Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El camarada Laso

El comunista José María Laso Prieto, hoy enfermo y olvidado, fue un hombre imprescindible en los años de lucha y negociación de la transición a la democracia

Me llega la noticia de que el camarada José María Laso Prieto no está pasando por sus mejores momentos: él mismo lo dio a entender en una carta triste publicada recientemente en este periódico. Yo me pregunto: ¿cómo se puede ser tan rácano con alguien que durante toda su vida lo dio todo por el Partido? Y si escribo «el Partido», a la antigua usanza, es porque, en los tiempos en los que Laso luchaba ilusionada y valerosamente en la clandestinidad, no había otro partido en España, y los que ahora tienen las llaves de «la casa de cristal de la izquierda» (por la que clamaba Azcárate en un mitin del PC en la plaza de toros de Oviedo al comienzo de la transición) entonces estaban de vacaciones (como certeramente afirmó otro comunista de aquélla, Ramón Tamames).

Laso fue un hombre imprescindible de aquellos años de lucha y negociación, y un auténtico lujo de la transición en Oviedo. No porque hubiera ocupado cargos relevantes por aquellos días en el partido, ni se le permitiese el protagonismo que tal vez hubiera merecido. Cuando yo le conocí, actuaba en el comité local de Oviedo, y me parece que de ahí no pasó. Pero era una referencia de carácter político, intelectual y, sobre todo, moral. En este aspecto, nadie puso nunca en cuestión a Laso. Incluso un director de periódico, hombre esquinado y suspicaz, comentaba que le publicaba todos los artículos que le enviaba sin tomarse la molestia de leerlos, porque Laso era tan buena persona y tan caballero que estaba seguro de que no le metería en ningún compromiso con sus densos y eruditos escritos.

Laso es mucho Laso para un vez y, según Juan Benito Argüelles, el mayor erudito que hay en Asturias. Según Gustavo Bueno, su vida es «de luchador, de explorador incesante, un depósito siempre en aumento de ingentes conocimientos enciclopédicos bien organizados, pero a quien las variaciones del mundo no han podido perturbar en su núcleo vital». Añadiendo el ilustre filósofo que, entre las personas a quienes conoce y tiene mayor aprecio y afecto profundo, aplica, mejor que a nadie, a José María Laso la máxima de Marco Aurelio, el emperador estoico: «El Universo, mudanza; la vida, firmeza».

La firmeza de Laso no fue inconveniente para que a su alrededor las cosas cambiaran mucho más de lo que él hubiera deseado. Probablemente el eurocomunismo no era la salida para el Partido Comunista que hubiera propuesto ni defendido, pero como en un momento muy preciso la dirección del Partido ordenó entrar en esa línea Laso la defendió y la acató «por el bien de la causa». Lo mismo sucedió cuando el Partido se desprendió del apellido leninista y cuando, supongo que sin llegar a creérselo del todo, escuchó los ecos del estruendo de la caída del muro de Berlín. No dejó de ser comunista por ello, aunque tuviera que apellidarse «eurocomunista» y ser comunista sin leninismo.

A pesar de todos estos cambios cosméticos, el Partido era el Partido y estaba por encima de todo. El mundo giraba y cambiaba a velocidad de vértigo. Laso intentó comprender la «postmodernidad» y hasta le dedicó una serie de artículos publicados en este periódico. Un esfuerzo intelectual meritorio para un marxista clásico. Como toda Iglesia organizada, con un paraíso (del proletariado) y su infierno capitalista de opresión del hombre por el hombre, con su libro sagrado y su ritual, con sus sacramentos (el más importante, el de la confesión, en la nueva religión llamado «autocrítica») y sus penitencias, con sus sacrificios públicos y compensaciones íntimas, al comunismo no le sentaron bien, una vez institucionalizado, los cambios, las convulsiones y, sobre todo, las revoluciones.

Pero Laso supo adaptarse. El PC tuvo también su Vaticano II, tuvo su Papa dispuesto a soltar lastre en Berlinguer (y Santiago Carrillo, hombre adaptado a los cambios, fue su profeta), y Laso intentó explicarse a sí mismo las razones de todo aquello para luego poder explicárselo a los demás. El afán didáctico de José María Laso no digo que sea superior a su sentido de la militancia, sino que es el complemento y la justificación de su militancia. Militó como quien profesa en una orden religiosa: no para renunciar al mundo, sino para ganarlo después de interpretarlo. Porque el marxismo es un instrumento para explicar el mundo. Así nos lo hacía ver, muy claramente, Gustavo Bueno cuando señalaba desde su cátedra en la Universidad de Oviedo que el marxismo es tan irrenunciable, en cuanto instrumento, como la escolástica.

Lo malo es cuando el instrumento se convierte en fin y toda la teología se reduce a comentarios al instrumento. Laso vio el mundo y la historia a través del instrumento. Como miembro de una orden religiosa de estricta observancia, hizo al menos uno de los tres votos del monacato, el de obediencia. A la pobreza le redujo, me temo, su fidelidad sin fisuras a una causa que al cabo le niega trescientos euros al mes. Supongo que esto no influirá en el recio espíritu comunista y marxista de José María Laso Prieto. Tengo para mí que los comunistas (los verdaderos comunistas) están hechos de una pasta especial, amasada con la renuncia absoluta, y, a cambio de ello, reciben la recompensa de la disciplina. Decía André Malraux, casi maravillado, que no sabía si los comunistas eran disciplinados porque eran comunistas o eran comunistas porque eran disciplinados.

A la disciplina, que es una virtud militar, se añade otra de carácter estoico, la austeridad. ¿Qué puede pensar un comunista de vieja escuela de la defensa del hedonismo delirante de «Juan Orgullo Gay» y otros congéneres hecha por Llamazares y demás comunistas posmodernos? Conocí a comunistas de un puritanismo sin tacha que aceptan el jolgorio sexual porque están convencidos de que con la exaltación del vicio y la jarana permanente el capitalismo acabará cayendo (ya está en ella) en la misma cloaca en que se hundió el Imperio romano. Como en Cuba, que todo fue relajo hasta que «llegó el Comandante y mandó parar», y el «socialismo con pachanga» se fue por el sumidero.

José María Laso escribió, además de infinidad de artículos de carácter doctrinal (también comentarios de actualidad, relatos de viajes, etcétera), una autobiografía que recuerda el título de un libro de Pemán: «De Bilbao a Oviedo pasando por el penal de Burgos». En ella nos cuenta con detalle su vida, empezando (como debe ser en esta clase de libros) por el principio: nació en Bilbao el 8 de diciembre de 1926, en la calle Mena, del proletario barrio de San Francisco. Yo les recomiendo que lean esta obra, editada por Pentalfa en 2002, si quieren averiguar cómo se forja un carácter.

Intelectual antes que hombre de acción, se hizo comunista a fuerza de voluntad y de lecturas. Al igual que Mauricio Thorez, vio en «20.000 leguas de viaje submarino», de Julio Verne, un alegato antiimperialista antes que una novela de aventuras fantásticas. También leyó en la misma clave a Jack London, seguramente teniendo en cuenta que uno de sus cuentos, «La lucha por la vida», fue el último que escuchó Lenin mientras agonizaba. Decidido a hacerse marxista en un país en el que los textos marxistas estaban prohibidos, los intuyó, mejor que los leyó, por un procedimiento ingenioso, leyendo libros escritos principalmente por jesuitas que refutaban al marxismo. Como para refutarlo se reproducían textos, Laso los leía con atención. También adoptaba la posición contraria a lo que los jesuitas, del tipo del P. Quiles, condenaban. Los jesuitas le merecían más confianza a Laso que otros refutadores debido a que estaban más al día y a que poseían cierta solidez intelectual.

El 18 de marzo de 1947 ingresó en el PC. Son demasiados años para que se le haya puesto en cuestión dentro de su partido, de la manera más injusta, cuando en la última escisión, entendida como un divorcio, lo que se discutían no eran cuestiones ideológicas, sino por las llaves de un piso. A qué extremos se llega...

Laso llegó a Oviedo como vendedor de chocolates y aquí quedó. Venía con un prestigio de militante duro, ganado en comisarías y cárceles. Una tarde de Viernes Santo, le interrogaban en una Comisaría. Laso escuchaba a lo lejos los cánticos de una procesión que se acercaba por la calle, en el exterior. Entonces gritó con todas sus fuerzas, esperando que las personas libres que escucharan sus gritos entraran en la Comisaría para rescatarlo. Lo que revela dos constantes del carácter de Laso: su ingenuidad invencible y su confianza indestructible en el pueblo (en lo que desde la Revolución francesa acá se llamó «el soberano», aunque renuncie con demasiada facilidad e incluso cinismo a su soberanía).

En la cárcel empezó a leer a Gramsci por afinidad de situación: es uno de los máximos especialistas mundiales en el pensador italiano. En general, me recuerda a M. Homais, el personaje de «Madame Bovary». Pero el personaje de Flaubert acaba condecorado con la Legión de Honor en tanto que Laso corre el riesgo de quedar olvidado por quienes tanto le deben.

Nota: Sosa Wagner y Antonio Masip me comunican que, a propósito de mi artículo anterior sobre el PSP, Prendes Quirós no resultó elegido diputado: le faltaron unos dos mil votos. Es una lástima, porque un republicano no hubiera estado de más en aquel primer Parlamento, aunque lo de hacerle el homenaje al oso regicida que mató a Favila, que tal vez le sirva de consuelo, no es novedad, sino que ya lo hacía don Nicolás Estévanes cuando estuvo destinado en Cangas de Onís siendo teniente, según relata en sus memorias. También tuve otro despiste garrafal al señalar el consultorio de Corte Zapico como uno de los lugares de reunión de la Coordinadora Democrática. Quienes nos reuníamos en el consultorio de Corte éramos los pocos miembros del PPRA (partido del que les prometo escribir próximamente), cuando no teníamos las reuniones en la casa de Ramón Cavanilles de la calle Cimadevilla. Cavanilles nos ofrecía whisky sin agua, y Corte Zapico, ni agua.

La Nueva España · 13 octubre 2008