Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El pudin y los riñones
vuelven a casa por Navidad

Charles Dickens, en la novela gastronómica «Los papeles póstumos del Club Pickwick», retrata la felicidad de la vida confortable y la alegría de comer viandas abundantes como los filandones de antaño

No podemos permitir que pase el año 2012, bicentenario del nacimiento de Charles Dickens (1812- 1870), sin dedicar un recuerdo a «Los papeles póstumos del Club Pickwick», una de esas escasas novelas en las que se respira en cada página la alegría de vivir y, seguramente, la mejor novela gastronómica que se ha escrito. No le quito mérito a otras, pero sólo veo otra novela que retrate como esta la felicidad de la vida confortable, el buen rollo burgués, la alegría y el don de comer viandas abundantísimas regadas con buenos vinos, cervezas y aguardientes de las más variadas composiciones y procedencias, me refiero a «El amigo Fritz», obra de dos entrañables escritores franceses de la raya del Rin, Émile Erckmann y Alexandre Chatrian, quienes, aunque no disfrutan ni por aproximación del prestigio de Dickens, son autores de novelas deliciosas que alegran y sosiegan, como «El ilustre doctor Matheus», o la serie épica sobre las andanzas de un quinto cojo que combate en Waterloo. Dickens tampoco rehuyó la épica porque como novelista totaliza el universo. Un caso de novelista prodigioso como el suyo sólo encuentra como puntos de referencia a Balzac y a Tolstoi: todo lo demás está por debajo. Sus novelas fueron popularísimas durante siglo y medio, y si ahora no se leen tanto como debieran, eso pierde la actual humanidad posmoderna y electrónica. Dickens describió con precisión de reportero y con imaginación fabulosa una sociedad terrible de suburbios, fábricas, instituciones filantrópicas feroces, cárceles, orfanatos, alcoholismo, hipocresía, miseria física y moral, pero ese mundo sórdido no es ajeno a la generosidad, a la alegría, al sacrificio, a los afectos, al optimismo, a la esperanza, y él lo observó de manera implacable, pero sin ocultar sus aspectos amables y amando a sus personajes y a la vida. De su visita a las tremendas escuelas públicas de Yorkshire surge «Nicholas Nicklely»: aquella enseñanza brutal, que él califica «de poca moralidad», no es suficiente para anular la vitalidad del protagonista. Dickens es de los raros autores que comprenden que el mundo está mal hecho, pero busca la manera de reconciliarse con él. Denunciando las lacras sociales consiguió que se reparara en ellas y en algunos casos se resolvieran. Sus «Cuentos de Navidad» eran lectura indispensable por estas fechas.

Muchos de estos cuentos son sórdidos o angustiosos y se desarrollan en lugares tétricos, pero el desenlace es luminoso y feliz. La Navidad posee tal poder poético y mágico que ablanda el endurecido corazón de un avaro o hace realidad cuento de hadas junto a las pantuflas, la chimenea y el fuego del hogar. Yo recomiendo a mis lectores que lean cuando menos un cuento de Navidad con motivo de estas fiestas; tienen tiempo hasta Reyes. En el siglo XIX se escribía más largo que ahora, que estamos agobiados por falta de espacio, y se le llama «cuento» a un relato de dos o tres páginas. Cada cuento navideño de Dickens tiene más de cien páginas, hoy lo llamaríamos «novela corta». Estos cuentos han descrito toda la escenografía y el ambiente navideños: el frío, las luces de las calles bajo la niebla, los interiores iluminados y caldeados, el contraste entre las calles ateridas y el hogar confortable, el tañido de las campanas, la mesa puesta, el vino en las jarras, los cubiertos de trinchar al alcance del anfitrión y presidiendo el pavo. San Francisco de Asís armando el primer nacimiento y Dickens contando sus «Cuentos de Navidad» son los dos santos patronos de la Navidad cristiana.

«Los papeles póstumos del Club Pickwick» es una novela extensa y amable, que se puede leer corno un cuento de Navidad (aunque algunos de sus capítulos se desarrollen en verano) y como cuento de liadas. Relata las andanzas de un reducido grupo de caballeros encantadores, entusiastas y un tanto insensatos: el enamoradizo Mr. Tracy Tupman, el poeta Augusto Snodgrass, el «sportman» (muy malo, por cierto) Nathaniel Winkle y el presidente del club, el incombustible y un pelín pedante Mr. Samuel Pickwick, que recorren infatigablemente en permanentes «viajes de cercanías» la risueña Inglaterra, con vagos propósitos eruditos y recopilatorios, participando en disparatadas aventuras, deshaciendo entuertos y comiendo admirablemente en las mesas de las posadas, en las excursiones campestres, en las casas de particulares de buena voluntad que los invitan. La novela empezó publicándose por entregas en 1836. Estaba previsto que el texto sirviera de comentado a unos dibujos cómicos, primero, debidos a Roben Seymour y, tras el suicidio de éste, H. K. Browne se encargó de los dibujos cuando debido al éxito eran ilustraciones de texto, que pasó a ser lo principal. A partir de la sexta entrega, Dickens introduce al criado SamWeller y, gracias a este personaje, la aceptación es apoteósica (también el antagonista. Mr. Pickwick, tiene su criado, Job Tortter). Llegaron a comparar a Mr. Pickwick con Don Quijote (y a Sam Weller con Sancho), aunque los parecidos entre ambas novelas son más de orden estructural: tanto «El Quijote» como «Mr. Pickwick» son novelas «abiertas», de episodios independientes entre sí, a los que dan unidad los personajes protagonistas, y tanto en la novela de Cervantes como en la de Dickens se introducen cuentos y novelas ajenos a la acción principal. Pero en lo demás, entre un hidalgo manchego del siglo XVI y un burgués londinense del siglo XIX, son mayores las distancias que los parecidos. Si aceptamos a «Pickwick» como novela cervantista, también podemos señalarla como precursora de las «road movie».

Pues en «Mr. Pickwick» las diligencias, los coches de punto, los postillones, los conductores, los mozos de mesón están en continuo movimiento. Los interiores de las posadas son confortables (ningún parecido con las terribles descritas por Jovellanos). Dentro aguarda un buen fuego en la chimenea y una buena copa de aguardiente mientras se prepara la cena. Las cenas, lo mismo que cualquier otra comida, han de ser abundantes. Se come mucho y muy bien, dentro de unas limitaciones culinarias que conceden mayor importancia a los productos cárnicos. Se desayuna jamón cocido con huevos y café; un menú frecuente de las posadas es aves con setas y lenguado. En El León Azul ofrecen empanadas, fiambres, filetes, aves, «todo muy abundante». Una merienda campestre consta de langosta, ternera, jamón, pollo, escabeche, salsa y pastel, regados con vino. En el banquete con motivo del partido de cricket entre los de Muggleton y Dingle Dell se consumen «torrentes de cerveza, filetes de buena carne, asado de cerdo, riñones asados, fiambres y bocadillos en abundancia». Las rivalidades políticas en Eatanwill terminan en la gran borrachera, pero no se le echa la culpa al vino, sino al salmón (y en otro cuento de Dickens, al queso). El autor reflexiona: «La tendencia a disculpar al vino es tan antigua como la bebida». En una casa donde las viandas son escasas los invitados veteranos se apresuran a tomar posiciones para entrarlos primeros en el comedor. Todo el mundo es consciente de la importancia de comer y beber. Pickwick, viajando en diligencia una noche de invierno, no se separa durante el viaje del barril con las ostras y del bacalao y Bob Sawyer va a comprar él mismo las bebidas, no sea que el mozo de la bodega las lleve a una dirección equivocada.

Estamos en el tiempo del pudin de Navidad (digamos el Christmas pudding, ahora que el país está en trance de «anglosajonizarse») que hacía las delicias de los tres grandes Samueles de las letras inglesas: Pepys, Johnson y Picicwick. El pudin es inseparable de los riñones, cuya grasa le otorga sabor y consistencia. Es indiferente que el riñón sea de buey o ternera. Los otros ingredientes son la miga de pan, las pasas (de Esmirna y de Corinto, imprescindible), la leche, el coco rallado, canela, limones, nuez moscada, seis o siete huevos y dos vasos de ron o aguardiente. Con esta mezcla, el pavo asado y oyendo cantar «Navidades blancas» a Bing Crosby, tenemos la Navidad completa No olviden los «anglosajonizantes» que un plato que está desapareciendo de nuestros restaurantes corno los riñones es el plato nacional inglés. ¡Qué sería de nosotros si no fuera por los magníficos riñones al jerez que sirven en El Dorado y en El Puente de Ciudad Naranco!

La Nueva España · 29 diciembre 2012