Ignacio Gracia Noriega
Difuntos al calor de la cocina
El Halloween de la corrección política destierra a Don Juan y los huesos de santo
Nos encontramos en una de las mejoras etapas del año, la del otoño en su plenitud, cuando ya los bosques de las montañas se han cubierto con su capa dorada y el otoño todavía no es invierno. Tan sólo hay otra que puede comparársele y competir con ésta, aunque su belleza sea muy distinta: la comprendida entre mediados de mayo, cuando se justifica que ese mes sea llamado de las flores, íntimamente unido a uno de los cultos más poéticos de la Edad Media, el de la Virgen María, y San Juan. Los antiguos como Lope de Vega y Shakespeare distinguían entre estío y verano, y, en efecto, hay una gran diferencia entre la suavidad, la transparencia y el aire perfumado de los días que preceden a San Juan, es decir, al solsticio de verano, y las brumas y los sofocos que han de seguir hasta la entrada del benéfico otoño. La obra más representativa de estas dos maravillosas temporadas (pues no llegan a ser estaciones) es una de las creaciones más deliciosas y mágicas de la literatura de las gentes del occidente cristiano, el «Sueño de una noche de verano», escrito por William Shakespeare, entre el otoño de 1594 y la primavera de 1595. Hubiera sido maravilloso que este epitalamio se estrenara precisamente la noche de San Juan. El bosque de aquella noche de las maravillas es el exuberante bosque de la primavera pero la luna es otoñal y «empapa todo el aire» como la majestuosa luna del vizconde de Chateaubriand, a la que no podemos dejar de mencionar ahora que estamos en noviembre; y citamos en francés no porque pretenda dármelas de cosmopolita, sino porque suena con un tono de grandeza: «La lune jaun de novembre luit dans le vapeur glacée des forets». Shakespeare llama al otoño «paridor», pues es la estación en la que los frutos caen de los árboles y brotan de la tierra Y ya que se trata aquí de gastronomía, téngase en cuenta el consejo que da Bottom el tejedor al final del acto IV: «Y, ah mis carísimos actores, no comáis cebollas ni ajo, porque tenemos que echar un suavísimo aliento; y no me cabe duda de que les hemos de oír decir: Es un drama suavísimo». Don Quijote le da parecido consejo a Sancho Panza: que no se exceda con la cebolla y el ajo. Los dietistas, esa gente adusta que vive obsesionada por la salud y desaprueba la mayoría de las viandas, transigen con la cebolla y ajo considerándolos muy saludables y en aplicación del principio de que todo lo bueno engorda o es pecado. Sin embargo, tengan en cuenta que Shakespeare y don Miguel de Cervantes no compartían sus alarmas. Y aunque eran un par de analfabetos en materia electrónica y de «corrección política», algún mérito debemos reconocerles.
Estamos, pues, en el centro del gran reino del otoño. Otro motivo, si no de felicidad al menos de sosiego, es la elección de la compañera Cherines como candidata única del Partido Popular (PP), lo que garantiza la estabilidad política de Asturias para los próximos dos mil años. Después de los sonados batacazos del Partido Perdedor en los dos últimos años, más de lo mismo. Esto es algo parecido al PSOE, que nombra candidato a quien fue vicepresidente del Gobiemo más nefasto que recuerdan los anales europeos. Pero en Asturias, Javier Fernández parece hombre sensato y cuando se produce el extraño milagro de que un mudo hable dice cosas razonables, y por lo menos se ha desmarcado de las satrapías del régimen anterior, de ese arecismo faraónico con su secuela de corrupción y despilfarro. Javier Fernández puede ser un buen gobemante, y lo será gracias a la inapreciable colaboración de ese gran destructor del PP llamado Alvarez-Cascos, ahora en paradero desconocido, y de la nulidad del Partido Perdedor, a quien sólo indigna que alguien insinúe la posibilidad de que alguna vez debe gobernar en Asturias, como lo demostró reaccionando ala brava contra una intervención nada disparatada de Enrique Fernández Miranda. Aquí quieren estar ellos solos y perder ellos solos, y como dice Toni, el alcalde Cabrales, los jerifaltes que van a caballo no deben mezclarse con los militantes de a pie.
Con el otoño en su esplendor y la estabilidad política asegurada, estamos en la época de las grandes ferias atlánticas, que culminan con la feria de los santos, la gran feria del pórtico del invierno que tiene su equivalente equinoccial con las grandes ferias del final de la primavera, que en Oviedo se celebran el día de la Ascensión. Barbey d'Aurevilly escribe en «La hechizada» que «en el día de los Santos hay una famosa feria en Bayeux que dura tres días y no hay otra igual hasta la Candelaria». Entre los Santos y la Candelaria en algunos lugares se celebran las ferias casi invernales de Santa Lucía, festividad de la que se dice que tanto como salta la pulga crece el día: lo cual es completamente falso, porque los días no empiezan a crecer hasta pasado el solsticio de invierno, por Navidad.
Las festividades de Todos los Santos y los Difuntos son sucesivas. El 1 de noviembre se celebra a los bienaventurados que están disfrutando de la gloria celestial y el 2 se reza por los que aguardan por ella en el purgatorio. En la actualidad se pretende desarraigar estas dos festividades de profunda piedad y sentido familiar por la exótica «Halloween», promocionada con frenesí cipayo desde la moda más rutilante hasta los programas televisivos que con este motivo en lugar del altivo Don Juan Tenorio se nutren ahora de repugnantes productos de terror sanguinolento para jóvenes descerebrados. España es el país más antinorteamericano del mundo, y el más norteamericanizado. Por todas partes hay palomitas de maíz, pantalones vaqueros y la gente más a la moda desayuna cereales. La máxima aspiración es ir de compras a Niu York un fin de semana y enviar a los vástagos a hacer un «master» a Harvard. Cuando hace muchos años yo tenía algún trato con el gran Golfo de la Revolución de recia mata de pelo negra hasta las cejas y vozarrón de mando, le pregunté por qué enviaba a su hijo a Harvard y no a la Universidad Patricio Lumumba de Moscú, me contestó, entre sorprendido y ofendido: «Te doy una...» y es que, como explicó muy bien Orwell, lo más estimable de la «progresía» occidental es que no desean vivir de ningún modo bajo los sistemas políticos que tanto admiran y defienden.
En cuanto a que Halloween sea una fiesta laica, como suponen los despistados que disfrazan a sus vástagos con máscaras y capas y capuchas negras y los sueltan por las calles a decir «truco o trato», nada de nada, y en lo que se refiere a su modernidad, mucho menos. La prestigiosa Halloween no es otra cosa que la víspera de Todos los Santos y de ahí procede su nombre: del antiguo «All-hallow Even», que vale por «Víspera de todo lo sagrado». ¡Vaya chasco! Creíamos que disfrazando a los «peques» de «truco o trato» éramos más laicos que Leire Pajín y más «modelnos» que Bibiana Aído, y resulta que todo eso es más antiguo que Europa. Según Frazer, las vísperas de las fiestas del 1 de mayo y del 1 de noviembre «concuerdan estrechamente una con otra en la manen de celebrarlas y en las supersticiones asociadas a ellas, así como por el carácter arcaico impreso er ambas, que nos conduce a un ori. gen remoto y puramente pagano». Y en lo «pagano» no hay ninguna modernidad, ni siquiera golfería. Pues Frazer no se está refiriendo a los civilizados griegos y romanos, sino a las sombrías supersticiones de los rústicos. Para los celtas la víspera de Todos los Santos era Samhain y con ese motivo se encendían fuegos y los espíritus y las hadas pululaban por el aire. Luego, en Irlanda, Samhain se cristianizó en Todos los Santos como los fuegos del solsticio de verano se cristianizaron en la noche de San Juan y las fogatas invernales en Navidad: un santo del agua y un nacimiento redentor. En toda Europa, la víspera de Todos los Santos era la de la transición del otoño al invierno según los antiguos calendarios agrícolas y por ese motivo, escribe Frazer, «las almas de los difuntos volvían a sus antiguos hogares para calentarse en el fuego y confortase con la buena acogida que se les hacía en la cocina o en la sala por sus parientes cariñosos». Con la cristianización, y dada la proximidad de ambas fiestas, la de Difuntos impregnó de un aspecto tenebroso a la de Todos los Santos, que no tiene por qué ser cenicienta. Antes era imprescindible la representación de «Don Juan Tenorio», de Zorrilla: otra tradición que se ha perdido.
En el aspecto gastronómico, Todos los Santos tiende ala dulcería: es el tiempo de los estupendos «huesos de santo», ese dulce totalmente de almendra y azúcar con forma de hueso y distintos colores que evocan la fresa, el chocolate o el puro hueso, es decir, la pura almendra. Pero ya están sobre los manteles los grandes potajes. Ha empezado la temporada de los callos y aunque este año, por la poca lluvia, se retrasan las setas, ya he recogido algunas muy blancas, como hueso, en mi jardín. Y por San Martín empiezan las matanzas, y con ellas vienen las sopas de hígado, el picadillo y los torreznos. San Martín era santo rústico y jocundo. En Moreda, se celebra con la fabada, en Sotrondio, con el pote de nabos, ese pote tan antiguo por lo menos como eso que muchos llaman «Halloween» pensando que descubren otro Mediterráneo.
La Nueva España · 10 noviembre 2012