin duda, se trataba de una broma; pero Ludi se disculpó: «Como dijeron que se trataba de un crecepelo, pensé que lo habías pedido tú».
Felipe González era un muchacho (como tal se presentaba o lo presentaban) de aspecto espabilado, decidido a no detenerse ante nada, ya que había descubierto un filón que le permitiría no tener que trabajar como abogado laboralista el resto de su vida y capaz de convencer a cualquier persona de las cosas más inverosímiles a condición de que estuviera previamente convencida. Entre la picaresca y la ideología de grado elemental, podía esperar fabada en una espicha, y cuando descubría que no la servían, quedarse tan fresco y salir por peteneras. De hecho, aportaba un cierto aire de frescura (en todos los sentidos) a la ocupación política, que en la España de entonces se entendía de manera bastante fúnebre, y se mostraba mentalmente ágil e intelectualmente escaso y demagogo. A pesar de sus cualidades evidentes, incurría en esa desagradable manía de los socialistas españoles por el adoctrinamiento, por reñir a la parroquia, por dirigirse al auditorio como si se tratara de niños que todavía no han alcanzado el uso de razón o de subnormales, y cuyas manifestaciones más depuradas a la par que desagradables son Z. y Vinagresa Fernández de la Vega. Tampoco le importaba mentir, y lo hacía descaradamente y sin pestañear. Supongo que el desdén hacia la madurez intelectual de los seguidores y las mentiras son vicios de mitinero, y aquel quien toma la palabra en el mitin se dirige a un público decidido a tragar carros y carretas y que además no va a interrumpir al orador. Lo malo es cuando los mitineros se convierten en parlamentarios: de ese modo se ha degradado tanto la vida parlamentaria española.
Se decía que comía poco y austeramente, no sé si por no incurrir en el vicio burgués de la gastronomía, o porque padecía alguna dolencia estomacal, pero en cambio le presentaban como una especie de atleta sexual, lo mismo que a Alfonso Guerra. Seguramente, en esto influía la mucha importancia que le concedían los curas al sexto mandamiento. Alfonso Guerra y él constituían un buen tándem, inspirado en los interrogatorios en las comisarías franquistas, en las que actuaban un policía bueno y un policía malo, llenando al interrogado sucesivamente de temor, de confianza y acaso de agradecimiento. Entraba en el cuarto donde estaba el preso el policía malo dando una patada a la puerta, sacando la pistola y amenazando: «¡A este rojo cabrón me lo cargo yo ahora mismo!». Pero en el momento en que se disponía a apretar el gatillo, intervenía, oportuna y casi milagrosamente, el policía bueno, que, adoptando un aire paternal y comprensivo, calmaba al energúmeno asegurando que él también tenía un hijo en la Universidad, por lo que sabía lo tontos que eran los jóvenes universitarios, que se dejaban influenciar por cualquier marxista de tres al cuarto, y acto seguido, pedía al exaltado que se fuera, y quedando solo en compañía del atribulado muchacho, si éste picaba, nada se había perdido por haber hecho un poco de comedia. A Alfonso Guerra le correspondía el papel de malo, y a González el de bueno: el primero exageraba el gesto agrio, y el otro procuraba parecer simpático a todas horas. De manera que nadie podría imaginar a González tomando el Palacio de Invierno o realizando la reforma agraria, pero a Alfonso Guerra... ¡quién sabía! Así que en la cúpula del PSOE había para todos los gustos: para los radicales, el Guerra; para los que creían en la posibilidad de un socialismo urbano y civilizado, González. Como decía Encarna, rememorando el «siempre nos quedará París»: «Si el PSOE se desvía, siempre nos queda Alfonso Guerra».
Felipe González jugaba, pues, dos bazas: la de pragmático y la de moderado. Volvió de China (adonde había ido «para orientarse un poco», como en el verso de Blas de Otero) con un destilado de sabiduría oriental: «Gato blanco, gato negro, lo que importa es que cace ratones».
Y en pleno fervor socialdemócrata, yo creo que en una ocasión se pasó un poquito cuando dijo, en elogio de la sociedad capitalista norteamericana: «Prefiero que me apuñalen en el metro de Nueva York a morir de aburrimiento en Moscú». Afirmación sorprendente, que fácilmente se vuelve al revés: en Nueva York te matan a puñaladas, porque todo es un puro desorden, mientras que en Rusia hay paz y orden: tanto que te puedes morir de aburrimiento. Y ya se sabe que los socialistas son muy partidarios del orden (mucho más que de la paz), aunque sólo cuando gobiernan.
La Nueva España · 20 abril 2009