Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El referéndum de la reforma

Los partidos de izquierda optaron por la abstención en la consulta del 15 de diciembre de 1976, al exigir que se aprobase primero la amnistía l Santiago Carrillo, detenido con peluca

El proyecto de ley de Reforma Política propuesto por el Gobierno para ser confirmado mediante referéndum fue el gran tema político al que se enfrentó la coordinadora democrática a finales de 1976, y se resolvió decidiendo la abstención desde las filas de la izquierda. En opinión de los partidos integrados en la coordinadora, la amnistía era la condición indispensable para cualquier otro acuerdo con el Gobierno, lo que, naturalmente, era muy razonable y justo. De manera que la posibilidad de diálogo no se normalizó hasta la ley de amnistía de 1977, por la que se determina la amnistía de «todos los actos de intencionalidad política, cualquier que fuera el resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al 15 de diciembre de 1976», ahora puesta en cuestión con la complacencia, cuando no la complicidad, del actual Gobierno. Lo que me produce una sensación de negro pesimismo, que me lleva a pensar que este país no tiene remedio, y, lo que es peor, que aquello por lo que estábamos luchando durante la transición («ejemplar transición» le dijeron en su día antecesores próximos de los que ahora pretenden darle un vuelco), como era, entre otras cosas, la liquidación definitiva de la Guerra Civil, no pasó de ser un adaptación oportunista. No obstante este giro absurdo de la historia, en 1976 se tenía la sensación de que las peticiones de amnistía eran sinceras y se miraba hacia el futuro en lugar de para el pasado, con lo que la página de la Guerra Civil parecía cerrada. Claro que en 1976 nadie imaginaba, ni siquiera como pesadilla, que treinta años después regiría el PSOE alguien como Zapatero.

La fecha del referéndum para sancionar el proyecto de ley de reforma política se fijó el 15 de diciembre de 1976. Razón por la que los días anteriores fueron de mucha actividad. El día 11 por la mañana, para ir preparando el ambiente, y de paso para echar una mano al proceso político, un comando raptó al conocido banquero y presidente del consejo de Estado, Oriol y Urquijo. Inmediatamente, el rapto se atribuyó a ETA, e inmediatamente también se dispararon los rumores y los bulos. Rañada me comentó que aquella tarde, a las cuatro, el presidente Suárez había sufrido un atentado, sin consecuencia. Aquella tarde yo tuve una reunión con el PC de Pumarín, que proponía hacer una campaña conjunta con el PSOE en favor de la abstención, pero el PSOE no aceptó el ofrecimiento, aunque yo lo apoyaba. Ya de noche, al regresar a mi casa sobre las tres de la madrugada, vi a varios muchachos muy jóvenes pegando carteles de la ORT en la calle Melquíades Álvarez, por lo que los avisé de que acababa de ver a Panizo cortejando en la calle Covadonga, a lo que exclamaron: «¡Hostia, Panizo!», recogieron los cubos de goma y la propaganda y salieron corriendo en otra dirección. En aquella pared quedaban los carteles de la ORT recién pegados más otros de una disidencia de falangistas que también predicaba la abstención.

El PSOE se tomó las cosas con más calma que estos grupos marginales, porque hasta el día 12 por la mañana no hubo una reunión para tratar la campaña por la abstención. Se esperaba que los pasquines llegaran de Madrid, pero el día 12 todavía no los habíamos recibido, por lo que Mondelo imprimió unas octavillas en la multicopista del despacho de Vigil; más los de las Juventudes Socialistas se negaron a distribuirlas, alegando que sobre ellos recaía todo el trabajo duro (¡tendrían jeta!) y de paso amenazaron con una moción de censura al comité local. Lo que pasaba en el PSOE de aquella no pasaba en ningún otro partido. Finalmente, Posada y el hijo de Longinos se dispusieron a distribuir un mazo de octavillas y cuando las colocaban en los establecimientos del Alsa, fueron detenidos por la Policía armada y trasladados a la «lechera» (los coches policiales de color blanco, en los que patrullaban varios «grises» y un policía social de paisano), aparcada ante el Sanatorio Girón. Los «grises» estaban confusos, pero el «social» se puso algo «gallo» y les preguntó a los detenidos cuánto les pagaban; como éstos le constaron que nada, el policía respondió: «Eso es mentira, porque si a mí no me pagan, no detengo a nadie».

El día 13 se confirmó que el secuestro de Oriol y Urquijo se debía al Grapo, que pedía para su liberación la puesta en libertad de militantes encarcelados de ETA y FRAP. «Todos comen de la misma sopa», comentaba en la tertulia de la calle del Rosal el profesor Santiago Melón, testigo implacable, irónico y lúcido de aquellas jornadas. Y el día 14 empezaron las prisas en el PSOE. Como había muy poca gente, y mucha menos decidida a dar la cara, salieron a pegar carteles los de siempre, y entre ellos el veterano Leonardo Velasco, un viejo minero silicótico y valiente, que jamás escurría el bulto. Le detuvieron, porque a causa de sus menguadas facultades físicas no podía correr cuando se presentaba la Policía, pero a la media hora estaba de nuevo en la calle y pegando los carteles con la escoba mojada en un cubo lleno de goma. Oviedo fue ocupado por el frenesí político. Incluso los de Fuerza Nueva hicieron campaña, lanzando volatinas del «no» desde un automóvil cubierto con la bandera roja y negra y la bandera nacional sobresaliendo de una ventanilla.

La Policía los detuvo porque con tanta bandera no tenía visibilidad y constituían un peligro. Yo vi a dos señoras en el Fontán, rubias de peluquería, trajes de chaqueta, bien vestidas y con zapatos bajos, dedicadas a arrancar los carteles de la coordinadora democrática pidiendo la abstención. Les llamé la atención, una intentó descararse, pero la otra la contuvo. Por la noche se distribuyó un documento abstencionistas firmado por Pedro Caravia, Gustavo Bueno, Pedro Quirós, Vigil, Antonio Masip, Álvaro Galmés de Fuentes, Lombardía, Fernando Alba y otros menos sonoros, y conforme avanzaba la noche hubo profusión de carteles, pegatinas y volatinas; incluso se pegaron algunos carteles sobre las capotas de los coches, lo que no dejaba de ser una gamberrada. Suárez habló por la televisión, intentando razonar el voto afirmativo. Fue la primera vez que un jefe de gobierno en España utilizaba la «caja tonta» para explicar algo, y no para dar consejos paternales como Franco o para amenazar como Arias Navarro. Como luego sería habitual en él, estaba serio y tenso. No le faltaban motivos: si aparecía el cadáver de Oriol, todo aquello se iría al traste.

El 15 de diciembre fue un día frío y gris, con niebla. Era miércoles, y si no hubiera sido porque la radio y la televisión bombardeaban constantemente anunciando que reinaba la tranquilidad, no nos hubiéramos enterado de que nos encontrábamos en jornada electoral. En la caja de ahorros colocaron un panel gigantesco para tener al pueblo puntualmente informado de la marcha del negocio, pero causó mayor sensación su dimensión que lo que comunicaba. Bajo él había aparcado un coche de la Policía armada, por si las moscas. Naturalmente, no fui a votar, y por la noche, Ramón Rañada me dijo, mientras tomábamos una copa, que a las 9 se había hecho el recuento de un 57% de votos afirmativos. Era de esperar, porque el Gobierno había contado con todos los medios para hacer propaganda de la participación, en tanto que la oposición sólo disponía de las paredes. Pero el resultado definitivo fue bastante más contundente. Votó el 79% del pueblo, con un 2% de votos negativos y un 3% en blanco. Mal resultado para la oposición. El Gobierno dispuso de 1.300 millones de pesetas para la campaña mientras la oposición contaba con diez duros para sprays y escobas, y la posibilidad de que quienes hacían las pintadas fueran detenidos o interrumpidos por la Policía, aunque enseguida los dejara en libertad. Los que recibieron un buen revolcón fueron los extremistas de derechas, que no obtuvieron más que un dos por ciento de votos de rechazo al proyecto, aunque habían hecho una campaña activa, con la mayor impunidad.

Tan sólo en las cuatro provincias gallegas, las Vascongadas, Cataluña (con la excepción de Gerona), Navarra, Santander, Madrid, Ceuta, Melilla, Tenerife y Asturias votó menos del 80 por ciento de la población. Algo era algo, aunque era preciso tener en cuenta que los motivos de la abstención no eran los mismos en las Vascongadas o Cataluña, que en Asturias o Madrid o que en Ceuta y Melilla. Nos consolamos repitiendo que el Gobierno no había jugado limpio porque hizo una campaña apabullante en defensa de sus intereses (que es lo que hace cualquier gobierno, pero la mayoría de nosotros todavía no había caído del guindo) y era evidente que el panorama político todavía no se había perfilado salvo en el sentido de que el español acostumbra a ponerse de parte de quien manda, como más tarde demostraría con creces. Tampoco se sabía todavía quién era quién, aunque algunos a quienes se conocía de sobra, como Blas Piñar y José Antonio Girón, evidenciaron su escasa capacidad de convocatoria. Pero cuando se trataba de armar lío, aquellos tarzanes no se echaban atrás. El 20 de diciembre, Torcuato Fernández-Miranda fue abucheado por los del «búnker» (así se llamaba a la extrema derecha, sin que a sus miembros les pareciera demasiado mal, dentro de un orden en el que les parecía mal todo) a la salida del funeral por Carrero Blanco. Los de la «camisa vieja» manifestaban su rechazo a las camisas blancas. Y unos días más tarde, Santiago Carrillo fue detenido con peluca y todo. La maniobra fue muy hábil, porque se dio la noticia al 23, un día que todo el mundo compra el periódico por la lista de la lotería de Navidad. Con este motivo se produjeron manifestaciones de protesta en Oviedo y Gijón, y aunque el dirigente y sus acompañantes, entre ellos Simón Sánchez Montero, pasaron el día 25 en la enfermería de la cárcel de Carabanchel, no creo que le concedieran tanta importancia a la Navidad como para que les doliera pasarla entre rejas. Al cambio, aquella detención significaba que la situación se estaba normalizando. No tardó Carrillo en volver a la calle, ya sin necesidad de peluca. Por cierto, tenía poco pelo, y como suele ser frecuente entre los medio calvos, un peine sobresalía del bolsillo superior de su chaqueta.

La Nueva España · 6 octubre 2008