Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El teatro (II)

El Teatro Español Universitario sacó a Juanjo Otegui y a Pedro Civera, pero lo impulsaron más Linos Fidalgo y Carlos Álvarez

Había más ambiente teatral en Gijón que en Oviedo. Quiero decir, grupos de teatro, entendidos la mayor parte de las veces como focos de una rudimentaria y muy voluntarista «agitación cultural». En los locales del grupo «Gesto» también se daban conferencias, y yo recuerdo haber dado una sobre el dinero en la poesía medieval castellana. Como se entendía que la economía no podía ser de otro modo que más o menos marxista, valía todo, y en la poesía del Arcipreste de Hita, sin ir más lejos, había versos de verdadera celebración del dinero que, a la vez, podían interpretarse en un sentido crítico, como el famoso poema sobre «la propiedat que el dinero ha». Aunque al bueno del arcipreste, que reparaba en que incluso el que no tiene manos quiere coger dineros, todo aquel nacimiento de una burguesía mercader y activa le parecía muy bien. Todo lo contrario que a los lejanísimos hijos de los sucesores de la burguesía, que hacían todo lo que estaba a su alcance para abolir un mundo que firme y trabajosamente se había asentado desde la Edad Media y que no era otro que el de la Europa occidental en que vivíamos. Por el gusto de aquellas minorías descontentas se hubiera hecho de inmediato la revolución purificadora y arrasadora. Por fortuna, y con el tiempo, el poder corruptor del dinero desvaneció aquellos sueños entre la izquierda organizada, a pesar de que la burguesía empezó a ponérselas a los supuestos revolucionarios como a Fernando VII le ponían las bolas de billar, porque, a cambio de ganancia, es capaz de vender la cuerda con la que tal vez la terminen ahorcando. Ésta era, en esencia, «la propiedat que el dinero ha». Al cabo, la derecha española quedó sorprendidísima de lo comprensivos que eran los «rojos» en materia de dinero.

Hubo una época en la que se iba a dar conferencias a las cuencas mineras o a Gijón como verdaderos actos de militancia antifranquista. Gustavo Bueno, Juan Cueto y no muchos más no tenían inconveniente en desplazarse adonde los llamaran, con riesgos y pagando los gastos de sus bolsillos. En la organización de estas actividades se mostraba muy activo lo que puede denominarse «el grupo de la «Caja de Ahorros», al que pertenecían Ramón Iglesias, Remigio, Ángel Díaz del Valle y otro sujeto, posteriormente despreciable, a quien no menciono por no manchar este artículo. En cierta ocasión, Remigio me llevó en su coche a dar una conferencia a La Felguera, en unos bajos enormes en los que se apiñaba el auditorio de una manera que a mí me recordaba las escenas finales de «M» de Fritz Lang. Eran vísperas de Navidad, y durante el viaje escuchamos un villancico por la radio: «En el portalín de piedra». Su autor, me comentó Remigio, era un chaval de Mieres llamado Víctor Manuel. A ver si sentaba cabeza, añadió, porque su canción anterior era un elogio bastante baboso del general Franco titulado «Un gran hombre». De estas conferencias seguramente surgió, años más tarde, el Club Cultural de Oviedo, que mantuvo una eficaz labor contra el régimen en el terreno cultural.

Ya me he referido en un artículo anterior a una representación que se suponía «a la manera de Artaud» en el Ateneo de Gijón. El lugar de reunión de al menos una parte de la «progresía» gijonesa era la cafetería Costa Verde, cerca del Muro. Su propietario se llamaba Emilio: era alto, pálido, muy flaco, budista y de pocas palabras. Muy serio. Estudiaba Filosofía y Letras como alumno libre en Oviedo, y yo le conocí a través de Miguel Ángel del Hoyo. A veces iba por allí Rúa, con sus jerseys oscuros de cuello cerrado y sus ademanes de santón laico. Había sido profesor de Latín en la Universidad de Oviedo, hasta que le echaron de manera arbitraria. Castresana, el catedrático de la asignatura, latinista sonriente que a veces nos contaba en clase que en su juventud había sido violinista en los cafés de París, lamentó aquella intromisión policial en las actividades académicas, pero, lamentablemente, no estuvo a la altura de las circunstancias. Y es que por aquellos días el único catedrático que daba la cara era Gustavo Bueno. Rúa hablaba como el oráculo y, como anarquista de tradición y temperamento, desconfiaba de los comunistas.

En cuanto al teatro, había grupos más o menos dispersos, y en Oviedo se hacían representaciones teatrales en los colegios como una especie de antesala al TEU (Teatro Español Universitario), del que en Oviedo salieron algunos actores importantes, como Juanjo Otegui (una de cuyas primeras interpretaciones magistrales fue asistir disfrazado de bramán, con una toalla a modo de turbante, a una clase de Religión de don Cesáreo) y Pedro Civera. Aunque quienes verdaderamente impulsaron el teatro universitario y lo sacaron de la Universidad fueron Linos Fidalgo y Carlos Álvarez.

En los colegios, si eran de chicos, se representaban invariablemente «Escuadra hacia la muerte», de Alfonso Sastre, y «Huracán sobre el Caine», de Herman Wouk, cuyo reparto era exclusivamente masculino. En la representación de esta última obra, en la que Vigil podía haber hecho perfectamente el papel de capitán, pero, por desgracia, no lo hizo, Ávila interpretaba al fiscal y Rafael Sariego al abogado defensor. Sariego siempre fue hombre meticuloso. Como había visto la versión cinematográfica de Edward Dmytryk, en la que José Ferrer interpretaba el papel del abogado defensor con un brazo en cabestrillo porque había tenido un accidente de automóvil, él subió al escenario con el brazo también en cabestrillo. En otra ocasión que se representó una obra de los hermanos Álvarez Quintero, el papel de la indispensable chica fue asumido por una alumna de las Dominicas llamada Guiomar, a quien casi medio siglo más tarde reencontré en el comedor de Casa Ezequiel de Villamanín haciendo la sobremesa con un grupo numeroso de asturianos ruidosos y cantantes. Saludos, Guiomar.

Ya en la Universidad, en las sesiones de «teatro estudio», el panorama se ampliaba a «La camisa», de Lauro Olmo, y «El tintero», de Carlos Muñiz. Otros autores anhelados, como Bertolt Bretch, eran prohibitivos: no porque los prohibiera la censura, sino por los derechos que pretendía cobrar por su representación la Sociedad de Autores. La Sociedad General de Autores de España fue la institución más represiva en el aspecto cultural que jamás hubo en este país: mucho más que las delegaciones locales del Ministerio de Información y Turismo. Y ahora sigue lo mismo que bajo el franquismo. En cuanto se representó en la Alianza Francesa «El cepillo de dientes», del dramaturgo chileno y buen amigo Jorge Díaz, aunque el autor nos había cedido sus derechos, la Sociedad de Autores se obstinó en cobrarlos, pues no podía renunciar a la parte de botín que le correspondía por su innecesaria labor intermediaria.

Al tiempo, se insinuaban algunos dramaturgos locales. El más persistente fue Javier Villanueva. Ramón Sánchez-Ocaña hizo sus pinitos con una obra titulada «El hombrero», que trataba de un hombre a quien trasplantaban la cabeza de otro, mucho antes de que se adivinase la existencia de un cirujano sudafricano llamado Barnard y, naturalmente, el trasplantado cambiaba en todo. Acaso de esta época de precursor de los trasplantes le venga su actual dedicación a los temas médicos.

El incidente teatral más ruidoso de que fui testigo tuvo su origen en la representación de «Los cuernos de don Friolera», de don Ramón del Valle-Inclán, por el grupo de teatro del Ateneo de Oviedo, bajo la dirección de Julio Rodríguez, otro histórico del teatro en Asturias. Julio Rodríguez, Etelvino Vázquez y otros recogían la brillante actividad de años antes, cuando Linos Fidalgo, por ejemplo, interpretó el monólogo de «Oh, los días felices», de Samuel Beckett, en la Caja de Ahorros de Oviedo, y también las dificultades de la censura de obras como «Un sabor a miel», de Selagh Delaghney, que hubo de ser ensayada, poco menos que clandestinamente, en el teatro del Colegio de los Dominicos gracias al padre Inciarte, un dominico ilustrado y al día de lo que sucedía en el mundo cultural, que había adquirido cierta notoriedad porque tiempo atrás pronunció una conferencia sobre Ortega y Gasset en la Universidad. A la Policía político-social no le gustó la representación de «Los cuernos de don Friolera», pero, harta de hacer el ridículo en ese campo, le pasó la patata caliente ni más ni menos que a la jurisdicción militar, que inexplicablemente entró al trapo. Se le achacaba, aparte de que en el Ejército español no hay cornudos, la presencia sobre el escenario de un actor con guerrera de oficial y una bandera española, ambas con evidente intención denigratoria, por lo que se envió desde Valladolid a Oviedo a un oficial jurídico-militar para que instruyera el caso. Por aquel entonces, el presidente del Ateneo era Prudencio Fernández Pello, y yo pertenecía a la directiva. En la reunión extraordinaria de la directiva, convocada por este motivo, casi cundió el pánico, y Magín Berenguer, hombre, por lo general, ecuánime y liberal, se puso a vociferar que quien ofendía a la bandera ofendía a su madre. Afortunadamente, también pertenecía a aquella directiva el teniente coronel Hernández, de la Guardia Civil y excelente ajedrecista, el cual consideró que se trataba de una chiquillada y procuró quitarle hierro al asunto, entrevistándose «de militar a militar» con el oficial jurídico, a quien llevamos a cenar a Marchica. Asimismo, Fernández Pello me encargó que redactara un pliego de descargo, en el que hice constar que «Los cuernos de don Friolera» no era obra de ningún autor ruso, sino de un gran clásico de la literatura española como don Ramón María del Valle-Inclán, y tampoco era una obra prohibida, sino que podía adquirirse en la popular Colección Austral a módico precio. No sé si este argumento se habrá tenido en cuenta. Al final, el asunto se redujo a un buen susto para Julio Rodríguez y sus animosos intérpretes, y la justicia militar se dio por satisfecha con las explicaciones que se dieron sobre las utilizaciones de los símbolos patrios: la guerrera pertenecía a uno de los actores que había hecho las Milicias Universitarias como oficial de complemento, y en cuanto a la bandera, no estaba en el escenario con propósito injurioso, sino para tapar un hueco.

La Nueva España · 24 marzo 2008