Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El Caserón

En el entorno de Oviedo por el camino de San Lázaro a la Manjoya

Saliendo por San Lázaro, a la derecha, donde antes estaba el bar Corzo, frente al instituto, se asciende por la carretera de la Bolgachina hasta El Caserón, barrio de la parroquia de Santiago de La Manjoya. El río Gafo separa las parroquias de La Manjoya y de San Lázaro de Oviedo, y su nombre, Gafo, certifica el paso de peregrinos por estos antiguos campos, y el temor a las enfermedades y plagas que los ambulantes pudieran transportar y trasmitir. De ahí la advocación de San Lázaro, que ahora afecta a todo el barrio y que lo fue del hospital que allí se encontraba. La Malatería, con setecientos años de vida, fue el establecimiento benéfico-sanitario más antiguo de la provincia, convertido en el siglo XX en asilo de ancianos. El barrio de San Lázaro, en la actualidad, se extiende desde el final de la calle del Arzobispo Guisasola hasta el alto del caño del Águila, en los Arenales, el barrio donde se encuentra el cementerio de El Salvador, bordeando la antigua carretera de Castilla. O sea: por el hospital se va al cementerio.

Esta zona del sur de Oviedo, en torno al monte de San Lázaro, como se le llamaba en otro tiempo, está salpicada de aldeas y caseríos que todavía conservan algún resto de su condición rural, y en comparación de otras zonas de Oviedo, como El Cristo, es aún reconocible, al cabo de los años. Se ha construido, pero no de manera desaforada, y aunque desaparecieron la mayor parte de las viejas y agradables construcciones aldeanas (sustituidas en algunos casos por redundantes «casas de aldea» para uso de urbanícolas con pretensiones más o menos ecológicas), el paisaje no se diferencia demasiado del que yo conocí hace cuarenta años, cuando salía a pasear «con bastón y perro» (en rigor, dos perros, «Revólver», setter laverack, y «Black», pointer, ambos inolvidables, y un bastón ferrado andorrano, que todavía conservo), y las edificaciones de antaño han sido sustituidas por chalets con parcela de jardín. Las vistas, por una parte Oviedo a los pies y el Naranco, y por la otra el valle del Nalón en el que destaca la térmica de Soto de Ribera, al pie del Monsacro, con la sierra del Aramo detrás, son estupendas, y se añade que los ruidos de Oviedo no llegan hasta aquí. En algunos lugares de la ciudad los ruidos son insoportables, por ejemplo, en la calle del Rosal, esquina a Santa Susana, donde están construyendo un edificio. Una amiga mía que vive en esta calle llamó al Ayuntamiento para denunciar los ruidos y la funcionaria que la atendió, la mandó a paseo. Se entiende que los funcionarios no piensan en otra cosa que en las vacaciones, las pagas extras y la jubilación, pero cuando menos debería mínimamente educados. Es como las secretarias de Gabino, que sólo sirven para echar balones fuera y para colgar el teléfono si se pregunta dos veces por el gran jefe; para eso, con una sola, bastaba. Todavía no se enteró esa gente de que están al servicio del ciudadano, que ahora está más apartado del Ayuntamiento (salvo cuando hay elecciones) que en el poco democrático régimen anterior.

¡Ay, Gabino! Tienes el enemigo dentro de casa. ¿Qué es eso del «cerco de Oviedo», si ya entraron, y aquí no hay un coronel Pinilla que esté dispuesto a ser numantino, sino un claudicante que contrata a Boris Izaguirre y ya solo le falta llamar a Ana Belén para que cante el himno de Oviedo, como hizo su par madrileño Ruiz Gallardón? En fin, sigamos en dirección a La Manjoya, hasta el bar El Caserón, donde, por cierto, paran algunos concejales del partido de Gabino y el incombustible Enrique Fernández, que ahora que está jubilado, está más contento que unas castañuelas, aunque sin dejar de tener prisas y correr.

Vamos por la carretera de la Bolgachina, que sube sin excesos, hasta la aldea de El Caserón, donde el camino se bifurca: a la derecha desciende hacia La Manjoya, y a la izquierda sigue hasta los Arenales, en la antigua carretera de Castilla. Un poco más arriba había tres casas al borde de la carretera, y en los bajos de dos de ellas, dos bares de categoría y prestigio, Casa Arturo el Juez y Casa el Sastre. En uno de los dos, o en los dos, preparaban callos formidables, y era una delicia comerlos con una botella de vino, en la mesa junto a la ventana, desde la que se veían Oviedo, el Naranco, y la sucesión de colinas sobre la gran llanura que se extiende hacia Pola de Siero.

También de El Caserón, al frente, parte un camino que conduce a Morente, aldea de la que es el dicho «si malo es el pueblo, peor es la gente». Pero no se alarmen: no es que los vecinos de Morente sean mala gente, sino que ese apelativo poco agradable obedece a motivos de rima y métrica. Exactamente lo mismo que «asturiano, hombre vano y mal cristiano», dicho un tanto arbitrario, tal vez, en el que se aprovechan las rimas consonantes de «vano», «asturiano» y «cristiano». Podía decirse, por el mismo motivo, «buen cristiano», o bien, «Morente, si bueno es el pueblo, mejor es la gente», mas parece que elogiar a un pueblo o a un grupo de personas no hace tanta gracia como sacarles defectos.

De Morente era uno de los grandes personajes españoles del siglo XV y primeros años del siglo XVI, Alonso de Quintanilla, contador de los Reyes Católicos, que creyó en las supuestas fantasías de Cristóbal Colón e hizo posible su viaje a las Indias por el oeste: algo mucho más importante a todos los efectos que poner a correr a Fernando Alonso en solitario por una ciudad cercada desde dentro y que desde la revolución del 34 no había sufrido convulsión parecida. De Alonso de Quintanilla decía el maestro Antonio de Nebrija que parecía extraño que hombre de tal brillo hubiera surgido de una tierra tan oscura como Asturias. Lo que viene a significar que siendo Morente la patria chica de Quintanilla, es de los sitios menos oscuros de Asturias, gracias a él.

Detengámonos, al fin, en El Caserón. Haciendo esquina en la carretera que sube desde San Lázaro y la que desciende hacia La Manjoya, se encuentra, en los bajos de una casa aislada, de buenas trazas, uno de los últimos bares-tienda de Asturias. Antes había otro en Vegalencia, frente a Soto de Ribera, pero ya cerró. El bar-tienda de El Caserón está en funcionamiento desde 1898: Pepe Monteserín le dedicó unas líneas con este motivo, que el actual dueño del bar tiene enmarcadas y colgadas de la pared, como debe ser. A las actividades del bar y la tienda se añadía la amenidad de organizar bailes los domingos. La fundadora de la tienda se llamaba Engracia, y al morir ella, se hizo cargo su hijo Pepe, casado con Consuelo Muñiz, de Llamaoscura, La Fábrica (que es como llaman a La Manjoya), y que todavía vive: cumplió los 94 años el pasado 15 de septiembre.

El bar-tienda que yo conocí hace años tenía dos entradas, una al camino de San Lázaro y otra a la de La Manjoya, y el bar estaba separado de la tienda por un arco. Se entraba directamente al bar, cuyo piso era de tablones de madera, y la tienda se encontraba en la parte en la que ahora está la cocina. En la pared que separaba el bar de la tienda había una curiosa lámina enmarcada que representaba una escena de la vida de la aldea en una jornada de invierno: varios aldeanos, protegidos detrás de una pared y armados con azadas, palas de dientes y palos, acechaban a un jabalí.Ya he descrito esta lámina en otros artículos. Varias mesas se distribuían por el local y detrás del mostrador, que era reducido, había una estantería de madera.Yal otro lado de la carretera, en el camino que va a Morente y Caxigal, hubo una bolera de la que solo queda el nombre: Xugu la bolera.

En la actualidad han tapado una de las entradas (la de La Manjoya) y agrandado la barra. El Caserón fue bar-tienda ininterrumpidamente, hasta la Guerra Civil, que se utilizó de comandancia, desde la que se organizaba el cerco de Oviedo (el otro, el anterior), y desde aquí se decidió un ataque que llegó hasta la Puerta Nueva: todo el camino, según me cuenta Mateo, quedó lleno de casquillos de balas. De El Caserón era uno de los socialistas históricos de Oviedo, un hombre viejo, grande, sentencioso, con gafas y boina, llamado Mateo. Contactaba con Emilio Llaneza en Cabornio, y a través de éste, con Latores: de modo que el primitivo socialismo ovetense de los años setenta del pasado siglo, no entraba en la ciudad. Ahora, al cabo de los años, Mateo, sobrino de aquel Mateo, me cuenta cosas de El Caserón que yo les transmito a ustedes.

La Nueva España · 26 septiembre 2009