Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El primer Gobierno regional

La formación del sistema autonómico supuso la creación de un magnífico botín para los partidos políticos, a los cuales se les permitía un intervencionismo atosigante en la sociedad

Para nadie es un secreto que el «Estado de las autonomías según mandato constitucional» (como repetía como quien maja el jefe González con desenfadado cinismo, dando a entender que aquel invento no era responsabilidad del PSOE, sino de «la Constitución que los españoles se habían dado a sí mismos») al menos en Asturias no interesó a nadie salvo a quienes tenían motivos poderosos para estar interesados, esto es, los políticos con aspiraciones a seguir siéndolo de manera profesional y fija.

El PSOE no era precisamente el partido más entusiasmado por la causa autonómica. Ciertamente, poco después de las primeras elecciones generales, se celebró una reunión de los partidos con representación parlamentaria (PSOE, UCD, AP y PC), en la sede del PSOE de la calle Jovellanos, pero como podía haberse celebrado en la de cualquier otro partido. A esta reunión se presentó Antonio Masip a título personal y con gabardina. El fracaso de la coalición Unidad Regionalista le había dejado desnortado y a la deriva; aquella aventura un tanto estrambótica además de resultarle muy cara en el aspecto económico, le privaba de cobijo partidario.

Los integrantes de la coalición, ante el revolcón en las urnas y la perspectiva poco halagüeña de tener que pagar los gastos de la campaña a escote pericote, se acogieron al socorrido «sálvese quien pueda», habiendo de hacerse cargo los que tenía dinero, Masip y Chemi Uría, entre otros.

En cambio, «la princesa de Asturias», muy astutamente, aprendió a fumar puros y a preparar el desembarco en el PSOE, pero no en la Asturias a la que había dedicado sus ardores «nacionaliegos», sino en Ferraz mismo. Donde, por cierto, Alfonso Guerra, con resabios machistas, no aprobó que anduviera fumando puros por los pasillos. Pero ésta y otras historias las reservo para el artículo dedicado a la emocionada «princesa» (que, obviamente, no tiene nada que ver con doña Letizia), en un artículo próximo que les aseguro que va a ser muy bueno y documentado.

Y volvamos al hilo. Masip, como digo, fue a aquella reunión, saludó a los representantes elegidos por el pueblo soberano, y cuando se sentaron para deliberar, le invitaron a que abandonara la sala. «¿Y no puedo quedarme?», preguntó Masip, inocentemente. Le dijeron que no, que de ninguna manera, y el excelente Antonio, que ante todo es una persona bien educada, como destacó Emilio Alarcos en el prólogo a su libro sobre los ilustres personajes que visitaron Oviedo, se marchó calculo que decepcionado.

Empezaban los representantes a debatir sobre la autonomía cuando llaman a la puerta. Le abrió Gerardo Iglesias. «¿Qué quieres?», le preguntó. «La gabardina», explicó Masip. «Es que he olvidado la gabardina». Ni por esas le permitieron quedarse. Eso sí: le devolvieron la gabardina.

Por la misma época surgieron, pues, dos trastos inútiles. El otro fue la Academia de la Lengua Llariega, muy preocupada desde su estado prenatal por tener estatutos, personal burocrático y sede. Todo a cuenta del erario, lo que preocupaba a Juan Luis Rodríguez-Vigil, que muy razonablemente decía que tuvieran cuantos estatutos les viniera en gana, pero ningún otro juguete como sede o personal administrativo que pudiera costar un duro a los contribuyentes. Por su parte, Emilio Barbón desautorizaba que el PSOE imprimiera pasquienes en bable, porque iba a costar mucho más trabajo escribirlos y los iba a leer menos gente.

En cuanto a la autonomía, la actitud del PSOE fue más complaciente, aunque en ningún caso entusiasta. Puri Tomás, por ejemplo, no creía en ella, y la vieja guardia minera, tampoco. Y al pueblo soberano, aquel asunto le traía absolutamente sin cuidado.

El 18 de febrero de 1982, yo publiqué un artículo en LA NUEVA ESPAÑA titulado «Razones y votos» del que me permito reproducir un par de párrafos: «La autonomía asturiana no se apoya en "votos ni razones", ni en tradiciones, ni en la necesidad. A los padres del invento debiera estremecerles la absoluta indiferencia del pueblo asturiano ante este hecho; más, a lo que parece, son partidarios y personajes que viven de espaldas al pueblo y a las necesidades reales de la región a la que simulan representar».

Pero como decía Suso Sanjurjo, persona honesta aunque triste, con aspecto de bailarín de tangos, como las uvas no estaban todavía maduras para que el PSOE gobernara en Madrid, al menos podría hacerlo con facilidad en Asturias. En realidad, eso eran las autonomías en su fase inicial: un premio de consolación, la posibilidad de que quien no podía ser ministro en Madrid fuera consejero en Oviedo o Sevilla.

Para justificarlas, Fernández Ordóñez, aquel tránsfuga de aspecto atormentado (sin duda por el remordimiento de sus escalonados chaqueteos, ya que había sido director general con Franco, ministro con UCD y ministro con el PSOE), aseguraba que evitarían que España se balcanizara, cuando más bien sirvieron para lo contrario, para dar pie e incluso sustentos económicos a los separatistas.

El profesor Santiago Melón, historiador lúcido y riguroso y una de las personas más sensatas que conocí en mi vida, opinaba que el sinsentido autonómico no podía prosperar de ningún modo y acabaría cayendo por sí solo. Mas ¡vaya si prosperó! Aunque, ahora que no hay dinero, a ver cómo lo mantienen. Para los partidos políticos constituía un magnífico botín, que generaba un fuerte clientelismo y les permitía un intervencionismo atosigante en todos los sectores de la sociedad. Esto, naturalmente, sin contar el botín económico, verdaderamente estremecedor.

El primer Gobierno autonómico de Asturias se constituyó en fechas republicanas. El 14 de abril propiamente dicho concedieron el premio «Pulitzer» a John Upkike y, a título póstumo, a Silvia Plath, suicidada diecinueve años antes. Pero los que urdían el invento autonómico con seguridad no se preocupaban aquellos días por la literatura norteamericana, aunque entre ellos se encontraba don Bernardo Fernández, señor muy culto.

Para constituir aquel primer Gobierno fueron necesarias arduas negociaciones. Estaba claro que formaría Gobierno el PSOE y que sería presidido por Rafael Fernández, pero tuvieron que pactar con los comunistas, ofreciéndoles varias carteras, como si se tratara de un Gobierno de verdad.

El 15 de abril encontré en la calle Uría a José Luis García Delgado, antiguo decano de la Facultad de Económicas y rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que había venido a dar una conferencia a Oviedo y se dirigía a la Estación del Norte, escoltado por Juan Luis Rodríguez-Vigil y por un joven economista de bigote llamado Jesús Arango, con quien nunca tuve mucho trato, ya que entre él y yo existe una antipatía mutua e instintiva.

Como soy muy amigo de García Delgado los acompañé a la Estación del Norte, y una vez que hubo partido el tren, Rodríguez-Vigil comentó que algunos tienen agradables cargos (se refería al rectorado de la UIMP) y a otros les toca bailar con la más fea. Rodríguez-Vigil siempre tuvo un alto concepto de su continuado sacrificio en beneficio de la humanidad doliente. Esto le da aspecto de persona continuamente abrumada por el peso de la púrpura. Si le pesó tanto fue porque quiso, porque nadie le obligó a punta de pistola a dedicarse a la política y a ocupar cargos dirigentes.

En cuanto al Gobierno regional, ninguno de los dos soltó prenda. De manera que yo me acosté aquella noche sin intuir siquiera que había recorrido un fragmento de Oviedo en compañía no de dos «ministrables», sino de dos «ministrinos» (como se les llamaría enseguida), del Gobierno regional, dado a conocer al día siguiente, 16 de abril, viernes. Al igual que la España del 14 de abril de 1931 se acostó monárquica y se levantó republicana, según Antonio Machado, los asturianos nos acostamos centralistas el 15 de abril y nos levantamos autonómicos el 16.

El Gobierno (o «gobiernín») estaba presidido por Rafael Fernández, que cuando menos le daba a aquello cierto aire de seriedad, y constituido por Rodríguez-Vigil, Jesús Arango, Bernardo Fernández, Arturo G. de Terán, Emilio Barbón y Antonio Masip, que, habiendo sentado cabeza, ingresó en el PSOE y pasaba de ser secretario de la sección Vallobín-La Argañosa de la agrupación socialista local de Oviedo a consejero: una carrera meteórica.

También dos Zapicos: uno de Laviana y otro, que era «caddy» de topógrafo, hablaba y vestía como Gerardo Iglesias y fumaba puros continuamente. Más que fumar, los masticaba. Zino Davidoff lo hubiera excomulgado. Por fin había en Asturias un Gobierno de izquierdas, se dijo. Bien es cierto que el izquierdismo del PSOE se reducía a pedir la liberación del aborto y a mostrarse contrario al ingreso de España en la OTAN.

Dos de los miembros de este Gobierno, Rodríguez-Vigil y Bernardo, formaban parte de la Cofradía de la Mesa de Asturias, sociedad gastronómica itinerante presidida por Emilio Alarcos. Arturo Cortina la denominaba «la peña», mas al constituirse en gobernantes, dejaron de asistir a las comidas, alegando que sus altas responsabilidades de gobierno les aconsejaban no descender a frivolidades gastronómicas. Debían sentirse como el Papa Clemente y varios obispos del Palmar de Troya, que recibidos por el arzobispo de Sevilla, como éste elogiara la elegancia de sus ropas talares, le contestaron con modestia que no excluía un íntimo orgullo: «Monseñor, es que nosotros también somos monseñores». Aquellos dos, en fin, era consejeros: al cambio, como ministro en Madrid o municipal en Noreña.

La Nueva España · 10 febrero 2009