Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El Palladium, la pantalla del cambio

La sala ovetense nació como cineclub a lo grande y no tardó en convertirse, incluso en el mismo día de su fundación, en el mejor cine de arte y ensayo de España

Siempre que me ve por Oviedo Daniel, el antiguo cabinista del cine Palladium, me saluda muy afectuoso y me pregunta cuándo escribo algo sobre aquel cine legendario. Cómo pasa el tiempo. Daniel está calvo, con el espeso bigote a la mexicana blanco, y le conocí cuando era un crío; pero le gusta salir en los «papeles» tanto como un caramelo. Qué como un caramelo: más que a los ilustres Heradio y Ramiro juntos. En esta ocasión me saluda delante de la Universidad. Suena en ese momento mi teléfono móvil y al otro lado del aire, una dama que me pregunta dónde estoy, se lo digo y pasa a preguntarme quién anda por los alrededores.

–Veo a Martínez el Oscuro con otros dos -digo.

–¡Bah!

Volvamos al Palladium. Sin duda jugó un papel importantísimo durante la transición, pues en las sesiones de preestreno reunía las mayores concentraciones de progres en ejercicio que jamás hubo en Oviedo. Fue la culminación magnífica de un largo proceso que se inició en los cineclubs. Algunos como el Ágora Foto-Cine Club derivaron hacia la fotografía y a la organización de bailes los sábados por la tarde y otros como el universitario acabaron sumiéndoles en su propia reiteración. Las sesiones de cineclub de la Caja de Ahorros eran magníficas, con un ciclo del director mexicano Emilio Fernández y otro de cine neorrealista italiano en el que se proyectaron «No hay paz bajo los olivos», de Giuseppe de Sanctis; «El camino de la esperanza», de Pietro Germi, y la mítica «Arroz amargo», con los imponentes muslazos de Silvana Mangano luciendo en los arrozales.

Nada diré del cineclub de la Alianza Francesa, que era muy bueno, pero la modestia me impide hacerlo (de momento) porque, después de ponerlo en marcha Juan Cueto, lo dirigí yo; y el del Ateneo de Oviedo, que también dirigí yo, era muy malo, por falta de medios y porque Magín Berenguer, que era el factótum durante la presidencia de Prudencio Fernández Pello, despreciaba el cine.

Por el contrario, las sesiones cinematográficas de los domingos por la mañana en el Real Cinema organizadas por Enrique García y patrocinadas por la empresa Mier fueron memorables. De esas sesiones surgió el cine Palladium: con una gran visión comercial y el asesoramiento de Juan Cueto, Enrique García convenció a la empresa Mier de que si se llenaban las sesiones del Real Cinema con películas baratas y aburridísimas los domingos por la mañana, un cine convenientemente especializado podía llenarse durante toda la semana.

Se había inventado por entonces la modalidad de cine y arte y ensayo, en la que se pasaba de matute todo aquello que tenía dificultades con la censura o sencillamente no tenía la menor posibilidad en las salas comerciales. Aunque en esto último, quién sabe, porque la pedantería ya empezaba a extenderse, y gracias a ello «El año pasado en Mariendab», de Alain Resnais, estrenada en Oviedo en el Real Cinema, constituyó un formidable éxito de público. La gente iba a verla aunque sólo fuera para salir diciendo que no había entendido nada.

De aquélla la gente iba a sufrir a los cineclubs, y aguantar plúmbeas proyecciones de películas soviéticas, húngaras o polacas era la manera más cómoda de oponerse al franquismo, pero también la más aburrida. El Palladium nació, por tanto, como un cineclub a lo grande, y no tardó en convertirse, incluso el mismo día de su fundación, en el mejor cine de arte y ensayo de España. Porque en Oviedo hubo muchas de las mejores cosas de España mucho antes de que fuera alcalde Gabino de Lorenzo, que últimamente se ha vuelto progre aunque por los años sesenta debía de andar en otra onda, ya que no era de los asiduos del Palladium.

El Palladium, situado en Pumarín, frente a la parte de atrás del cuartel del Milán, era un cine lujoso y cómodo, con butacas tapizadas de gris con separación entre una fila y otra que permitía estirar las piernas: demasiado cómodas, tal vez, porque la condición de las películas proyectadas incitaba normalmente al sueño. Yo entonces no solía dormirme en los cines, pero reconozco que en alguna película de Antonioni o Wadja era peligroso cerrar los ojos al pestañear, porque se corría el riesgo de volver a abrirlos pasada media hora, o, lo que era peor, que tuviera que despertarle a uno el acomodador para anunciarle que había terminado la película.

Todo el equipo del Palladium era sumamente eficiente, a la altura de la categoría del cine. A la puerta estaba Óscar, alto, distinguido, con los cabellos peinados hacia atrás y una impecable levita digna del portero del hotel Plaza de Madrid: sin duda, el mejor portero de cine que jamás hubo en Oviedo. Óscar era la amabilidad personificada, tranquilo y siempre dispuesto a prestar su ayuda a cualquier espectador que se la requiriera. Los acomodadores eran Samuel y Rogelio, el primero con un cierto aire de Edward G. Robinson, aunque en versión sonriente y fumador de pipa (Robinson lo era de puros), y el segundo más delgado y con un fino bigote recortado sobre el labio superior. Con sus uniformes grises constituían, con Óscar, un equipo inmejorable e insustituible. En la cabina de proyección mandaba Severino, moreno, con comienzos de calvicie, bigote y mucho humor, y su ayudante era Daniel, muy activo y servicial.

Por encima de todos ellos estaba Enrique García, a quien todo el mundo conocía por el «Patatu» y empleado de la empresa Mier, que cuando había a disposición material clandestino, organizaba sesiones de proyección secretas en una salita muy reducida encima de las oficinas de la empresa, en la avenida de Galicia. Gracias a aquellas sesiones habremos visto «El acorazado Potemkin», de Eisenstein, y «Viridiana», de Buñuel, por lo menos setecientas veces.

El Palladium se inauguró con la película «Repulsión», de Roman Polanski. La noche del estreno estábamos todos sentados en nuestras butacas como en misa. Y a la salida, todo el mundo era a sacarle «mensaje» a lo que había visto. Porque una película «de qualité» no era nada si no tenía mensaje. De manera que la cabeza de conejo que llevaba Catherine Deneuve en su bolso de mano debía entenderse que era la cabeza de la hidra de la reacción, o si el que la veía era de izquierdas, la cabeza de Franco, y cosas así. Dado aquel ambiente, yo evité decir que me pareció una película con algunos toques a la manera de Hitchcock y otros toques a la manera de Clouzot, no fuera que me llamaran ignorante.

En los cines de arte y ensayo, y señaladamente en el Palladium, no sólo se veían películas que podían interpretarse en contra del franquismo, aunque estuvieran rodadas en la época del cine mudo, y en favor de la lucha de clases y de la dictadura del proletariado (que era lo que verdaderamente interesaba en aquellos momentos a la progresía: ¡olé!), sino que también se veía más carne que en cualquier otra sala de cine. Confieso que la primera vez que vi, en una película sueca, a una guapa joven sin más ropa que las braguitas manteniendo una larga conversación con una señora vestida de negro, tuve que pellizcarme varias veces, porque no creía lo que veía. Pero el caso más fabuloso de voyeurismo fue el de la película supuestamente didáctica titulada «Helga», en la que se filmaba un parto con todo detalle. La gente se agolpaba no para ver cómo nacía un niño, sino por dónde, y constituyó el mayor éxito del Palladium y uno de los mayores del cinematógrafo en Oviedo. Enrique García organizó el estreno fabulosamente, e incluso dispuso a la entrada de la sala una camilla, un quirófano portátil y un par de enfermeros vestidos de blanco, por si a algún caballero le daba un vahído durante la escena del parto o alguna señora embarazada paría durante la proyección por simpatía.

En el Palladium estrenamos uno de los bodrios de Gonzalo Suárez, titulado «El extraño caso del doctor Fausto». Previamente, Enrique organizó una cena detrás de la pantalla que nos sirvieron de la cafetería, y a la que asistimos, entre otros, Enrique, Juan Cueto y el propio Suárez, que ya por entonces se las daba de genio. Y lo maravilloso del caso es que coló. Por aquel tiempo, yo le enseñé a fumar puros, para que se pareciera un poco a Orson Welles, y si con el tiempo Suárez engordó, fue porque estaba convencido de que los genios tienen que ser gordos, ya que en los años sesenta estaba delgadísimo y con cierto aire a Serrat, pues catalanizaba. Yo hice la presentación de la película y me permití decir, entre otras bobadas, que el cine de Suárez «nos concierne a todos». Cosa de la que se rió durante muchos años, y con razón, Miguel Ángel del Hoyo.

Como el ilustre filósofo don Pedro Caravia había sido compañero de claustro en el instituto de Oviedo de antes de la guerra del padre de Gonzalo Suárez, llamado también Gonzalo Suárez y mejor escritor que el hijo, autor de una divertida novela de aventuras titulada «Ban-go-ko» y de una biografía de Villon, quiso ver la película del retoño. Yo le llevé al cine y, debido a que don Pedro estaba medio ciego, nos sentamos en la primera fila. Luego Cueto y Enrique dijeron que yo había querido matar a don Pedro llevándole al cine, pero quien por poco me mata fue don Pedro a mí, haciéndome ver aquellos absurdos desde la primera fila. Como don Pedro sólo distinguía colores, no se enteró de lo demás y salió muy contento. Decía que los colores eran muy bonitos y que le recordaban a Vermeer.

La sesión estrella del Palladium era la de Año Nuevo, celebrada el 29 o 30 de diciembre de cada año, que empezaba a las diez de la noche y salíamos a las doce de la mañana, del día siguiente. Pasábamos la noche entre documentales de la Alianza Francesa, películas mejicanas de vampiros y de Tom y Jerry, y como número fuerte, alguna película del otro lado del telón de acero, a la que ya todo el mundo llegaba dormido. ¡Tiempos aquellos en los que lo aguantamos todo y encima salíamos contentos!

La Nueva España · 8 diciembre 2008