Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Casa Escolina

Los paseos hasta Granda (Siero) con parada en Colloto

Durante los años setenta y ochenta del pasado siglo, Casa Escolina, en Granda, Siero, gozó de reconocimiento en Oviedo entre las personas aficionadas a comer bien por poco coste y, de paso, a salir al campo. Pues aunque entonces ya existía el polígono industrial, aquella parte de la ribera del río Nora estaba menos urbanizada que ahora. Yo conocí Casa Escolina por indicación de Quevedo Avello, notable cangués del Narcea, primo de dos buenos amigos míos, Pepe Avello y José Manuel Álvarez Flórez, ambos excelentes escritores. Quevedo, hace un cuarto de siglo, con el bigote negro y el pelo igualmente negro y ensortijado, daba un aire a Omar Shariff, actor egipcio del cine norteamericano que, según Juan Benito (que coincidió con él durante el rodaje de «Hasta que llegó el día de la venganza», de Fred Zinnemann, película en la que Shariff hacía de cura y Juan Benito de cura en Lourdes, que es como hacer de aguja en un pajar), era un caballero; en cambio, las «scripts» y los ayudantes de dirección trataban muy mal a los extras y los despreciaban. Quevedo Avello era el encargado de distribuir los libros de Alfaguara y Taurus, editoriales que tenían sus almacenes en el polígono industrial. Yo a veces iba hasta Granda caminando con los perros para ver las novedades editoriales y luego me iba con Quevedo a comer a Casa Escolina: fue él quien me descubrió este grato establecimiento. También ejercía como abogado, y recuerdo cierto día que estaba seriamente enfadado porque a un cliente, en un caso de divorcio, la mujer le había puesto un detective detrás de los talones que lo había sorprendido en tratos con una pelandusca. Me lo contó mientras comíamos en Casa Escolina, precisamente. Aquello parecía Los Ángeles, con divorcios y detectives privados. Todavía estábamos tan alejados de la modernidad, que el divorcio y ya nada digamos de los detectives parecían cosas de películas de Humphrey Bogart o Dick Powell. Luego empezaron a aparecer detectives en el cine español como si Madrid fuera Chicago; pero esto no fue lo más sonrojante del apresurado viaje a la posmodernidad de los españoles (con lo que dejamos la modernidad atrás sin romperla ni mancharla), sino cuando en las películas americanas se empezó a hablar del departamento de asuntos internos. Al poco tiempo, ya había departamento de asuntos internos en las miméticas películas españolas del tipo de aquella de Ana Belén queriendo parecer una «detectiva». Algo verdaderamente sonrojante: la chica «progre» haciendo de «detectiva» y la constante mención de «asuntos internos». Por fortuna, cuando Quevedo Avello me habló del detective privado, estábamos comiendo adobo, y su poderoso y excelente sabor nos devolvió en un santiamén a Casa Escolina.

Para ir a Casa Escolina desde Oviedo, yo me tomaba buena parte del día: iba andando, con mi bastón andorrano y los dos perros, el pointer «Black» y «Revólver», setter laverack: Escolina no les impedía la entrada en su establecimiento y les permitía que comieran debajo de la mesa. Antes de llegar a Granda convenía hacer parada en Colloto para tomar un blanco en Casa Ximielga, ese templo de las buenas tortillas de setas y del ingenio. Ximielga era un tipo genial, y uno de los micólogos más expertos de los alrededores de Oviedo. Conocía el monte como la palma de su mano, pero se conoce que no todos los que andaban por el monte le conocían a él, porque en cierta ocasión la Guardia Civil le dio el alto confundiéndole con un emboscado. Ximielga tuvo que enseñarles el zurrón, que por suerte para él estaba lleno de setas, cuando los de la Benemérita esperaban encontrarlo lleno de balas. En las paredes del Ximielga había fotografías y grabados anotados con mucha chispa, algunos de los cuales todavía se conservan, aunque Ximielga murió hace ya tiempo, lo mismo que su hijo, que fue amigo mío.

Por carretera había que ir desde Colloto hasta el polígono industrial de Granda, donde se torcía a la derecha. Entonces no había tantas rotondas como ahora, que son un incordio y un desperdicio de terreno. A comienzos de los años ochenta, Casa Escolina se encontraba a unos trescientos metros de la carretera general; se llegaba a ella por un camino estrecho, con el piso en buenas condiciones. También se podía llegar, desde Colloto, por otro camino que pasaba cerca de la iglesia de Granda.

El establecimiento tenía terraza, aparcamiento y un letrero amarillo que anunciaba al hambriento que allí terminaba su necesidad: «Casa Escolina, comidas». En las proximidades había una bolera donde se jugaba a los bolos según la modalidad de la zona oriental de Asturias y de la vecina provincia de Santander, por lo que era fácil encontrar en lo de Escolina a personas de las Peñamelleras Alta y Baja y de Cabrales: entre ellos a un antiguo compañero de colegio llamado Canal, que era de Panes, hermano de don Isaac, el cura de Benia hasta su muerte.Yo tuve buena amistad con don Isaac, cliente de Casa Morán, muy bien tratado siempre por Rosita, inmejorable anfitriona de obispos y curas párrocos: es raro entrar en alguno de los varios comedores de Casa Morán, de Benia, y no encontrara algún obispo sentado a la mesa. Don Isaac, además de ser buena persona, llevaba sotana.

Casa Escolina tenía una barra pequeña a la entrada, y el comedor después de la cocina: un comedor amplio, de trece mesas. Escolina era mujer fuerte, de unos cincuenta años, trabajadora y afectuosa: le faltaba un dedo de la mano. Ella sola organizaba y servía aquel establecimiento: hacía la comida, preparaba las mesas (trece, ni más ni menos), las servía, las recogía, lavaba las vajillas y barría y fregaba el suelo, y, en algún momento de ocio, atendía la barra. Desde la barra, por la puerta abierta del bar, se divisaba un paisaje de árboles y colinas suaves. En el comedor, Escolina servía con eficacia y celeridad. Las más de las veces, las trece mesas estaban ocupadas y había gente en la barra aguardando a que alguna quedara vacía.

No terminaban en la barra, la cocina y el comedor las actividades de Escolina. También criaba cerdos, de los que obtenía excelentes embutidos y el compango para la fabada y el pote. El menú se cambiaba diariamente: inevitable un plato de cuchara para ir metiendo en situación (un día fabada, otro pote, otro cocido de garbanzos, otro «desarme», y en temporada, la menestra de la huerta propia), y después los callos, la carne guisada (que aquí ya no llamaban «carne gobernada», como en Oviedo), el adobo con patatas fritas en sartén, amarillas crujientes, no esas patatas socialiazadas de ahora, medio cocidas en freidora. La potente y racial cocina de Escolina ignoraba los pescados. Todos los productos eran naturales, las preparaciones eran sencillas y sabrosas y no se escatimaba la grasa. Acaso el exceso de grasa fuera el mayor defecto. La fabada era de morcilla, chorizo, lacón y tocino, y las alubias grandes y mantecosas, apenas sin pellejo, que se deshacían en la boca. El plato era caldoso: yo jamás entenderé la fabada seca, que confirma la apreciación de José Pla de que comer fabada es como empedrar el paladar.

En una ocasión comía yo en Escolina y en una mesa al fondo lo hacían siete u ocho personas. Escolina se apresuró a informarme de que eran médicos. Inesperadamente, a uno de ellos le dio un patatús. Se produjo el natural revuelo. Sus compañeros se apresuraron a colocar al accidentado en el suelo, con las piernas hacia arriba. Entonces, su esposa se acercó a nuestra mesa y nos pidió disculpas por aquel incidente. Nunca me encontré en situación igual ni parecida en mi vida. Aquella señora, con el marido víctima de un accidente cardiaco, se preocupaba de las molestias que pudiera causar el incidente a las personas ajenas al grupo.Ya no hay personas con educación tan exquisita, tan preocupadas por el efecto que se pueda producir en los demás. Desde aquel momento, no he hecho otra cosa que desear que el accidente del médico no haya pasado de un susto.

La Nueva España · 10 octubre 2009