Ignacio Gracia Noriega
A la salida de la ópera,
tertulia y gastronomía
Cenar después del teatro evita el apresuramiento de hacerlo antes de la representación
«Turandot», la ópera de Puccini, es un maravilloso cuento oriental que, como todos los cuentos verdaderamente buenos, está a punto de ser una tragedia y acaba... como un cuento. Las «Mil y una noches» admiten escenografías chinas, como en «Aladlno» (a fin de cuentas, se trata del Extremo Oriente), pero el meollo de la solución de los enigmas es anterior, con doble vertiente bíblica y clásica (los fundamentos de nuestro mundo occidental, ni más ni menos): en I Reyes, 10,1, se cuenta de una reina de Saba que fue a la corte del rey Salomón «para probarle con unos enigmas»: la Esfinge, monstruo con rostro y busto de mujer, cuerpo de león y alas de águila, de procedencia egipcia, acechaba en las inmediaciones de Tebas, la ciudad de Beocia, para plantear un enigma a los caminantes, y devoraba a quienes no lo resolvían. Solo Edipo le dio la respuesta correcta, por lo que la Esfinge, de rabia, se lanzó al vacío desde lo alto de una roca y se mató.
Van Gennep y Propp nos dirían cuándo el tema de los enigmas (que en algún momento se fijó en tres, como los Reyes Magos, el otro cuento de las «Mil y una noches» de la Biblia) enlaza con el casamiento de la princesa. Y aquí se impone una condición como elemento dramático invariable: a la mano de la princesa puede aspirar cualquiera, pero quien no adivine los tres enigmas será decapitado al amanecer. En «Turandot», Calaf adivina los enigmas, y la interpretación de Stuart Neill como actor dramático le otorga a ese momento un «suspense» que deja en vilo hasta que se escucha la respuesta, y buen gesto del tenor con la mano cuando la da. Al tema de las tres preguntas y del casamiento peligroso se añade aquí el del enigma del nombre. La princesa propone tres enigmas a los aspirantes y el aspirante triunfador le propone a ella como si se estuvieran mirando en espejos otro enigma: el de su nombre. Al final, él mismo le desvela el secreto, porque el nombre que buscan es Amor. No entraré en cuestiones musicales, en las que no soy competente; pero la puesta en escena es austera y brillante, alejada de las extravagancias que se dan en otros montajes en los que el director de escena parece aspirar a todo el protagonismo. En el aspecto teatral, con un aprovechamiento muy imaginativo y eficaz del espacio, la representación fue impecable. El público que llenaba el teatro aplaudió con fervor los trozos más conocidos, como «Nessum dorma», como quien saluda a viejos conocidos. En los pocos espectáculos totales que permanecen, los toros y la ópera, el público entendido es un don. En ambos predomina el ritual. El argumento es conocido; lo que importan son las variantes que hacen únicas cada representación y cada corrida. Hay que felicitar a Jaime Martínez, porque a pesar de las restricciones consigue programaciones atractivas y de calidad.
Una ligera crítica, no obstante. Antes de que se escuchen los primeros compases la voz de una señorita recuerda a los espectadores que deben apagar sus teléfonos móviles en la lengua común y ¡en inglés! ¿Por qué utilizarlo en una representación en la que la inmensa mayoría del público, cuando no la totalidad, entiende la lengua española del imperio? No es que seamos cipayos, es que algunos están deseando serlo por puro esnobismo, es decir, por aldeanada. Y es triste escuchar el inglés donde no hace falta. Pero si le decimos a un «cosmopolita» que el español es la lengua materna de muchísimos más hablantes que la inglesa se escandaliza. ¿Cómo es posible?, y es que oficio de los españoles es menospreciar lo suyo y pasmarse de lo ajeno. En cuanto a la electrónica, algunos no la dejan en casa ni para ir a la ópera. A mi lado se sentaba un matrimonio joven y muy correcto que aprovechaba cualquier resquicio (un cambio de escena, un aplauso) para sacar unos aparatitos en los que se enciende una pantallita y ella y él miraban sus respectivas pantallas con avidez Lo que me recordó aquello que se preguntaba José Pla de los primeros usuarios del reloj de pulsera: ¿lo consultaban continua e insistentemente porque sus ocupaciones eran numerosas e inaplazables o para que se viera que tenían reloj?
Una vez terminada la representación, poco después de las diez y media de la noche, procedía ir a cenar. Caía una fuerte helada y la chateaubrianesca luna de noviembre brillaba detrás de la gasa de la niebla (por cierto, en «Turandot, se dicen versos muy hermosos sobre la luna, que en esta ocasión era pálida y lejana). Antes, cuando España era un país tristón (según un cineasta «muy alegre» llamado Gonzalo Suárez), los restaurantes estaban abiertos hasta altas horas, llenos de público, de conversaciones y de humo. Ahora, pasadas las diez de la noche, las calles están más bien vacías. Ramón Pérez de Ayala, en un artículo de «Las máscaras» planteaba si es prudente ir al teatro después de cenar. El anglosajonizado ovetense criticaba «la mala costumbre española de cenas copiosas y tardías, costumbre contra la que ya se pronunciaron en la antigüedad Hipócrates y Galeno, y a la no menos mala costumbre de ir al teatro recién cenado». Si la representación empieza a las ocho de la tarde y se cena a las diez de la noche, lo normal es cenar ala salida del teatro. El mismo Pérez de Ayala, a la salida de «La leona de Castilla», del vate Villaespesa, entró en un café para beber un vaso de leche, «licor o jugo orgánico de la vaca, para que hiciera más llevadera la catarsis producida por el retumbante verso que acaba de escuchar y las feroces escenas que acababa de presenciar (entre las que no era la de menor efecto aquella en la que la leona en persona le da descabello o cosa parecida, ya que el cachete era en el colodrillo, a uno de los personajes: algo que Ayala califica como «muy fuerte»).
Cenar después del teatro es una excelente costumbre: mucho mejor que hacerlo antes, cuando es inevitable el apresuramiento, ya que la cena está determinada por el horario de la función. A la salida del teatro ya se dispone de todo el tiempo que se quiera, aunque ahora, con la prohibición del tabaco, las sobremesas son más desarregladas y aburridas, y, en consecuencia, tomaban café y pedían copas. Ahora casi nadie toma copas y está prohibido fumar. Se están perdiendo las buenas costumbres y el tan cacareado hedonismo de la postmodernidad es pura filfa.
La salida del teatro fue motivo de esplendorosas tertulias y, cuando menos, de la creación de un plato de alta gastronomía como es la «langosta a la americana» o «armoricana» (que de ambas maneras se dice, aunque es mejor la primera), que no hubiera sido posible de no ser por una representación que se prolongó demasiado y por la insistencia de unos espectadores tan trasnochadores como hambrientos. Estos trasnochadores de hacia 1860 se encontraron en la noche de París con que la mayoría de los restaurantes estaban cerrados. ¿Qué hacer? Había uno abierto, rotulado Peter's, con ese exótico genitivo sajón que tanta envidia da a nuestros asturchales, que darían cualquier cosa por incluir en su ortografía el mencionado genitivo y la barra noruega; ¡qué aspecto más extranjero tendrían escritos nombres como «Xuacu's» (ya que tenemos D'Andrés, como D'Artagnan) u «O'Tueno»! La gran desgracia de los separatistas es no ser extranjeros, y la nuestra, que no lo sean. En realidad, el dueño de Peter's era francés y se apellidaba Fraise, según Cumosky, pero había trabajado de cocinero en Chicago y de allá volvió con el genitivo sajón. Los comensales eran diez o doce. Fraise los recibió con amabilidad, pero al pedirle cena le pusieron en un compromiso: no había nada preparado y la cocina estaba recogida. Más ¿para qué quiere la improvisación un buen cocinero? ¿No se lo ocurrió a Newton formular la gravedad sentado debajo de un manzano? Fraise tenía en la cocina unas langostas vivas. Las miró reflexivamente y se preguntó: ¿qué hago? En primer lugar, ganar tiempo. Que los comensales se sentaran, y una vez acomodados, les sirvió consomés y entremeses. En tanto echó en una cacerola mantequilla, ajos picados, tomates, ascalonias, vino blanco, aceite y coñac, y cuando hirvió esta mezcla, cortó las langostas en trozos pequeños para que pudieran cocer antes y las añadió ala cacerola. El resultado no precisa de mi pobre ponderación. Entusiasmados los comensales y no sabiendo que se trataba de una auténtica primicia, preguntaron el nombre de la delicia que acababan de comer, y el cocinero, recordando sus tiempos de Chicago, la bautizó sobre la marcha: «Es la "langosta a la americana"». Con el tiempo, el chauvinismo francés se impuso bautizándola simultáneamente «ala armoricana», lo que le da un sonido francés, aunque céltico.
En Oviedo no nos planteamos el problema de descubrir un nuevo plato. En el Fontán Casa Ramón estaba abierto, con comensales en el comedor, y en el bar Elena, Ramón Rañada y una perra setter lametadora y cariñosísima. Cenamos una hermosa sopa de pescado con su toque picante (pues veníamos de ver una obra desarrollada en China) y unos fritos de pixín en recuerdo de Peter's. Aunque el pixín no es la langosta, los fritos de Ramón son fenomenales.
La Nueva España · 1 diciembre 2012