Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El centro inexistente pero necesario

A la muerte de Franco era conveniente que un grupo prestigioso de ciudadanos saliera en defensa del sistema parlamentario y de libertades públicas que se iba a implantar

En la actualidad las tendencias políticas en España están perfectamente definidas: la extrema izquierda está representada por el PSOE, pese a la supervivencia de algunos grupos residuales como el liderado por el lamentable Llamazares, que pudiéramos denominar PSOE Bis; los antiguos franquistas, con la excepción de algunos que se situaron (muy bien, por lo demás) en el PSOE, y los liberales, dos especies difíciles de compaginar, pero no queda otro remedio, confluyen en el PP; y en torno a ellos, como en los mapas antiguos, la inscripción: «Aquí, leones», para significar que no hay ya nada civilizado.

Los separatistas, de aspecto nebuloso, constituyen, no obstante, un grupo muy compacto, sean vascuences, catalanes o gallegos, y su doble discurso les permite acomodarse muy bien a los intereses de la extrema izquierda: en el aspecto político son radicales, complacientes con el terrorismo cuando no instigadores, y cuando el terrorismo sacude el árbol, ellos recogen las nueces, pero en el económico y en el social son extremadamente conservadores: la carcunda pura, los empresarios y los sacristanes beneficiados por unos pistoleros que se presentan como los luchadores por la libertad de su pueblo. Y lo que no deja de resultar extraordinario es que el discurso de estos matones, que no excluye términos ampulosos como liberación y socialismo, coincide con la retórica de la extrema izquierda, además de una estrategia común de finalidad antiespañola.

Por todos estos motivos, nos da la sensación de que un gobernante radical como Zapatero se siente más identificado y tal vez más cómodo en el contexto ideológico del separatismo (aunque sea puro barniz), que en el de la derecha más o menos tradicional representada por el PP. Dada esta relación de fuerzas, es muy peligroso para los dos partidos mayoritarios, para el que se nutre de la extrema izquierda y del separatismo posibilista o desengañado, y para el que acoge a toda la «derechona» española, pretender el «centro». Porque, ¿qué es el centro? Además de una evidencia geométrica, en la práctica política el centro no existe. La izquierda siempre ha hecho gala de mucha desfachatez en estas cuestiones, y puede calificarse como «centro izquierda», aunque su política, en algunos aspectos, sea decididamente radical, en tanto que la «derechona», aquejada desde tiempo inmemorial de mala conciencia y complejo de inferioridad, se empeña en ser democrática, no por convencimiento, sino para que la extrema izquierda, que de democrática tiene mucho menos, la acepte como tal. Así, el PSOE mantiene su discurso izquierdoso, en tanto que el PP se empeña en presentarse como más «progre» de lo que es. Al cabo, todas estas operaciones de «lavado de imagen» y «marketing» se reducen a introducir novedades en las costumbres, que, como es sabido, nunca se han conseguido modificar por decreto ley, al menos hasta ahora. De este modo, el PSOE se instaura en bastión del homosexualismo y del aborto, esto es, del «socialismo con pachanga», que Fidel Castro toleró hasta medio segundo después de que pudo prescindir de él, y el PP, confundiendo una vez más la velocidad con el tocino, entiende que pregonando a los cuatro vientos que aupó al cargo de secretaria general a una madre soltera ya ha hecho la revolución sexual. Por lo menos se dieron cuenta de que la televisión, tanto la estatal como la privada, están dispuestas a demostrar que lo único que preocupa a los españoles es el sexo y, en Asturias, las carreras de Fernando Alonso.

Éste es el panorama, poco estimulante, por cierto. Pero a la muerte de Franco era todavía peor. Hacía falta que un partido o cuando menos un grupo de ciudadanos prestigiosos saliera en defensa del sistema parlamentario y de libertades públicas y privadas que, gustara o no, era por el que nos íbamos a regir. El régimen de Franco había insistido de manera machacona en desprestigiar el sistema democrático, en lo que, como en tantas otras cosas, coincidía con el socialismo: de manera que, al menos hasta la visita de Eisenhower, las democracias occidentales eran tan poco recomendables como el régimen soviético. Luego, el «agitprop» franquista varió un poco la retórica, aunque sin renunciar a la fijación antidemocrática y, sobre todo, antiliberal para un franquista «comm'il faut», un liberal era tan peligroso como un comunista, aparte que tanto uno como otro comían de la misma sopa (según la atinada apreciación de algunos cavernícolas clarividentes), y a ambos podía calificárseles como a «rojos» irrecuperables. Una parienta mía, mujer de convencimientos firmes, aunque poco sutiles, solía calificar a Salvador de Madariaga de «rojo peligroso» y de «comunista».

En realidad, el franquismo dejaba poco espacio para los distingos. Todo el mundo que se oponía al régimen era «comunista». Ahí no había otra opción. Pero el verdadero enemigo no era el comunismo. Un dictador autócrata como Franco tenía que sentirse más en su elemento con un dictador totalitario como Stalin que entre gobernantes democráticos de tendencia liberal. Hago esta precisión de la «tendencia liberal» porque «democracia» puede ser cualquier cosa y cualquier dictadura puede ser «democrática»: la del régimen anterior era la «democracia orgánica», y la siniestra dictadura que imperaba en la zona oriental de Alemania, al otro lado del Telón de Acero, era la República Democrática Alemana. En consecuencia, decir «democracia» o «democrático» es decir poca cosa o no decir nada. Más preciso es el término liberal, ya que al menos implica desacuerdo con ciertas modalidades políticas sumamente desaconsejables. Ya en el siglo XVIII, Jovellanos distinguía entre el «liberalismo» y la «democracia», y él siempre se mostró más partidario de la libertad dentro de un orden, a la manera inglesa, que del gobierno del pueblo en medio del mayor desorden, a la manera de la Revolución Francesa. Esta revolución, que fue acogida con entusiasmo en toda Europa entre las gentes ilustradas (que en gran medida habían contribuido a su estallido), no tardó en decepcionar a algunos como Burke o Jovellanos, o como a los grandes poetas ingleses Wordsworth y Coleridge, que empezaron expresando grandes ideales y terminaron siendo tan reaccionarios, para su bien y el de la poesía universal.

En la España actual no se diferencia entre la «libertad» y la «democracia»: se pretende hacer creer que es lo mismo, y no es lo mismo, y a veces ni parecido. Bajo el franquismo era peor. Tanto la «democracia» como el liberalismo eran cosas de «rojos».

El canónigo don Cesáreo Rodríguez y García Loredo, formidable martillo de herejes y autor de obras como «El esfuerzo medular del krausismo contra la obra gigante de Menéndez Pelayo» y «Franco, rey», arremetía en sus clases de Religión en la Universidad de Oviedo contra «el impío Voltaire» y don Miguel de Unamuno, pero nunca contra Marx o contra Sartre, que era entonces el autor de moda. De éste decía que no se le debía leer ni para refutarle, en alusión a un libro antisartriano escrito por el también canónigo y también profesor de la Universidad de Oviedo don Rafael Somohano. A la vista de lo que sucedió posteriormente, don Cesáreo, aunque de manera muy exagerada, daba en el clavo. Contra lo que arremetía el franquismo era contra el liberalismo, exactamente igual que si se tratara del socialismo real. En aquella época, las cosas estaban muy confusas, pero al menos en el franquismo había una cosa clara: que el régimen no era liberal, y en eso coincidía con el socialismo, fuera «democrático» o totalitario (en realidad, y según la terminología clásica del PSOE, el socialismo democrático sirve para poner en práctica el «programa mínimo», en tanto que el «programa máximo» requiere un paso adelante, que no es otra cosa que el socialismo totalitario). De manera que para la Policía político-social todos eran comunistas, aunque para los ideólogos del franquismo los verdaderamente peligrosos eran los liberales.

Por aquel entonces, la izquierda admitía aliados, vinieran de donde fuera, y cualquier cosa les parecía buena para combatir al régimen. Alfonso Selgas, que había pasado un año en la cárcel por distribuir propaganda considerada como «ilegal», volvió cantando canciones catalanas medievales, como si fueran «O bella ciao» o «La Internacional». Farfullar vaguedades en catalán o bautizar al hijo con nombre vasco se consideraban acciones de gran calado revolucionario. Tuvo que caer de la burra el cantante Luis Llach, que afirmó que hablar catalán no libraba a nadie de ser fascista.

Yo no recuerdo, de mis contactos con grupos de la oposición al régimen, que se mencionara una sola vez el parlamentarismo, si no era con la adjetivación despectiva de «democracia burguesa», e inmediatamente se pasaba a hablar de otra cosa, de la revolución o de la huelga general. Si alguien hablaba de una democracia como la de Francia o Italia, no digamos de la de los Estados Unidos, se reían de él. Esto, por la banda izquierda. Por la de estribor, se resolvía el expediente considerando a la democracia como cosa del infierno. Y estando como estábamos destinados a una «democracia», alguien tenía que ponerla en marcha a la muerte del dictador. Entonces el PSOE no existía, y su ideología, en cualquier caso, era tan poco liberal como la del régimen que se desmoronaba. Así surgió la idea del centro político, bajo la forma de Unión de Centro Democrático (UCD), que encauzó la transición apelando al centro. Aunque no creo que lo que dio resultado con Suárez vaya a darlo con Rajoy, cuarto de siglo después. En el próximo artículo me referiré al centro en Asturias, donde hubo figuras de gran talla, como Barthe Aza, Vega Escandón, Alonso Vega o García Pumarino.

La Nueva España · 7 julio 2008