Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La formación del centro (II)

La complicada ingeniería política de la transición tuvo su director en el asturiano Torcuato Fernández Miranda, que domó las últimas Cortes franquistas y gestó la ley de Reforma Política

Por lo general se admite que la transición fue obra de todos los españoles, pero con predominio de lo que, por llamarlo de algún modo, denominaremos las «fuerzas politizadas y progresistas». No voy a entrar en detalles, ni mucho menos hacer cálculos numéricos. Pero de ser cierta esta afirmación de que los españoles «nos dimos» esta democracia, será preciso calcular qué tanto por cierto de compatriotas participó de alguna manera en tan magnífico parto: ya no digo realizando «alta política», sino buzoneando panfletos, pegando pasquines o simplemente pagando las cuotas de algún partido de la exposición.

Si nos hacemos verdaderamente la pregunta sobre qué ocurría en España en 1974, 1975 y 1976, no va a quedar más remedio que responder que la inmensa mayoría de la población estaba auténticamente alarmada por el irreversible deterioro de la salud del jefe del Estado, y después de su fallecimiento sobre qué pasaría a continuación.

El deseo más generalizado era: «Que no vuelva a haber otra guerra, que no se repita lo de 1936». Razonablemente, no la guerra, sino el más leve intento de sedición hubiese resultado imposible, ya que el ejército, la policía, la judicatura y, en fin, todo el aparato del Estado se encontraban del mismo lado. Por tanto, no quedaba otra solución que esperar a que esa parte que solía ser denominada «los poderes fácticos» moviera ficha.

Lo peor del caso es que ellos tenían el tablero y las fichas. En consecuencia, podían imponer las normas del juego, cosa que felizmente no hicieron, porque tanto desde los sectores más abiertos del franquismo hasta los que se agrupaban en la llamada «oposición democrática» tenían el decidido propósito de resolver aquella situación, por lo menos evitando que entrara en un callejón sin salida. Sentimiento de cambio que era compartido por el «pueblo soberano».

Ahora bien, habría que calcular en qué proporción. Yo calculo que el 90 por ciento del pueblo (que todavía no era «soberano», evidentemente) aportó a la transición su pasividad. Y el restante 10 por ciento podía aportar muchas cosas, pero no lo hacía de manera unitaria, aunque se repitiera muchísimo la palabra «unidad», casi tanto como la palabra «democracia».

Pilar y Alfonso Fernández-Miranda escriben en el libro «Lo que el Rey me ha pedido» que «había dos cosas claras: primera, la necesidad de legitimación democrática mediante la instrumentalización de un cauce para que el pueblo manifestara su voluntad, y segunda, la necesidad de respetar el cauce formal que las leyes fundamentales imponían, porque sólo así se acabaría con la tradición golpista que había presidido hasta entonces los cambios en la historia de España».

No hará falta señalar que esas dos cosas las tenía claras Torcuato Fernández Miranda, y probablemente no muchos más tanto en un bando como en el otro. Me refiero, claro es, a los «poderes fácticos» de un lado y a la «oposición democrática» de otro. Respecto a ésta, es preciso recordar dos cosas:

1) La oposición democrática no disponía de fuerza popular, en la calle, para imponer absolutamente nada. En el mejor de los casos, gozaba de cierta audiencia en algunas cancillerías europeas, ya que entonces, con la URSS todavía en funcionamiento, las democracias no estaban dispuestas a permitir que la situación de España se enquistara, tanto en el sentido de la continuidad del franquismo como en el de una improbabilísima intentona revolucionaria.

2) Los grupos más activos de la «oposición democrática» de ninguna manera aspiraban a una democracia como la que ahora disfrutamos, y que despectivamente denominaban «democracia formal» o «democracia burguesa». Incluso algunos sectores del PSOE ya se adelantaban treinta años a Zapatero hablando de llevar a la práctica el «programa máximo», la dictadura del proletariado, aunque cantando la Internacional en versión socialdemócrata.

En este aspecto, la sensatez del PC, y de manera muy señalada del «eurocomunista» Santiago Carrillo, hizo por la transición mucho más que la demagogia de los supuestos moderados y el utopismo irreal de los partidos de la extrema izquierda (esto es, a la izquierda del PC, aunque en aquella época el PSOE coqueteaba con la idea de estar a la izquierda del PC).

«Lo que el Rey me ha pedido», libro publicado por Plaza & Janés en 1996, relata el complejo y dificultoso proceso de convertir un régimen autoritario sin salida en una democracia parlamentaria formal a través de la figura de uno de sus principales inspiradores y su piloto más evidente, sin caer en la hagiografía, a pesar de la vinculación familiar con él por parte de sus autores, Pilar Fernández-Miranda Lozana y Alfonso Fernández-Miranda Campoamor. Por el contrario, es un libro riguroso y muy bien documentado, que aporta documentos inéditos y anotaciones personales del máximo interés.

Torcuato Fernández Miranda, el protagonista, era un intelectual fino, que había sido rector de la Universidad de Oviedo, con decidida vocación política. A la vista de lo que hay actualmente puede parecer inconcebible que un intelectual verdadero sienta interés por el oficio político. Por otra parte, se considera, a partir de Sartre, que la única posibilidad política del intelectual es desde las banderías de la izquierda. Si se trata de un intelectual de derechas, a lo más que puede aspirar es a ser poeta lunar, rilkista, individualista o formalista, especie furiosamente insultada por Neruda en un poema y que en los paraísos socialistas recibía su merecido con el tiro en la nuca o el internamiento en el campo de concentración.

Con esta falsa idea sobre los «intelectuales de izquierdas» se labró también la transición, con desdén hacia figuras como Manuel Fraga Iribarne o Gonzalo Fernández de la Mora y el encubrimiento de figurones tan dudosos como el Viejo Profesor, que no pasaba de ser un dómine campanudo y hueco, y el pobre Alfonso Guerra, que hoy sería lo que se llama un «intelectual multidisciplinar», ya que descubrió a Mahler viendo una película.

Torcuato Fernández Miranda era, es natural, de otra especie. Riguroso y estricto, su rigor le aproximaba a la abstracción. No es que oscureciera sus escritos si era capaz de entenderlo la cocinera, como aconsejaba D'Ors, pero algún malicioso humorista decía de sus libros que uno de ellos sólo lo entendían Torcuato y Dios, el otro sólo Torcuato y el tercero ni Dios.

Ya en la etapa crepuscular del franquismo, fue nombrado ministro del Movimiento, cartera insólita, ya que hubiera sido más lógico que desempeñara la de Educación. El Movimiento Nacional era un muerto al que sólo quedaba enterrar, y Fernández Miranda propuso el «Movimiento de camisa blanca», para enviar la camisa azul no a la lavandería, que no tenía lavado posible, sino a que la trocearan para hacer retales.

Vicepresidente del Gobierno al producirse el asesinato de Carrero Blanco, una vez más se siguió la norma habitual de este país, tanto en el franquismo como en la democracia, de ignorar al vicepresidente para escoger la solución más inconveniente y grosera.

Fernández Miranda nunca mantuvo buenas relaciones con quien ocupó el puesto que le correspondía, Carlos Arias Navarro, y en algunas anotaciones privadas, siendo como era hombre ponderado, le presenta de manera grotesca y le califica de «cursi».

Donde Fernández Miranda había de dar su talla como estadista y como jurista fue presidiendo las Cortes y el Consejo de Estado. Desde las dos altas instituciones pudo dirigir la maniobra, si no sin dificultades, cuando menos aprovechando muy hábilmente la capacidad de movimientos que se le permitía.

No era hombre apreciado por la clase política franquista, pero gozaba de la confianza de Juan Carlos, de quien había sido preceptor, y esto en más de un aspecto fue suficiente. Y aunque sus antecedentes no eran monárquicos, puede considerársele como el restaurador de la Corona, piedra angular de la democracia que estaba a punto de nacer.

Fernández Miranda confiaba en la Monarquía tanto como el Rey confió en él. Además, estaba avalado por la prudencia que le había caracterizado durante el poco tiempo que ejerció como jefe de gobierno. Como escriben sus biógrafos: «Ejercitaba la paciencia y, asumiendo la realidad, aguardaba a que la marcha de los acontecimientos llevara al príncipe al trono».

Pero los acontecimientos no se presentaban de manera que se pudiera ser optimista. El cambio había de producirse en torno al trono, pero en España no había monárquicos y los obstáculos, desde la izquierda a la derecha, eran poderosos. Fernández Miranda no sólo consiguió domar las últimas Cortes del franquismo, sino que se autodisolvieran, algo que no tiene parangón en la historia moderna.

La ley de Reforma Política es obra de Fernández Miranda fundamentada en el criterio de que «la reforma sólo podía ser un proceso de renovación de la legalidad política y la nueva legitimidad política sólo podía obtenerse desde el principio democrático». En realidad, esto y sólo esto fue la transición: el traslado de una situación anterior a una legitimidad democrática. Era la transición frente a la ruptura.

Por fortuna, los residuos del franquismo, salvo algunos enteramente marginales, entendieron que era la mejor manera posible de salir del callejón sin salida en que quedó España a la muerte de Franco, al igual que una izquierda en la que predominaban personajes capaces de darse cuenta de su debilidad, como González, Carrillo o, en Asturias, Rafael Fernández.

Escalofría pensar ahora qué hubiera sucedido de haber estado al frente del PSOE un iluminado como Zapatero. Pero cada proceso histórico tiene los hombres que requiere, y aquella complicada ingeniería política tuvo su director en un hombre lúcido, riguroso, prudente y tenaz, con las ideas claras, aunque sus libros no lo fueran: un asturiano leal que hizo «lo que el Rey le había pedido».

La Nueva España · 24 noviembre 2008