Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Los camareros,
el gran territorio de la hostelería

En memoria de Luis Azcárate, de Casa Conrado, fallecido en la Descarga de Cangas

Nos venimos ocupando en esta sección de «Territorios perdidos» de algunos establecimientos que han cerrado para siempre; otros, de la misma época o más antiguos, felizmente sobreviven al tiempo. Pero a veces ato se pierde el bar o el restaurante, sino el camarero que da vida al restaurante o al bar y uno de sus ingredientes humanos imprescindibles: el otro es el cliente. El establecimiento hostelero no funcionaría sin uno y otro; sin camareros ni dientes. Por eso, cuando muere un camarero (o un cocinero, o el dueño de un bar) se pierde un territorio muy grande de la hostelería. Porque ningún hombre es una isla en sí mismo, como escribió John Donne en una frase que Hemingway dio a conocer en todo el planeta al colocarla como frontispicio de «¿Por quién doblan las campanas?»; pero el hombre también es una isla, por lo que, al hundirse en el mar oscuro a causa de la erupción volcánica de la muerte, las campanas están doblando por todos.

Y resuenan más fuertes para quienes conocimos al muerto y la víspera de su muerte le vimos desempeñando sus labores habituales en la barra de Casa Conrado con la tranquilidad y eficacia acostumbradas. Luís Azcárate, pocos años, se había convertido en un elemento imprescindible de la compleja geografía humana del conocido restaurante ovetense. Parecía más joven de la edad que tenía, cuarenta años, aunque el cabello, siempre muy corto, empezaba a blanquearle.Y tenía ese buen humor y ese sosiego de los individuos gordos, característica de la gordura, pero también de la madurez. Discreto y atento, detrás de la barra observaba los dientes procurando que todos es tuvieran bien servidos y en el momento oportuno. ¡Cuántas cosas tienen que verse desde el otro lado de la barra! Se contempla, desde una posición privilegiada, el paso de la vida. La vida son los clientes; el barman, el observador implacable; y mucha vida pasa diariamente por la barra del Casa Conrado. La vida deja de sí misma retazos importantes en las barras de los bares. El cliente, muchas veces se muestra tal como es; sobre todo, si está con copas. La barra de Casa Conrado siempre está muy poblada. !Cuántas cosas habrá aprendido Luis Azcárate de la condición humana desde su observatorio! Por eso me extraña que todavía no haya habido un camarero que escribiera una novela. Material no falta.

En la barra no solo hay que servir a la clientela con la mayor eficacia posible, sino en ocasionas es preciso resolver situaciones delicadas Sin salir de Casa Conrado, una vez se presentó un serio problema; no a Luis Azcárate, sino al gran Saturnino. Dos o tres días antes había entrado en vigor la ambigua e hipócrita prohibición «a medias» de fumar en los establecimientos públicos. Por una parte el Estado benefactor, en funciones de Madre Teresa de Calcuta, vigila la salud de sus administrados prohibiéndoles fumar, por otra, empaqueta, distribuye y grava con impuestos ese producto maléfico que tanto desaconseja, colocando feas advertencias a manera de esquelas mortuorias en las cajetillas de cigarrillos algunas de las cuales con diseño que pueden ser calificado sin exageración como obras de arte ¿Quién se olvida del camello de «Camel», del círculo rojo sobre fondo blanco de «Lucky Strike», del bisonte altamirano de «Bisonte»? Y estos magníficos diseños se destrozan para estampar sobre ellos bobadas del calibre de «Fumar puede matar». ¡Toma! Y cruzar la calle, practicar deporte, jugar al ajedrez o beber un vaso de agua (puede uno atragantarse). Todo lo que vive está implacablemente condenado a muerte, por lo que nacer también mata, y a veces incluso a la madre. Así que por esta regla de tres, hágale usted caso a Bibiana Aído, déle gusto al cuerpo y luego exija la sublimación de sus derechos de mujer y abone. Sólo lo que aborta no muere, porque lo matan antes de nacer. Una manera de entender la inmortalidad, qué demonios.

Pues bien, estábamos en que acababan de prohibir el tabaco en algunos espacios de los establecimientos públicos, lo que por una parte fue un «timo de la estampita» gubernamental, ya que impuso a los hosteleros gastos enormes para trocear sus establecimientos, lo que a la larga no sirvió para nada, y por otra permite colocar carteles idílicos del tipo de «espacios limpios» o «espacios libres de humo», lo que es otra mentira de tamaño zapateril, porque de lo que estarán libres esos espacios es de humo del tabaco; pero en el momento en que el cliente sale a la calle se encuentra con las miles de variantes del humo y de otras especies de contaminación que la sociedad industrial impone a los sufridos pulmones de quienes se benefician de ella. Porque no me vengan a decir a mí ahora que el tubo de escape de un automóvil es menos nocivo que un cigarrillo. En Casa Conrado, concretamente, el bar y uno de los comedores son «espacios sin humo». El otro comedor es de fumadores, y según se percibe a simple vista, el de fumadores, en cualquier restaurante, es más productivo y más animado que el de no fumadores. Los no fumadores, por lo general, comen, habitualmente con agua mineral, se levantan y se van. Los fumadores dilatan la comida en una sobremesa con copas y cigarros, a la manera antigua. El día al que me refiero, llegó un cliente, se sentó en uno de los taburetes de la barra, pidió una consumición y encendió un cigarrillo. Saturnino, rico siempre en recursos, observaba la jugada desde detrás de la barra.

—¿Y ahora qué hago? -me preguntó-. Este señor es un buen cliente, tiene encargarla una mesa para seis, así que si le digo que no fume y se enfada y se marcha, me come don Marcelo. Pero si viene un inspector y nos multa, me come también don Marcelo. ¿Qué le parece?

—Que estás predestinado a que hoy te coma Marcelo -contesté.

Con situaciones de este tipo se habrá enfrentado Luis Azcárate alguna vez y siempre salió airoso porque era un gran profesional.

Ahora ha muerto en un accidente absurdo. Personalmente soy contrario a las coheterías, a gastar la pólvora en salvas y a otros excesos mediterráneos. Tirar cohetes es peligroso, ensordecedor, molesto. Los animales se vuelven locos cuando empiezan a tirar cohetes. ¿Y qué gana la fiesta con tanto estruendo? Nada: ruido y humo, Pero sin cohetes no hay fiesta, y luego por la noche, sin la música infernalmente alta aterrando a todo el municipio hasta las seis de la mañana, que se remata la faena, cuando solo quedan un par de bailarines en la pista, con el«Asturias, patria querida», lo que es una politización inaceptable de las fiestas: algo así como si las fiestas durante el régimen anterior se hubieran rematado con el «Cara el sol».

Luis Azcárate murió víctima de un cohete en las fiestas de Gangas de Narcea a las que todos los años acudía ilusionado. Supongo que la cohetería de este año habrá sido tan estruendosa como la de los anteriores, por lo que habrá estado contento y feliz, en compañía de su hijo, hasta el segundo, o milésima de segundo, anterior a su muerte. En este sentido, no tuvo mala muerte. No sufrió ni casi se dio cuenta. Lo peor fue para su hijo, que se encontraba presente, para sus numerosos amigos, para quienes le conocimos. Yo vi la noticia del accidente en el periódico. ¡Si me había servido el día anterior y me habla comentado que se disponía a ir al día siguiente, como todos los años, a Cangas del Narcea! Así es la vida; se muere en un segundo.

Luis pertenecía a la tercera generación de camareros de Casa Conrado, por así decirlo. Entre los veteranos se encontraba Ángel, que primero estuvo con la familia Antón en el Cervantes y de allí fue a La Goleta sin pasar por Casa Conrado, me parece. De la «gran época» de Casa Conrado son los insustituibles Pelayo y Saturnino: las dos caras de la misma moneda de eficacia, profesionalidad y buen servicio al cliente: Pelayo serio, preciso, silencioso, que sólo dice las palabras imprescindibles y al tiempo que sirve el comedor, colabora activamente en la administración de la casa, y Saturnino veloz, alegre, retórico, con el elogio siempre a flor del labio: el pote lleva embutidos de la alta montaña de Tineo, el pito de caleya tenía los espolones gastados de buscarse el sustento por esos andurriales, la merluza que ahora está en el plato se encontraba aquella mañana en el mar...

Luis Azcárate poseía buena escuela y se encontraba en un restaurante que es una Universidad de la hostelería. A sus excelentes cualidades humanas (digámoslo de una vez, era un gran gran tipo) y profesionales, añadía sus conocimientos verdaderamente importantes. Hacía muy buenos cócteles, sabiduría que hace años era imprescindible en un buen barman y en la actualidad no se valora tanto. En consecuencia, era el barman completo. Alguna vez le pregunté qué «cocktail» le parecía mejor y con la sabiduría de los clásicos, contestaba siempre:

—El Dry Martini.

¡Claro! Es, como afirma Manuel Alcántara, «un cuchillo disuelto», Luis Azcárate era un gran barman: de haber vivido, hubiera sido un barman histórico. Ya lo es, de todos modos. Pero se ha ido. Descanse en paz.

La Nueva España ·31 julio 2010