Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Tribuna Ciudadana,
la cultura democrática

La entidad conoció momentos brillantes en el Oviedo de la transición al ser un intento serio e ilustrado de aglutinar a la sociedad civil y darle «la paz y la palabra»

En aquellos a los que nos estamos refiriendo en esta serie se entendía que la cultura era privilegio exclusivo de la izquierda, lo mismo que la revolución y la razón. Sólo por ser de izquierdas se tenía razón y se era, de paso, culto. Razón por la que un conocido hostelero y poeta, que se consideraba más poeta que hostelero, aunque entre pitos y flautas no era ninguna de las dos cosas, cuando la «gauche divine» local llenaba su chiringo, solía decir, deslumbrado: «Ahí están los intelectuales», con parecido arrobamiento al de Agustín Lara cuando mencionaba «la crema de la intelectualidá». Y confundiendo a la «gauche divine» con el Olimpo (pues conocía a algunos de ellos, como a «Cagos Bagal», en su faceta de editor), solía decir que si los poetas del 50 eran los dioses (o tal vez semidioses, ya que coqueteaban de ateíllos), él sería Ganimedes, el copero de Zeus. Estos poetas se vincularían mucho a Oviedo en la época más fetén de la transición gracias a Tribuna Ciudadana, pronunciando conferencias y dando recitales, alguno de ellos memorable, como aquel que recuerda Javier Neira en el teatro Campoamor, en el que tres o cuatro ejemplares evocaban el sábado que perdieron el tren, pero no el del domingo, sino incluso el del lunes.

La izquierda barría literalmente en el ámbito cultural, o de la «cultureta», que era la «culturilla» pasada por la «gauche divine», y lo consiguió como por milagro, porque aquellos «inteleztuales» eran capaces de cualquier cosa, salvo leer un libro. Antes que malgastar la vista sobre letra impresa preferirían ir a sufrir al cineclub o escuchar al cantautor de turno. Los primeros en aceptar esta situación fueron los biempensantes de derechas, que de considerar nefasto el pernicioso vicio de pensar y los libros cosas de «rojos», los «rojos» se hicieron con este terreno y sin ninguna dificultad y, lo que es más maravilloso, sin necesidad de leer un solo libro. De ahí viene uno de los motivos del acusado complejo de inferioridad de la derecha, que sigue convencida de que la democracia y la cultura son patrimonio de la izquierda, y de esa burra no hay quien los baje, por mucho que Rajoy ahora se haya rodeado de un gineceo para ser el dirigente del centro izquierda español.

Bien es verdad que la cultura de izquierdas resultaba plúmbea y previsible. Los marxistas de fotomatón aburrían a las piedras de querer sacarle la punta a todo, a la larga, e incluso más bien a la corta, resultaba cargante. El Club Cultural de la calle Palacio Valdés, en el último piso de un inmueble de muchísimas escaleras, tenía más de tapadera y de sección local de los departamentos de «agitprop» que de un local en el que hubiera debate y un sentido, no ya libre, sino siquiera agradable de la cultura. Por allí pululaba el siniestro y zafio saco de resentimientos que tan informado está actualmente de las fiestas de las que no le invitan junto al sombrío sindicalista de CC OO que al pasarse de manera desvergonzada a UGT labró su fortuna, pues se le ascendió desde la portería al despacho principal. Aquélla era la «era de los prodigios», en la que un conserje llegó a director general, y otro que se disfrazaba de obispo por los carnavales, en el pueblo al que había caído de carrilano, a presidir las procesiones al lado del arzobispo. Todo parecía al alcance de la mano, como al final de la Rusia zarista, donde el Estado andaba por los suelos, y lo recogió el primero en agacharse. Por aquel tiempo, como escribió el poeta Aquilino Duque, exigían divorcio los seglares, matrimonio los curas, ser guapos los feos y libertades los stalinistas.

En el aspecto cultural, se esperaban grandes cosas, y el rimbombante y campanudo Viejo Profesor auguraba en los años setenta o primeros ochenta que se alcanzaría nueva edad de oro, una vez se hubieran digerido «los zumos de la libertad». Tampoco aquí acertó aquel pedante, ya que cada vez se escribe peor, se hace cine más adocenado, se confunde el folclore con los Coros y Danzas del anterior régimen y se trivializa la cultura de tanto citarla sin venir a cuento, en tanto que el fútbol, multiplicado por cincuenta mil con respecto al que usaba el franquismo para atosigamiento de la población, ya ha dejado de ser «opio del pueblo» para poder convertirse en la única manifestación colectiva en la que no resulta «políticamente incorrecto» sacar la bandera española y decir España. Los grandes talentos literarios que preveía don Enrique son los mismos de hace treinta años, sólo que ahora escriben novelas policiacas.

En la actualidad, que sólo hay cultura oficial, cuando no subvencionada, tal vez se entienda con demasiada claridad la situación de los últimos tiempos del franquismo y primeros de la transición en que había una cultura real y otra cultura oficial totalmente divorciada. Aquilino Duque resumía la situación del siguiente modo: «Si la cultura oficial se la reparten los burócratas conformistas sin que nadie se moleste en disputársela, la cultura real está acaparada por una santa hermandad compuesta de marxistas ortodoxos y herejes sadomasoquistas, con un séquito de liberales atemorizados y fascistas arrepentidos. En lo más alto de la pirámide, supremo vínculo entre ambas culturas, se yergue el Tribunal de Orden Público que, cuando algún miembro u órgano de la cultura real se descantilla en demasía, impone sanciones consistentes por lo común en multas de cuantía variable, retirada del pasaporte por unos meses o suspensión de la publicación periódica, por unos meses también». Esta situación se fue aclarando a raíz del acontecimiento más importante de la historia moderna de España, la muerte («en su cama», como lamentan los que hicieron tan poco para derrocarle) del general Franco. A partir de entonces, la situación cultural se liberalizó, sobre todo por vía del sexto mandamiento (estreno de «Equus», revistas del tipo de «El Papus», y cosas así), pero no se aclaró. A aclarar las cosas contribuyó en Oviedo de manera considerable la organización cívico-cultural Tribuna Ciudadana.

Si Tribuna Ciudadana funcionó tan eficazmente durante más de treinta años se debe a que carecía de aparato, de burocracia e incluso de local social. Era una organización sumamente simple y efectiva, compuesta por su fundador y presidente, Juan Benito Argüelles, que oficiaba de «relaciones públicas», su esposa, Lola F. Lucio, y el impagable José María Laso Prieto, luchador antifranquista de los de verdad (de los que conocieron cárceles y persecuciones varias), teórico marxista, comunista de vocación y acción y, según Juan Benito, el mayor erudito que hay en Asturias. Laso es un sabio en un sentido enciclopédico, pues no sólo sabe muchas cosas, sino que las sabe por kilos y kilómetros, hasta el punto de convertirse, en sus conversaciones apasionadas que tienden a veces al monólogo, en una enciclopedia andante. Lo mismo puede hablar de cristalografía que de la cuestión social entre los sumerios, que imaginamos sería peliaguda. En Tribuna Ciudadana era insustituible, porque animaba todos los coloquios, aunque el conferenciante hubiera disertado sobre las cuestiones más recónditas. Por eso se le designaba no sólo presentador oficial de los conferenciantes, sino su acompañante en las programadas visitas a las emisoras de radio y a los estudios de televisión, antes de llevarle a comer a un restaurante de categoría, a Casa Conrado. Y para que la factura de la comida no fuera gravada por el puro que al bueno de Laso le gusta fumar después de comer, llevaba en su inseparable cartera un farias. Así paseó Laso a incontables conferenciantes por Oviedo hasta que cierto día, un futuro premio Nobel incivil, tal vez abrumado por su dialéctica, amenazó con ponerle de revisor del Transiberiano. Temo que esa grosería inició el declive de la actividad de Laso en Tribuna.

Sobre la historia de Tribuna Ciudadana ha escrito Lola F. Lucio un libro hermoso y bien documentado: «De Tigres, Tribunas y Círculos». Su prehistoria se encuentra en las cenas del Fontán, que se celebraban en un bar de la calle Magdalena, aunque con vistas a la plaza por la parte de atrás. Juan Benito Argüelles, o JB, uno de los grandes lujos de Oviedo, afrancesado impenitente, enseñaba francés a sus alumnos haciéndoles cantar «La Marsellesa». A él se debe la Alianza Francesa de Oviedo, y después, Tribuna Ciudadana, a la que Lola Lucio dio todo su entusiasmo y todo su amor, que compartía con JB. Bajo este triunvirato, Tribuna conoció momentos muy brillantes. Consiguieron llenar las salas de conferencias en una época en que las conferencias estaban de capa caída, pero, sobre todo, Tribuna constituyó, durante la transición, un intento serio e ilustrado de aglutinar la población civil ovetense, y darle «la paz y la palabra».

La Nueva España · 15 septiembre 2008