Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

La caipiriña

Los cócteles, el cine y los bares

La otra noche me puse a mirar la televisión a altas horas (a altas horas en las que, en otro tiempo, estaríamos de copas: pero el europeísmo, el Gobierno, la inseguridad ciudadana y la televisión propiamente dicha nos meten en casa como a las gallinas) y veo en la pantalla a dos conocidos muy estimados: Faustino F. Álvarez interrogaba, con ademanes abaciales y socarronería asturiana, a José Luis Garci, que hablaba con voz ligeramente ronca (la ronquera justa para certificar que ha vivido/bebido mucho, como Gary Cooper y Clark Gable en una legendaria fotografía del libro sobre las estrellas de cine de Edgard Morin) de bebidas de «trago corto», entre las que situaba el Dry Martini, que Manuel Alcántara describe como un «cuchillo disuelto», prodigiosa metáfora, por encima de todos los demás tragos, cortos y largos. Por lo menos, alguien relacionado con los súper correctísimos en materia política premios «Príncipe de Asturias» dice cosas interesantes, y no como el pobre Garrigues Walker, que descubre, con toda la bondad democrática posible, que hemos de tener en cuenta que hay algunos que no tienen las mismas opiniones que nosotros. ¡Los hay que no bebieron un Dry Martini en su vida! En cambio, Manuel Alcántara, el gran poeta de las cosas que la poesía española habitual se obstina en no considerar poéticas, sabe que el boxeo y los cócteles armonizan el mismo mundo de noches urbanas y luces de neón. Después de un combate de boxeo, como en las películas de Robert Wise, Robert Rossen o Mark Robson, ¿por qué no un Dry Martini, o dos, en el que predomina el blanco (ginebra, hielo) haciendo juego con la lona del ring bajo la cruda luz de los focos? Antes, en las películas, se bebía y se fumaba muchísimo; ahora, a falta de cosa mejor, se practica sexo a todas horas de manera gimnástica y con prisas, porque al levantarse de la cama los oficiantes se ponen los pantalones sin lavarse ni los dientes, y hay ordenadores por todas partes en lugar de los clásicos ficheros de la Policía. De manera que el policía de turno (siempre con «compañero» negro, mujer o perro, y siempre pendientes todos de Asuntos Internos) aprieta un botón y se entera hasta de qué número de zapatos calza el asesino, sin necesidad de que el detective (Sam Spade o Philip Marlowe, Humphrey Bogart, Robert Mitchum, Dick Powell o Jack Webb) recorra los bares y los tugurios de los bajos fondos, o suba a las mansiones de los potentados con hijas golfas, tomando copas, fumando a destajo y dando y recibiendo palos. Hemos salido perdiendo con la modernidad, porque es mucho mejor Robert Mitchum con gabardina y encendiendo un cigarrillo (¡qué fotogénico era el humo del tabaco en las viejas películas en blanco y negro!) que el par de policías afroamericanos y abstemios haciendo el payaso en las películas de ahora.

Durante la entrevista, Garci mencionó su libro «Beber de cine». Lo tengo en mi biblioteca, con una dedicatoria en la que el autor me invita a «compartir pronto, aquí o allí» unos cuantos Dry Martini. En este libro delicioso nos demuestra (por si hiciera falta demostración) que algunas películas son la apoteosis del cóctel, y en las que, de paso que se bebía, se fumaba admirablemente. Ver a Ava Gardner sosteniendo el cigarrillo y a Bogart reteniendo el humo daba ganas de salir al vestíbulo a fumar, aunque yo, la verdad, nunca fui de cigarrillos, sino de puros, como Groucho Marx, Edward G. Robinson, Henry Hathaway, Sam Fuller, John Huston, Orson Welles o Ernie Kovacs.

«Beber de cine», editado por Nickel Odeon, octava edición en 2003 y prólogo de Manuel Alcántara, se lee como se bebe un cóctel: de tres tragos, hemos bebido ciento cincuenta páginas, y al tiempo recordamos «Fuego verde» (que no es el nombre de un cóctel, aunque bien podría serlo) o «Como un torrente», de Minnelli, con Sinatra y Dean Martin haciendo de golfos, Shirley MacLaine de Cabiria perdida en Norteamérica y Arthur Kennedy de burgués comedido, salvo cuando sacaba a la secretaria a pasear en coche a la luz de la luna, en la que se bebe de todo, como en «Bajo el volcán», de Malcolm Lowry, el bebedor más profundo de la literatura universal, de trago largo y línea dura, como el cónsul Geoffrey Firmin, quien, por cierto, el día de Difuntos de 1938, en Cuernavaca, bebe todo lo que se le pone a tiro, incluido ron Bahía, para el cabello, pero muy pocos cócteles, salvo el gin-fizz, que en la novela aparece escrito gin-fish (en Oviedo eran memorables los gin-fizz del Paredes, dicho sea de paso).Y eso que la época de Lowry era de cócteles.

Entre los cócteles invocados por Garci figura la caipiriña a propósito de «Fuego verde», un inolvidable tecnicolor de la Metro que trata de buscadores de esmeraldas en Colombia, dirigido por Andrew Marton, con Stewart Granger (de ilustres sienes plateadas de aventurero, aunque por debajo de las de Clark Gable en «Mogambo»), Grace Kelly y Paul Douglas. La película se basaba, según los créditos, en un libro de P. W. Rainer, el autor de «África del recuerdo», y, aunque el libro no tuviera nada que ver con la película, no tiene la menor importancia. La caipiriña, según la fórmula de Garci, «se hace directamente en el vaso, a poder ser en un vaso modelo Old Fashioned. Hay que trocear un par de limas en cuatro partes, meterlas luego en el vaso y machacarlas. Después se añade una cucharada de azúcar fina y una copa de Cachaça servida sin roñoserías. Recomiendo dejar aparcado el bebedizo algunos minutos para que se macere bien. Por último, se mezcla y se añade el hielo a voluntad».

La caipiriña tuvo una importancia decisiva en el paso de la transición a la modernidad en la calle del Rosal. El bar de don Manuel Heres era de los clásicos de la calle. Se entraba a él por una puerta estrecha, se atravesaba un pasillo bastante oscuro y se llegaba al fin a la barra, a la izquierda, iluminada por una bombilla sin pantalla, bombardeada por las moscas. Manuel Heres llevaba boina y blusón azul: podía haber conocido en su juventud a Tigre Juan, «memorialista, amanuense y sangrador», en la vecina plaza del Fontán, y vendía vino peleón, que sacaba de pellejos muy usados. Un buen día, cerró el bar de don Manuel Heres, se blanquearon un poco las paredes, se cambió la barra de madera por otra metálica, seiluminó el local y se colocaron algunos elementos decorativos funcionales y modernos, y dos jóvenes y activos socios empezaron a atender a la clientela ofreciéndole una bebida exótica de nombre no menos exótico. Los que hicimos el Bachillerato en el Colegio de los Dominicos de Oviedo estábamos preparados para los exotismos, porque en ningún otro lugar de Asturias se prepararon mejores daiquiris que los que hacía Jaime, del Apolo de Ribadesella, que es unos cursos mayor que yo. Uno de los nuevos socios del viejo bar de Manuel Heres, con bigotillo y el pelo peinado hacia atrás, era un verdadero artista preparando caipiriñas en fase frenética. Trabajaba el hielo en el mortero como un boticario de antigua escuela, y todo el mundo parecía feliz, agolpándose en la barra para recibir su ración de caipiriña y novedad. Pasar del vino peleón a la caipiriña fue dar un gran salto, por lo que cambió la clientela, trasladándose la antigua al bar Rosal, un par de portales más arriba, donde Pepe el Porretu servía montones de pinchos, blancos de la Nava, lidiaba con el Gure y aún le quedaba tiempo para tirarle corchos a Rafael, andaluz fino, que reaccionaba llamándole aldeano: «¡Ardeano! Si vas a Madrid, te pierdes». Y al antiguo bar de Manuel Heres se fue acercando una nueva clientela, que no tardaría en cambiar el ambiente de la calle y la geografía de los bares de Oviedo. La zona de los vinos pasaba de la calle de San Bernabé a la del Rosal, y fue tal el éxito de la nueva calle que a veces el autobús tenía dificultades para pasar, tomadas las aceras y la propia calle por la juventud bebedora.

Javier Batalla, con el gran sentido práctico que lo caracteriza, trasladó la caipiriña al oriente asturiano, convirtiéndola en la especialidad de su bar El Taleru, situado en los bajos de una antigua casa de la plaza de Las Barqueras que parecía la torre de un faro. En este bar asistí a un acto caballeresco y justiciero. Un cliente sacó a bofetadas a un matón de caleya que estaba faltando a una señorita, y cuando se disponía a rematarle con el puñetazo del estribo, el malnacido se derrumbó y el caballero golpeó la pared: a causa de ello, el caballero quedó con el puño hinchado y el matón con la clavícula rota, además de otras contusiones. Al día siguiente, el perjudicado fue a denunciar los golpes recibidos a la Guardia Civil, pues era, como escribe Shakespeare en «El rey Lear», ac. II, e. II, traducción de Astrana Marín, «un cobarde que si le apaleáis os perseguirá por la justicia, un hijo de puta engañaespejos» Pero una vez en el juicio, se arrugó por temor a que la empresa en que trabajaba se enterara de sus gamberradas nocturnas, y explicó que se encontraba en aquel estado lamentable por haberse caído mientras podaba un frutal. Naturalmente, la caipiriña no tuvo ninguna responsabilidad en este incidente. El problema no es beber, sino saber beber. Hay personas a las que no se les debería dejar beber, porque son incapaces de hacerlo, y cuando beben se sienten tarzanes, lo mismo que otros cuando andan en manada.

La Nueva España · 19 septiembre 2009