Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El 23 de febrero de 1981

La semana que comenzó con la masacre de Madrid, el 24 de enero de 1977, fue una de las más tensas de aquel período, llena de rumores, como el de una supuesta bomba en la plaza de la Escandalera

Cinco días después del golpe, una manifestación con más de 40.000 asturianos recorrió la calle Uría de Oviedo, en la que se mezclaron señoras de visón y obreros.

El 23 de febrero de 1981 yo no me enteré de lo que estaba pasando en la sede de los diputados de Madrid hasta las nueve y media de la noche, que salí a tomar unos vinos y al entrar en la calle del Rosal encontré a Severino, de Radio Asturias, donde yo tenía un espacio titulado «Lo demás es literatura», que me dijo que tal vez no pudiera emitir al día siguiente. «¿Por qué?». «Porque acaban de dar un golpe de Estado en Madrid», me contestó. Lo que me causó una gran sorpresa, porque pensé que volvíamos al siglo XIX, sin saber todavía que aquel golpe era digno de las «hombradas» o «cuartelazos» relatados por Valle-Inclán en «El ruedo ibérico». Aquella tarde estaba yo muy contento, porque mi sobrina Conchita, nacida unos días antes, había empezado a comer papillas. Era un niña muy buena, que no lloraba y se criaba muy bien. Ahora, posiblemente, come menos que antes.

A pesar del golpe, en la calle del Rosal había la animación de todos los días. La mayoría de la gente estaba como yo: o no se había enterado o no le importaba lo que estaba sucediendo en Madrid. En horas sucesivas, la actitud del «pueblo soberano» fue igualmente discreta: la mayoría se marchó a casa a esperar acontecimientos o a procurar que si pasaba algo no le afectara. El «pueblo soberano» no reaccionó ante el golpe y su actitud fue exactamente la misma que la de los capitanes generales, que en su mayoría declaró que haría lo que hiciera el Rey: si el Rey era golpista, ellos serían golpistas; si el Rey se ponía contra el golpe, ellos estarían contra el golpe. A ninguno se le ocurrió decir que, de paso, estaban de parte de la Constitución y del sistema democrático. Por eso, yo me preguntó en qué irrealidad vivían políticos incluso tan realistas como Carrillo, que suelen referirse a la actitud del pueblo español. La actitud del pueblo español fue de indiferencia y, por lo tanto, de acatamiento. Nadie intentó salir a la calle para apoyar la democracia, que parecía bambolearse, y los pocos que se sentían implicados ante aquellos hechos corrieron a esconderse.

Yo debí ser de los pocos que pasó buena parte de aquella noche en la calle sin intentar esconderme: bien es verdad que no tenía ningún motivo para ello y, por lo tanto, ningún temor. Fui a cenar al Niza, donde se reunían los socialistas y otras gentes de izquierda, pero aquella noche el comedor estaba vacío, excepto una mesa ocupada por Emilio Barbón y un señor mexicano. Cené con ellos, y Barbón, que había sido diputado de las constituyentes, lamentaba no encontrarse en aquel momento en el Congreso, porque cuando Tejero ordenó a los diputados «¡Todos al suelo!», él hubiera montado su número alegando que no podía tirarse a causa de las muletas. De manera que Barbón estaba de buen humor. A aquellas horas se sabía que el teniente coronel Tejero «un guardia civil disfrazado de guardia civil», según el profesor Aranguren, en una de sus escasas percepciones brillantes, se había presentado en el Congreso hacia las seis y veinte de la tarde. Desde entonces, los diputados estaban secuestrados por los golpistas. Se habían disparado algunos tiros en el hemiciclo y el general Gutiérrez Mellado le había plantado cara a los golpistas. Tejero intentó derribarle, poniéndole la zancadilla, pero no pudo, y yo creo que fue gracias a que Gutiérrez Mellado no cayó en aquel momento, tampoco cayó la democracia en España. Los diputados, con las excepciones de Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo, se echaron al suelo, obedeciendo la orden de Tejero, y durante algún tiempo los padres de la patria anduvieron por los suelos y devaluados: actitud poco airosa que tuvo su correspondencia con la del «pueblo soberano» en la calle. Es lamentable tener que escribir esto, pero así fue: ni los diputados estuvieron a la altura de las circunstancias ni el «pueblo soberano» hizo demostraciones de consternación ante su Gobierno y sus representantes secuestrados. Allá se las arreglaron.

También se sabía que un capitán al frente de un grupo de soldados ocupó los estudios de la TV y ordenó que se emitieran marchas militares, pero al poco tiempo se retiraron. Dado que con esto se había descontrolado la programación, se proyectó una película de piratas, «La novia del pirata», de David Butler, interpretada por un cómico muy exagerado, Bob Hope.

Mayor gravedad revestía el hecho de que en Valencia el general Milans del Bosch hubiera sacado los tanques. En cambio, en Oviedo hubo la tranquilidad más absoluta. Pocos días después, el coronel Mauriño me contó que las autoridades militares se habían reunido a cenar en La Gruta, en una celebración que no tenía nada que ver con el golpe.

Tras cenar en el Niza, Covadonga y yo fuimos a casa de don Bernardo Fernández, donde vimos el final de «La novia del pirata» y esperamos un buen rato a que hablara el Rey. Lo hizo vestido de capitán general, con el reloj en la muñeca derecha y el puño de la manga izquierda de la camisa sin abrochar. Don Bernardo, observador cauteloso y atento, reparó enseguida en este desarreglo indumentario. El Rey anunció que se respetaría la Constitución y, a partir de entonces, Milans del Bosch retiró los tanques. De regreso a mi casa, después de escuchar las recomendaciones de don Bernardo para que fuera con cuidado, hacia las tres de la madrugada, pasé por delante del Gobierno Militar, donde solamente había dos centinelas y las luces estaban apagadas.

Al día siguiente, 24 de febrero, Tejero se rindió. A la una de la tarde, la TV emitió las imágenes de la toma del Congreso. Como yo vivía en Pumarín, fui a verlas a un bar al lado del cuartel de la Guardia Civil, que en aquel momento estaba lleno de guardias de uniforme. Al aparecer las imágenes en el televisor se hizo un profundo silencio. Durante el golpe, una cámara quedó filmando y lo captó todo. Vimos cómo Gutiérrez Mellado se levantó, aunque Suárez intentó detenerle, y una vez fuera del asiento varios guardias civiles empezaron a zarandearle y Tejero intentó derribarle, sin conseguirlo. En ese momento, se hizo un gran murmullo a mi alrededor, y un guardia comentó indignado: «Qué falta de respeto. Qué poco profesional». No hace falta que señale cómo me tranquilizaron aquellas palabras.

Por la tarde, Milans del Bosch fue trasladado a Madrid, bajo la acusación de «reiterada desobediencia». También había sido destituido el general Armada, segundo jefe del Estado Mayor, aunque no se dijo en aquel momento que hubiera sido arrestado. Los rumores, por lo demás, se dispararon y se llegó a decir que el desenlace del golpe había sido negociado y que los militares advirtieron al Rey que sería la última vez que aceptaban su mediación.

La actividad parlamentaria y castrense se reemprendió de manera inmediata, por fortuna. Aquella misma tarde, el general Pascual Galmes tomó posesión como capitán general de Valencia, afirmando en su discurso el acatamiento del Ejército al poder civil. En el Congreso se concluyó la votación de investidura del candidato Calvo-Sotelo, que obtuvo los apoyos de UCD, de AP y de la minoría catalana. Los diputados, puestos en pie, dedicaron una cerrada ovación al Gutiérrez Mellado. Ovación bien merecida, porque él y Suárez fueron los únicos que se comportaron con dignidad y valor en la bochornosa jornada del día anterior. El presidente del Congreso, Landelino Lavilla, pronunció un discurso sobrio y ajustado a las circunstancias. Las menciones al Rey y a la Constitución fueron aplaudidas por todos en pie, con las excepciones del canario Sagaseta y del extremo derechista Blas Piñar. También aplaudieron el comportamiento del personal de la Cámara, que supongo sería más digno de aplauso que el de las señorías.

Aquella noche cené con José Luis García Delgado, que acababa de llegar de Madrid y venía muy preocupado y pesimista por la situación en que nos había colocado el golpe, y opinaba, como cualquier persona sensata, que era imprescindible el ingreso en la OTAN, para evitar intentonas como la que acabábamos de vivir.

El golpe tuvo sus aspectos bufos. De no haber sido porque se trataba de una cosa muy seria, las conversaciones grabadas entre Tejero y Juan García Carrés, el sindicalista vertical que representaba la llamada «trama civil», parecían de guión de película de Paco Martínez Soria, con sus reiterados «Juanito», «es por España», la infinidad de «coños» que repetían ambos personajes, como si no supieran decir otra cosa, y el hecho verdaderamente increíble de que ni Tejero y García Carrés conocieran algo tan elemental como el número de teléfono del Congreso. Después de que se hubo presentado la «autoridad militar (por supuesto, el general Armada), Tejero le confió a «Juanito»: «Ése que habéis enviado quedó muy mal». En efecto, Armada quedó aquella noche tan mal como el Boer, un torero que debutó en la plaza de El Bibio con bigotes, vestido de charro y con un par de pistolas de juguete al cinto, de lo que quedó en Gijón memoria permanente; todavía se decía hace algunos años: «Quedaste peor que el Boer».

También algunos que no participaron en el golpe no estuvieron a la altura. El Gobierno vasco en tropel, con el lendakari Garaicochea a la cabeza, corrieron a refugiarse en Biarritz, y el diputado Letamendía intentó huir a Francia por mar en un yate, pero habiéndose quedado sin gasolina tuvo que ser rescatado por la Guardia Civil.

En Oviedo, Emilio García Pumarino, Barthe Aza y Serafín Abilio fueron al Gobierno Civil para enterarse de la marcha de los acontecimientos: por el camino encontraron a Gerardo Iglesias, que los acompañó. Se dice que Gerardo Turiel fue a refugiarse a la sede del PSOE, que no era el mejor puerto de refugio en caso de que el golpe hubiera triunfado. Más razonablemente, Cheni Uría buscó asilo en el Arzobispado, donde pasó la noche en un cuarto lleno de polvorientas pastorales del arzobispo Lauzurica contra las medias sin costura.

El viernes 27 hubo una manifestación en Oviedo que recorrió la calle Uría, desde la estación del Norte hasta el Escorialín, a la que acudieron gentes de toda Asturias y en la que se mezclaban señoras de visón con obreros, personas que jamás habían asistido a una manifestación y veteranos de este tipo de actividades. El servicio de orden corrió a cargo de mineros y se calcularon más de cuarenta mil personas.

Yo iba con Arturo Cortina, al pasar bajo el edificio de Simago nos tiraron huevos podres, y desde el balcón del Centro Asturiano de la calle Uría, un tipo con el brazo en alto se puso a gritar «¡Viva Franco!» mientras otros, detrás, le jaleaban.

Pero nadie hizo caso del provocador y la manifestación siguió lenta y pacíficamente su recorrido hasta el Escorialín, donde se pronunciaron los inevitables discursos de apoyo a la Constitución y a la democracia.

La Nueva España · 23 febrero 2009