Ignacio Gracia Noriega
El teatro
Las pesadísimas sesiones de «teatro estudio» de hace 40 años eran tan aburridas como bienintencionadas, con escenarios despojados y actores gesticulantes y desmesurados
La otra noche enchufé el televisor a altas horas porque vi anunciada la película «Cuna de héroes», de John Ford, una obra épica y sentimental de una época en la que todavía había valores en el mundo. La madrugada es el destierro al que se condena el buen cine. Un programa pedante llamado «La Mandrágora», previo a «Cuna de héroes», estaba dedicada al teatro modernísimo, al del «dernier cri». De manera que como La 2 a estas horas es tan impuntual en su programación como TeleTini a cualquier hora, me armé de paciencia para esperar «Cuna de héroes» y de paso enterarme de qué va el gran teatro presente contemporáneo. Por una parte, se pusieron escenas de una obra desarrollada en un país asolado por el sida (gran modernidad, sí señor) en el que una mujer iba a ser lapidada, y se entrevistó a un dramaturgo siciliano con barba de tres días que vive en Toulouse, y que decía las mismas cosas y, por las muestras, hacía el mismo teatro que Javier Villanueva en Oviedo hace cuarenta años. Apagué el televisor y me fui para la cama.
Es buena desgracia que Javier Villanueva o Etelvino Vázquez no sean sicilianos para triunfar plenamente. Porque, a pesar de lo muchísimo que se habla en «este país» de cultura, municipal y subvencionada, en materia cultural exportable España es un cero a la izquierda.
Este teatro de escenarios despojados (más bien porque había poco presupuesto), de actores en camiseta gesticulantes y desmesurados y con barba de dos o tres días, y con muchas pretensiones críticas y redentoras, me recordó las pesadísimas sesiones de «teatro estudio» de hace cuarenta años, tan aburridas como bienintencionadas, y que no tenían nada que envidiar a las no menos plúmbeas sesiones de cineclub con películas de más allá del telón de acero en blanco y negro y versión original.
Confieso que tuve poca relación con el teatro, que siempre me pareció aburrido e irreal. No puede ser de otro modo, por mucho que se empeñen los directores de escenas en evitarlo. Si se nos dice que la acción se desarrolla en el desierto del Sahara y suenan los pasos de los actores sobre la madera de las tablas en lugar de amortiguarse en la arena, como debiera, se nos van las ilusiones saharianas. De manera que prefiero leer teatro a ver teatro. Naturalmente, hay que leer a Shakespeare, pero también a Esquilo, Sófocles, Eurípides, Calderón de la Barca, Racine, y tal vez a pocos más.
En mis años jóvenes se había inventando la modalidad del «teatro leído», que ahorraba muchos rompederos de cabeza y toda la «puesta en escena». Por todo «atrezzo» bastaba con un flexo delante de cada actor. Cuando había varios actores en escena, mantenían sus flexos encendidos; cuando alguno hacía mutis, apagaba el flexo. Así dirigí «La dama del Alba», de Casona, en el Casino de mi pueblo, y más tarde, en la Universidad, «Ligazón», de Valle-Inclán, más que nada porque me gustaba una de las actrices-lectoras, aunque la obra no llegó a representarse ni conseguí que la lectora me hiciera caso, y «Casa de muñecas», de Ibsen, en la residencia universitaria de las Pelayas. Al estar arropado con tanta «experiencia», Gustavo Bueno me propuso que montáramos «Galileo Galilei» en el Aula Magna de la Universidad. Problemas con el vestuario, no había. Los ropajes de los cardenales serían las togas de los catedráticos. Mayor problema presentaba el texto. No es que no hubiera traducción española de la obra de Bretch: la había en Losada. Pero la Sociedad de Autores, que siempre fue un instrumento represivo, coactivo y contrario a la libertad de expresión, nos cobraba un dineral por representarla. Por lo que se recurrió a Rúa, que era profesor auxiliar de Latín, para que la tradujera del alemán. La obra, como es natural, no pudo hacerse, por imposibilidad material. Bretch no era obstáculo suficiente, pues, unos años antes, el TEU de Oviedo pretendió poner en escena «El divino impaciente», de José María Pemán, y el delegado de Información y Turismo, el sinuoso Aleda, dijo que antes permitía representar a Bretch que una burla a Pemán.
La censura ejercida por la delegación del ministerio de Información era obstáculo y no era obstáculo. Como todas las censuras, era arbitraria. Hubo un delegado llamado Enrique Santín, un perfecto chaquetero que luego se pasó a UCD, y otro, el último, Francisco Serrano Castilla, un granadino que siempre se calificaba como «asturiano» con fuerte acento granadino y que lucía unas corbatas esplendorosamente extravagantes, muy destacadas por Ávila cada vez que tenía que escribir algo sobre él. Serrano Castilla era un buen hombre, educado y afectuoso, que se ponía triste cuando tenía que prohibir algo: todo lo contrario que Alejandro Fernández Sordo y Enrique Santín, dos tipos de cuidado, a quienes no hubiera sido recomendable comprarles un coche viejo, por si las moscas.
Las oficinas de Información y Turismo se encontraban en la calle Melquíades Álvarez, en el mismo edificio que el Ateneo. De manera que los directivos del Ateneo teníamos con los censores cierta familiaridad. El censor itinerante, por así decirlo, era el comandante Arturo, que había sido seminarista, alférez provisional (y continuando en el Ejército, alcanzó el grado de comandante), maestro de escuela, policía y finalmente censor, y a pesar de todo ello, muy buena persona. En la época que yo dirigía la parte cultural de la Alianza Francesa, en la calle Santa Cruz, los ensayos de las obras de teatro se hacían en la buhardilla, a la que no llegaba el ascensor. Había que subir por lo menos un par de pisos a pie. Un funcionario de Información y Turismo tenía que visitar los ensayos, pero el comandante Arturo procuraba hacer lo que en el lenguaje militar se denomina «escaquearse», alegando que estaba del corazón y no le convenía subir escaleras. De este modo «coló» una obra-espectáculo sobre la guerra de Vietnam preparada por el dramaturgo Miguel Signes, que residía en Oviedo porque su mujer, Carmen Codoñer, era catedrática de Latín en la Universidad, y en esta obra demostró Francisco Julio Sánchez sus grandes cualidades de historión representando al presidente Johnson. La obra dio bastante que hablar y fue motivo para que, a partir de ella, los de Información y Turismo se volvieran más rigurosos. Un par de años o tres más tarde, el grupo de teatro de la Alianza puso en escena «El jardín de los cerezos», de Chéjov, por lo que hube de ir a pedir el preceptivo permiso.
–¿Es qué sólo hay autores rusos que escriban teatro? -me preguntó Arturo.
Y aunque yo le aseguré que Chéjov nunca había sido comunista, y que lo más probable era que de haber vivido en la época de la revolución hubiera tenido que escapar, Arturo no las tenía todas consigo. Todavía se acordaba de la obra sobre Vietnam. Por lo que le invité a que se acerca una tarde a presenciar los ensayos. Subimos al ascensor, que se detuvo dos pisos antes de las buhardillas.
-¡Ay! -exclamó Arturo, liando un pitillo de «caldo» y mirando hacia las escaleras -Tú lo que quieres es matarme.Le aseguré que no era ésa mi intención, sino tranquilizarle en el sentido de que «El jardín de los cerezos» no contenía atisbos de propaganda comunista ni de inmoralidad (dos cosas, comunismo e inmoralidad, que en opinión de los censores siempre iban unidas). Y aunque Arturo no subió a inspeccionar los ensayos, «El jardín de los cerezos» se representó al pie de la letra de Chéjov, sin el más mínimo atisbo de comunismo ni de inmoralidad.
Más complicada fue la representación de «Los dos verdugos», de Fernando Arrabal, hecho en el Ateneo de Oviedo por Carlos Álvarez y Linos Fidalgo. Al final de la obra, el personaje de Carlos Álvarez era torturado y sacado en volandas sobre el público: un efecto dramático de mucho «gancho» y «modernidad». Entre el público, cómo no, se encontraba disimulado un famoso policía de lo político social, que solía disfrazarse de estudiante poniéndose una chaqueta del Colegio Mayor San Gregorio y que le susurró a Carlos cuando pasó ante él:
–Así te vamos a dejar cuando te echemos el guante.
La censura, como toda actividad arbitraria, era imprevisible. Había un montaje de Manuel Maluenda con textos de Artaud y Bretch, en el que, al final, unas mozas aparecían desnudas, esto es, en biquini. Se prohibió su representación en el Ateneo de Oviedo, pero se permitió en el de Gijón. El espectáculo resultó un poco ridículo: los actores se quitaban la ropa, la arrojaban al público y luego se desparraman por el patio de butacas, haciendo gestos amenazadores a los que estábamos sentados y a uno de los espectadores incluso le quitaron un zapato. De acuerdo con la intencionalidad de la obra, en la que resultaba imprescindible la «participación» del público, aquel espectador tenía que haberse levantado y por lo menos abofetear a quien le había arrebatado el zapato: de este modo se pondría el «espectáculo» en marcha. Pero el espectador no participó, sino que se quedó muy quieto, procurando que no le quitaran el otro zapato. Y así naufragó aquella animosa representación, digna de mejor causa. Los actores siguieron expresándose por medio de gestos con los dedos de las manos crispados y onomatopeyas, y cuando consideraron que ya habían interpretado suficientemente a Artaud, recogieron sus ropas, se vistieron y se fueron.
La Nueva España · 10 marzo 2008