Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Don Pedro Caravia y el Senado

El filósofo era un liberal clásico, con su ramalazo conservador, al que lo que más le desagradaba del franquismo era su zafiedad

En el Oviedo de los años previos a la transición todavía había algunas personas muy notables e influyentes que habían sido institucionistas en su época de estudiantes, en los años veinte o treinta. Entre otros, el pintor Paulino Vicente, el ingeniero Julio Gavito, el catedrático de Derecho Internacional Luis Sela Sampil, el filólogo Lorenzo Rodríguez Castellanos, la catedrática de Literatura Adela Palacio Gros. A estos últimos, que eran matrimonio, los traté muy próximamente: eran personas buenísimas, de convencimientos liberales y republicanos, y apoyaron a la oposición antifranquista, en el aspecto económico, mucho más que otros que a toro pasado se las dieron de antifranquistas de toda la vida. En cuanto a Paulino Vicente, en una de las reuniones para constituir la Asociación de Amigos de Asturias, alguien propuso su nombre, que fue inmediatamente rechazado por quienes aseguraron que se trataba de un señor de derechas. Respecto a Julio Gavito, supongo que sería un liberal, pero veraneaba en mi pueblo, donde predominaban los franquistas irredentos, y no parecía incómodo de tener tratos con ellos. Digo yo que no le apetecería complicarse la vida, y hacía bien. Don Luis Sela, de quien se susurraba que era masón, fue el primer presidente de la Alianza Francesa, una de las poquísimas instituciones ovetenses verdaderamente independientes de los años sesenta y setenta. Le sucedió en la presidencia don Pedro Caravia, catedrático de Filosofía en el Instituto Alfonso II y el hombre con más fama de institucionista de la ciudad. Sin embargo, nunca había cursado estudios en la institución y en el aspecto filosófico no tenía nada de krausista, sino que era un orteguiano declarado. El temible canónigo don Cesáreo Rodríguez Loredo arremetió contra él en su obra enorme «El esfuerzo medular del krausismo contra la obra gigante de Menéndez y Pelayo», denunciando que hay «un catedrático en nuestra ciudad que no es de la Universidad que sigue la "cara vía" de Ortega», y don Pedro, que cuando creía tener razón no se detenía ni arrugaba, le llevó a los tribunales. También era seguidor del idealismo alemán, y cuando pudo volver a leer, después de una operación de cataratas, me confesó que leía a Leibniz de nuevo con verdadera fascinación. Consideraba que su mejor trabajo en materia filosófica fue una conferencia sobre Berkeley dictada en Gijón, a la que asistió media docena de personas (número que constataba con amargura). Hombre de excelente gusto literario, no sentía ningún interés por el marxismo. En la Universidad de Madrid había tenido como profesor a Julián Besteiro, pero no se consideraba discípulo suyo.

–Don Julián -decía- era un kantiano. No tenía nada de marxista. Además, en mis tiempos, apenas iba a clase, debido a sus ocupaciones políticas.

En sus clases del instituto hablaba tanto de filosofía como de literatura. En materia literaria, su criterio era muy amplio: solía afirmar que la psicología de las novelas de Simenon era tan profunda como la de Dostoievski: en lo que acertaba de pleno. En cierta ocasión le propusieron explicar filosofía en la Universidad a cambio de que se aviniera a seguir un método escolástico. A lo que el viejo orteguiano se limitó a ponerse el sombrero y salir sin decir palabra. Opinaba que en una Facultad de Letras, en la que la mayoría de los alumnos seguirían estudios lingüísticos o literarios, era indispensable explicar a Dilthey. Debo a don Pedro Caravia las primeras lecturas de Dilthey, Conrad y Simenon. Si no le debiera muchas más cosas, sólo por esos tres descubrimientos mi agradecimiento no tendría límites.

Los jueves a mediodía un grupo de estudiantes de Bachillerato nos reuníamos en torno a él en el bar Casa Bango, en el Fontán. Algunos como Juan Luis Vigil, Manuel de la Cera, Antonio Masip o yo no éramos alumnos del instituto, sino del Colegio de los Dominicos. Don Pedro hablaba y hablaba, y nosotros notábamos que con sus palabras se abría un mundo nuevo y maravilloso. También nos invitaba a vino blanco y pinchos de tortilla. Todo corría de su cuenta aquellas mañanas inolvidables e irrepetibles.

Don Pedro era un liberal clásico y, como buen liberal, tenía su ramalazo conservador. Asimismo, como buen liberal, no era tolerante, y en ocasiones se mostraba colérico. Naturalmente, era antifranquista, pero lo que más le desagradaba de aquel régimen era la zafiedad. Solía referirse a «la paz del cementerio» y también nos hablaba con elogio de «Los grandes comentarios bajo la luna» de Bernanos: «Miren ustedes, se trataba de un escritor católico militante, que no tuvo inconveniente, pese a sus iniciales simpatías por el alzamiento, de denunciar los crímenes del franquismo en Mallorca». Hombre de principios, admiraba a los hombres de principios, el coraje, el sentido del honor y el valor personal. Esos valores ahora en decadencia.

En cierta ocasión, el joven e inquieto canónigo don Eliseo Gallo (contra quien don Cesáreo, su compañero de cabildo y martillo de herejes, había escrito un extenso libro refutando las herejías que había advertido en algunos artículos de don Eliseo, publicados en el diario «Región») le preguntó a don Pedro si el clero de «La Regenta» era tan malo como lo retrataba Clarín y si el clero actual no mejoraba a aquellos canónigos intrigantes y malévolos.

–El clero actual hace bueno al clero de «La Regenta» -fue la escueta respuesta de don Pedro.

Siempre llevaba la pipa en la mano, aunque raramente la encendía. Cuando salía al campo, sacaba un libro: no para leer, porque le parecía impropio leer en el campo, sino porque un libro acompaña. Diariamente paseaba a su hijo Perico. El canónigo Emilio Olavarri solía decir: «Don Pedro será de los primeros en entrar en el reino de Dios Padre, sólo por la ternura que demuestra hacia su hijo».

En las primeras elecciones democráticas aceptó formar parte de la candidatura del PSOE al Senado. No era muy consecuente con su postura liberal insobornable, pero con toda seguridad don Pedro opinaba que, como en el poema de Cavafis «Esperando a los bárbaros», los socialistas eran una solución, después de todo. En aquellos primeros tiempos después de la muerte de Franco, la derecha todavía no sabía si debía seguir siendo franquista o ensayar alguna otra salida. Por la izquierda, el terreno parecía copado por el PC, que por aquellos días era «el partido» por «antonomasia», no había otro, de manera que cuando se hablaba de partidos políticos, implícitamente se hacía referencia al comunista. Sus mayores propagandistas eran la Policía y la prensa del régimen»: siempre que tenían que referirse a alguna persona o movimiento de oposición le colgaban el cartel de «comunista». Y en cuanto al tinglado de la Unión de Centro Democrático montado por Suárez, presentaba un aspecto demasiado provisional como para que pudiera ser una solución a largo plazo. Lo que, sin embargo, no fue inconveniente para que bajo el Gobierno «centrista», a pesar de la medrosidad y del entreguismo de Suárez, hubiera en España el período de mayores libertades privadas de la historia reciente.

Puestos a hacer algo y a elegir, en 1975 o 1976, el PSOE era la posibilidad más honorable de cuantas había por entonces en el mapa político español. El partido salía de un largo período de hibernación y apenas era muy poco más que unas siglas, pero don Pedro recordaba los tiempos de su juventud y que había respetado a Indalecio Prieto, a quien le gustaba repetir que «era socialista a fuer de liberal». El PSOE, por su parte, tenía dificultades para confeccionar sus listas para las primeras elecciones generales. Para el Congreso enviaron desde Madrid el refuerzo de Luis Gómez Llorente, un orador laico de ademanes e inflexiones eclesiásticas, elocuente y demagogo» para mí, que aquel hombre, decidido a ser orador, pero no encontrando otro lugar donde estudiar oratoria, la había aprendido en las iglesias durante los cultos de Semana Santa. En lo que se refiere al Senado, cuyas listas eran abiertas (como deben ser en una democracia), había que hilar muy fino. Se propuso una candidatura en la que figuraban Rafael Fernández, el notario Rosales (que había ganado fama de demócrata por haber escrito el nombre de Riego en una pipa durante una espicha) y, como faltaba el tercer candidato, Vigil fue a buscar a su viejo maestro don Pedro Caravia, y éste, sorprendentemente, aceptó. Lo llevaron a un mitin de Luis Gómez Llorente y don Pedro salió muy contento: «Vale para la oratoria mitinera y para la parlamentaria», dictaminó. Pero a los pocos días se enteró por el periódico de que se había negociado otra candidatura para el Senado y su nombre no aparecía por ninguna parte. Tan sólo Rafael Fernández lo llamó por teléfono, asegurándole que Felipe González le escribiría una carta personal, dándole las explicaciones pertinentes. Mas, como era de esperar, González no le escribió y ni siquiera Vigil fue a pedirle disculpas. Esto era lo que más lamentaba don Pedro, porque apreciaba verdaderamente a Vigil. Pero la timidez de Vigil lo lleva a comportarse de manera imprevisible incluso en momentos importantes.

La Nueva España · 7 abril 2008