Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

La Rúa Ruera

Una calle noble repleta de literatura e historia

La calle de la Rúa es una de las clásicas de Oviedo, avalada por literatura de prestigio. Si «La Regenta» se desarrolla en Vetusta, «Belarmino y Apolonio», novela de Ramón Pérez deAyala, se desarrolla en una calle de esa ciudad, que no otra cosa queVetusta es Pilares, sólo que con otro alcalde. La novela parte de una idea excelente para un apólogo, sólo que Pérez de Ayala la estropea desde las primeras páginas, con su pedantería, su prosa alambicada, sus digresiones y pretensiones ensayísticas. Me parece que era Umbral quien decía que no hay cosa peor en la literatura en general que la novela con pretensiones ensayísticas, a veces exageradamente denominada «novela con pretensiones ensayísticas, a veces exageradamente denominada «novela filosófica», en cuyo cultivo, si Aldous Huxley era malo, Ramón Pérez de Ayala es peor.Y no dejan de tener gracia el enfrentamiento entre un zapatero remendón filosófico como Belarmino con su vecino Apolonio, poeta dramático, ni el léxico de Belarmino, mas el autor no les permite actuar por su cuenta, relegándolos a vagas sombras entre toneladas de paja.A mi juicio, «Belarmino y Apolonio» es la novela más frustrada de toda la literatura española, y la culpa de que no haya sido lo que pudo ser, la tuvo su autor, que era un pedantín.

La calle de la Rúa, en la novela, se denomina de modo aún más redundante, la Rúa Ruera, y el autor se apresta a describirla en el capítulo II, entre oleadas de pedantería vana; verbigracia: «Ahora mismo me apercibiría yo a describir la Rúa Ruera, de la muy ilustre y veterana ciudad de Pilares, en donde vivía Belarmino Pinto, llamado también monxú Codorniú, zapatero y filósofo bilateral, cuando, al pronto, en el umbral u orilla de mi conciencia se yergue el espectro Fraile enarbolando un tenedor de peltre que a mí se me ha figurado tridente de Caronte, ese Neptuno del mar de la antigüedad. Como Bruto a la silueta de César en la tragedia shakesperiana, digo a la sombra incorpórea del excelente don Amaranto: ¡Speak! ¡Speak!».

¿Es, por ventura, ésta, manera de escribir una novela?Y al cabo, ¿cómo es la Rúa Ruera? Según Pérez de Ayala, es un «callejón incongruente, hacinamiento de zahúrdas, que no viviendas, vergonzoso vestigio de tiempos ignorantes y supersticiosos. Quienes levantaron esas casas no pensaban vivir en ellas de asiento, sino de paso, de tránsito, mientras ganaban el cielo. No les importaba el estar, sino el «superestar», el sobrevivir en el otro mundo. No les importaba la humedad, el mal olor, la falta de aire, luz y agua, sino la salvación eterna. Todas las casucas se apretujan y amontonan por ponerse en contacto con el torso de la Catedral o, cuando menos, por situarse a la sombra de su torre». En esta descripción un tanto desfavorable, todos los elementos indican la mucha antigüedad de la calle, la cual consta ya en 1242 como «rúa mayor» en la donación de una casa por el cabildo a un Pedro Bernal y su mujer. Tolivar Faes conjetura si esta calle no sería la de las Tiendas, mencionada en 1256. Su casa más destacada es la de la Rúa, o del marqués de Santa Cruz, la más antigua de las que se conservan en Oviedo y la única anterior al gran incendio que arrasó la ciudad en 1522. Esta casa ya se encuentra fuera del encorsetamiento de la calle, dando cara a la Catedral a través de amplia plaza. A su sombra, una desafortunada estatua representada a doña Ana Ozores, regresando del templo sin tener en cuenta que la distancia más corta entre dos puntos es la recta y llevando un gran sombrero que recuerda un cesto cargado de sardinas y que parece que se le va a caer de un momento a otro. Tolivar Faes contempla la calle con menos ensañamiento que Pérez de Ayala, señalando en ella palacios y casas nobles y concluyendo que al igual que la inmediata calle de Cimadevilla, «fue la calle de la Rúa escenario que vio despertar el moderno comercio ovetense y el auge de los cafés y tertulias políticas del siglo pasado (el s. XIX: Tolivar escribió su imprescindible libro sobre los nombres de las calles de Oviedo en 1958). En la reconstruida casa número 6 estuvo el famoso café de Chúcaro, donde se fraguó la participación de Oviedo en la revolución liberal de 1820, y en la otra acera, muy próximas a Altamirano, tuvo la ciudad su casa, torre y cárcel».

El café de Chúcaro certifica el pasado hostelero de esta calle, a la que ya nos referimos a propósito del restaurante Malani, al que también dedicó otro artículo Carmen Ruiz-Tilve, cronista oficial de la heroica y levítica ciudad, recogido en la recopilación «Pliegos de cordel de comer y beber», publicada por los acreditados restaurantes ovetenses Casa Conrado y La Goleta. Me permitirá mi querida colega que añada algunos datos tomados de su libro a aquel artículo.

El restaurante Malani se encontraba en el número 22 de la calle. Tenía una trabajada reja pintada de blanco a la entrada, la barra a la izquierda (creo recordar), y al fondo el comedor, que Ruiz Tilve describe como «sobrio». Lo fundó Emiliano Ortega, de la cuesta de San Esteban de las Cruces, conocido por el nombre de «Malani» porque así pronunciaba «Emiliano» una vecinita de pocos años. La tradición hostelera la había inaugurado su padre, también llamado Emiliano Ortega, procedente de Palencia y cocinero del hotel Francés primero y del hotel Principado más tarde, que cocinó la boda del comandante Franco con doña Carmen Polo y un banquete multitudinario que se le dio a Melquíades Álvarez en el Bombé. Según Carmen Ruiz-Tilve, «Don Emiliano era cocinero vocacional, entregado a la magia de la cocina clásica, capaz de dar el punto complicado a algo aparentemente tan sencillo como una chuleta «vuelta y vuelta» o un pescado frito. Su merluza a la avilesina, con almejas, espárragos y salsina, era cosa especial, lo mismo que los fiambres de cabeza de jabalí y la gallina trufada. Sin olvidar la langosta, eran especialidad las perdices, que se servían todo el año, a base de conservarlas en aceite, en tradición castellana».

El Malani abrió en 1959, y fue el primer restaurante de Oviedo en que se sirvió el pan envuelto. En los lavabos había toallas individuales, que tuvieron que ser sujetadas con una argolla, dada la incivilidad de algunos clientes. En los años sesenta, la tortilla de gambas costaba un duro; la merluza frita y el pollo, cuatro duros; la carne asada y los calamares en su tinta, seis duros, y la langosta, ciento sesenta pesetas.

Al Malani sucedió el restaurante Manuel, en el mismo lugar. Fue de efímera existencia, aunque interesante. Sus propietarios lo habían sido anteriormente de La Hacienda, y ofrecían una cocina entusiasta, hecha con buena mano y con platos que se salían de la rutina habitual de los restaurantes de Oviedo de aquella época. A veces la cocinera preparaba algunas sorpresas al margen de la carta, como los «tochos», que creo recordar que era una tortilla dulce, con melocotón, entre otras cosas. También disponía de una bodega muy notable.

Pero el restaurante Manuel acabó pronto y, después de una temporada en la que no recuerdo qué se hacía en aquel local, se hizo cargo de él Belarmino Álvarez Otero, el descubridor de las grandes posibilidades noctámbulas del Oviedo viejo. Belarmino era un tipo fuerte, de pelo rizado y bigote espeso, socarrón con su punto de amargura y universitario de aquellos años en los que la Universidad todavía mantenía cierto aire a la Casa de la Troya. A veces, con un par de copas, en lugar de proceder a insultos contra nobleza y clero, caía en un estado próximo a la melancolía yexpresaba su propósito de marchar a Inglaterra para especializarse en derecho marítimo. No llegó a esa especialización, pero entre los hosteleros de Oviedo fue el más especializado en Pére de Ayala. Primero tuvo el «Tigre Juan», bar de copas de la calle Mon, el primero en su género de aquella zona, y cuando tomó en traspaso el antiguo Malani, no dudó en rebautizarlo como la Rúa Ruera, y que pasó, transformó el negocio. Prescindió del comedor en la parte de atrás, dejando una especie de patio con mesas y sillas de sólida madera y un árbol en medio. La cocina, por el contrario, era enorme, y daba a un patio lindante con el palacio de Velarde desde el que se veía en escorzo la torre de la Catedral: rincón hoy destruidopor la pedante incompetencia de unos arquitectos y por el afán de hacer gastos suntuarios e inútiles por parte de la Administración. Como decíaWinston Churchill: muchas burradas no llegaron a hacerse en el mundo por falta de dinero. Lo que no reza para la España de las autonomías (según mandato constitucional). En la cocina hacía Belarmino sus pinitos,buen cocinero desde la época en que tuvo Barbacoa, aunque reduciéndose a los callos en temporada y a un soberbio pote de botillo o butiello. Le interesaba trabajar sobre todo la barra, las tapas y los buenos embutidos. Las paredes estaban encaladas, con espejos y las maderas pintadas de verde, las sillas de negro y los veladores de las mesas eran de mármol. Presidía la barra una gran cafetera de bronce, procedente del desguace de un barco. En este marco se desenvolvió Belarmino durante algún tiempo: no mucho. Su historia merececapítulo aparte.

La Nueva España · 12 septiembre 2009