Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Los años oscuros

La reciente muerte de Herminio Álvarez Iglesias hace recordar a aquellos pocos socialistas de los tiempos duros de la clandestinidad, gente buenísima

Javier Cuervo me sugiere este título (que es un buen título) en la página que dedica al fallecimiento de Herminio Álvarez Iglesias, veterano luchador socialista durante aquellos duros años en los que no cabía otra recompensa que acabar en la cárcel, como Herminio y otros acabaron. Como escribió Avelino Pérez (otro socialista de aquella época), en esa misma página: «Había bastante gente proclive a las ideas socialistas, pero para arrimar el hombro y comprometerse, menos». Ésta fue la triste verdad de la oposición antifranquista hasta bien entrada la década de los años setenta: la gente no quería comprometerse, bien por miedo, bien por conveniencia. Manolo Mondelo, otro socialista de aquellos años de desolación, me contó una historia patética (en el recto sentido de la lengua española de aquello capaz de excitar sentimientos dolorosos, tristes o melancólicos: no en el que se abusa ahora, que parece que patético es sinónimo de grotesco, o, simplemente, no se sabe qué significa). Se había acordado el paro en la mina, y los mineros estaban sentados en los bancos corridos de los vestuarios, sin pasar a cambiarse de ropa. Si todos permanecían sin cambiarse, se aceptaba el paro, pero si alguno cedía y se cambiaba, podía suceder que sólo quedaran secundando el paro muy pocos o ninguno. Después de unos minutos muy tensos, algunos empezaron a entrar en el vestuario; entre ellos, uno a cuyo padre lo habían fusilado y tanto él como su familia lo habían pasado muy mal. Mondelo lo abordó:

–Sí, lo pasamos muy mal -reconoció-, pasamos mucho miedo.

Siguió haciendo como dibujos con el pie sobre el hormigón y al fin entró a ponerse la ropa para entrar en la mina.

Todo aquello era muy triste. Como cuando Paulino, el zapatero de Barredos, me contó que una vez, siendo niño, había visto a los del monte abrir un pañuelo que llevaban cerrado con nudos y repartir las balas que guardaban en él: no más de una docena. Y más triste aún era, si cabe, lo que le oí al comandante Mata: que cada bala costaba tres pesetas de los años cuarenta del pasado siglo. Como para seguir haciendo una guerra de resistencia, y, sin embargo, Mata y los suyos resistieron en Peña Mayor hasta que Indalecio Prieto tocó retirada, como escribe Javier Cuervo. No quedó otro remedio. Después de que se tuvo el convencimiento de que las democracias que habían derrotado al nacionalsocialismo no intervendrían en España («país simpatizante, pero no beligerante», según matizó un jerarca nazi en el curso de un episodio alcohólico-triunfalista, que Curzio Malaparte refiere de manera jocosa en «Kaput»), y en Asturias, después de la matanza del pozo Funeres, no había nada que hacer. O se sacaba a los guerrilleros, o sólo quedaban otras dos posibilidades: que continuaran la lucha y fueran exterminados o que derivaran hacia el bandolerismo y fueran exterminados también. Prieto, cuando menos, no se olvidó de los que resistían en las montañas de Asturias, y a la compleja operación de evacuarlos contribuyó la inteligencia, el buen sentido y la disciplina de sus jefes político y militar, los comandantes Mata y Flórez, respectivamente.

Herminio, aunque no participó en la guerrilla, sirvió de enlace entre los del monte y el valle, y más de una vez les subió comida y noticias, lo que era tan peligroso como estar detrás de una roca, empuñando un fusil. Pero Herminio, hace 30 años, no hablaba de estas cosas, y Paulino el de Barredos hablaba muy poco. La memoria histórica, que entonces no se le hubiera ocurrido plantearse a nadie en su sano juicio, más valía olvidarla. La Guerra Civil, para ellos, había terminado con la muerte de Franco, el último muerto de aquella feroz guerra.

Al enterarme por el artículo de Javier Cuervo en LA NUEVA ESPAÑA del pasado 22 de octubre de la muerte de Herminio, me sorprendieron dos cosas: la primera, que no hubiera muerto ya; la segunda, que solo tuviera 84 años. Le suponía más viejo. Durante la transición estaba un poco alejado de las actividades del partido, debido a su mal estado de salud y a una afección nerviosa, secuela de su paso por las dependencias de la Policía Político-Social. Al lado de otros luchadores de más edad, como Pepe Llagos y Emilio Llaneza, parecía más viejo. Grueso, con gafas grandes de concha, retraído y de movimientos lentos, en los años setenta era una figura del pasado. Las dos o tres veces que estuve con él por aquellos años, habló poco, si es que habló algo.

Herminio era de la Hueria de Carrocera (o la Hueria de San Andrés, como le gustaba decir al comandante Mata, a la manera antigua), localidad encima de El Entrego llamada «la pequeña Rusia». Fue una buena cantera de socialistas y comunistas. De la Hueria era, además de Mata y Herminio, Agustín González, que sucedió a Herminio como secretario del PSOE y cuya labor fue decisiva en la evolución posterior del partido, marcando el sentido del voto de la delegación asturiana al Congreso de Suresnes en favor de los aires renovadores que aportaban los socialistas del interior frente al anquilosamiento de la ejecutiva del exterior, dirigida por Rodolfo Llopis.

La gran actividad política de Herminio Álvarez es anterior a Suresnes. Socialista de solera, por parte de la familia paterna y de la materna, su padre, Rafael Álvarez Arregui, había sido secretario general de las Juventudes Socialistas antes de la Guerra Civil. La familia estuvo represaliada a raíz de los sucesos revolucionarios de Octubre de 1934, y Herminio vivió una temporada refugiado en Francia y Bélgica. De vuelta a España, volvieron a perder la guerra y, fusilado su padre, a él le tocó vivir una posguerra sin cuartel. La guerra había sido sin cuartel, por lo que la posguerra fue también sin cuartel.

A los 17 años entró a trabajar en la mina, llegó pronto a ser picador, y a los 23 perdió un ojo siendo barrenista en el pozo Sotón. Incapacitado para su labor, se hizo joyero. La joyería Álvarez, de El Entrego, era como el taller de zapatero remendón de Paulino en Barredos o como la peluquería de Encarna en Gijón: joyería y relojería, sí, pero también estafeta y, si hacía falta, «casa del pueblo». Emilio Barbón recordaba que la participación de la UGT en la huelga de 1962 fue dirigida desde su despacho de abogado en Pola de Laviana y desde la joyería de Herminio en El Entrego.

Herminio cayó en 1960 y en 1963: de su segundo paso por la Comisaría salió con traumas que le duraron el resto de su vida. Avelino Pérez recuerda en su artículo los nombres de los 16 socialistas encarcelados en «el momento del relevo», como él dice. Entre éstos se encontraban Fernando Cabal, hombre de exquisita discreción; los grandes y veteranos e indesmayables luchadores José Graciano García (Pepe Llagos) y Emilio Llaneza Prieto; Genaro el de la Misa, y me parece que Gelu, a quien Avelino no cita. Gelu era un gran tipo, de rostro colorado y bigote rubio, carnicero de profesión, muy buena, bonísima persona. Si no estuviera escribiendo estas líneas cerca de las dos de la madrugada, llamaría a Pepín el de Latores para confirmarlo. Y Genaro el del bar Niza era un gran barman, grande, enorme, con chaquetilla blanca, tranquilo y bondadoso.

Todos aquellos socialistas eran muy buena gente, no sé cómo pudieron aceptar a mucha calderilla que entró después. Aunque Genaro lo había pasado muy mal en la cárcel, era un hombre confiado, a quien si le pedían dinero con el pretexto de utilizarlo contra el régimen, lo daba sin dudar, aunque la familia (excelente familia) le pedía mayor prudencia.

El Niza fue uno de los lugares fundamentales de la oposición antifranquista de Oviedo y, con el tiempo, de toda Asturias, no sólo de socialistas, aunque, naturalmente, eran los socialistas quienes predominaban. Además, tenía muy buena cocina, platos como la lengua con arvejos y la carne con coles de Bruselas. Charo era maternal con la clientela. Charito era muy guapa (y la otra hermana, casada con el jugador del Real Oviedo Crispi, fina, rubia y monísima), y siempre se podía encontrar, bien en la barra, bien en el comedor, a clientes interesantes. El Niza merece por lo menos un capítulo de esta serie: uno o dos, o los que hagan falta.

Ramón Tamames se refirió con bastante verdad a que los socialistas, después de la Guerra Civil, pasaron cuarenta años de vacaciones. Pero unos pocos, muy pocos, continuaron en la brecha, dando la cara y aguantando el tipo. Entre ellos estaba Herminio. Como eran tan pocos, siempre que caían, eran los mismos. Pero tenían una capacidad casi sobrehumana para volver a ponerse en pie.

Emilio Llaneza, ya muy viejo y medio ciego, seguía repartiendo pasquines a la salida de los partidos de fútbol del Carlos Tartiere. En cierta ocasión, como veía tan mal que solo distinguía sombras, le entregó una octavilla al comisario Ramos en persona, que le dijo con mucha campechanería: «Llaneza, eres incorregible». Entonces ya no metían en la cárcel por repartir octavillas, por lo que el comisario guardó la octavilla en el abrigo, probablemente para archivarla, y siguió su camino.

En 1958 cayeron, entre otros, Amat, delegado de la ejecutiva, y el novelista Luis Martín Santos, el autor de «Tiempo de silencio». Quince o dieciséis años más tarde, cuando las organizaciones socialistas salían de la noche y de la niebla, me pidieron que diera una conferencia en El Entrego sobre novela de posguerra, la novela social o algo por el estilo. Los comunistas organizaban conferencias en sus clubes culturales y los socialistas pretendían hacer lo propio en sus casas del pueblo. Lo de El Entrego era un antiguo lagar, con sus pipas, sus prensas y sus duernos, y, como había pocas sillas, la mayoría de los asistentes estaba de pie. Tratárase de novela de posguerra o de novela social, era inevitable mencionar a Martín Santos, y cuando escuchó su nombre, Pepe Llagos saltó como impulsado por un resorte: «¡Ése sí que tenía narices!», dijo. Y pasó a contarnos que en la cárcel estaba también un cura por un delito de abuso de menores. Para entrar en el comedor tenían que formar y cubrirse, y en cierta ocasión que el cura formaba detrás de Martín Santos, éste, al sentir la mano sobre su hombro, dijo: «Quítame la mano de encima, maricón». Y ahí terminó la conferencia, y los que habían estado en ella pasaron a contar cosas de la cárcel. Fue una de mis mejores conferencias, no lo duden.

La Nueva España · 17 noviembre 2008