Ignacio Gracia Noriega
Alrededores de la calle Uría
La gran aspiración de los revolucionarios del 34 era tomar café en Peñalba
En una época tan desquiciada como ésta, en que las cosas cambian de manera clamorosa, formidable, inescrutable, y en la que nada es seguro, más vale darse un paseo por la calle Uría y alrededores: quiero decir, por la calle Uría de hace treinta o cuarenta años. Ahora las cosas son más problemáticas que de aquélla, incluido para el mosquito tigre, que vino aquí de la mano de los cuarenta y tantos asesores de Areces en materia de cambio climático y el pobre por poco se muere de frío como consecuencia de la invernada que le cayó encima. Por lo demás, resulta que el rector de la Universidad de Oviedo no da «la talla intelectual» para hablar con un sujeto de quien no se sabe que haya hecho otra cosa que «estar en la pomada» (como dicen allí de donde vino) y «vivir del presupuesto»: De manera que «alegría, venga alegría», que motivos hay de sobra: nueve de cada diez billetes conservan rastros de cocaína porque fueron utilizados para esnifar. ¡Vaya nivel más alto! No me extraña, porque con los tipos de interés por los suelos, lo normal es que el dinero se emplee para esnifar, como antes se empleaban los billetes de cinco duros para encender cigarros habanos. Ahora, como el tabaco no es «políticamente correcto» y la droga sí lo es, se le da al dinero un uso digno de su rango. En una sociedad sin valores, es lógico que el dinero carezca de valor. Otro caso es que ahora se pueda comprar un abortivo en las farmacias como si fuera pastillas juanola. ¡Excelente manera de culminar la igualdad de la mujer y de profundizar en la democracia! Aunque la verdad, no acabo de creer que nueve de cada diez billetes estén impregnados de coca, como no me creo las estadísticas sobre el aborto, porque en caso de que no se trate de fantasías para demostrar lo avanzado que ha llegado a ser «este país», todo el mundo estaría pirado a todas horas y buena parte de las mujeres estaría abortando. Por favor, un poco de contención en el abuso de la estadística demagógica.
En el año 1977, cuando todavía no se esperaba ni de lejos al mosquito tigre (¿se dan cuenta de que ahora que no hay Dios ni infierno intentan asustarnos a todas horas con el colesterol o con el mosquito tigre?, sin ir más lejos, mientras el Estado vela por nosotros para mantenernos en estado de vigilancia perpetua «políticamente correcta»), en el año 1977, digo, el Colegio Oficial de Arquitectos de León y Asturias publicó un libro de lectura instructiva, «El barrio de Uría en Oviedo», en el que se consideran como límites de este conjunto, por el Norte, la sucesión de las calles Manuel Pedregal, 9 de mayo, Caveda, plaza de Longoria Carbajal y Santa Clara, y por el Sur y el Oeste, la avenida de Galicia y la calle del General Zubillaga. El centro propiamente dicho de la ciudad lo constituyen la calle de Uría y su prolongación, la calle Fruela, y el paseo de los Álamos, que en cierto sentido puede entenderse como la acera izquierda de la calle Uría durante un tramo. Por cierto, en mi artículo anterior, «El centro de Oviedo », se desliza un error que el buen sentido del lector habrá enmendado: donde pone «Campillín», evidentemente se hace referencia a «El Escorialín».
En este barrio fue donde se situó la mejor hostelería de Oviedo, la más clásica y la de mayor calidad. «El número de hoteles y pensiones ascendió de 1950 a 1959 más de la mitad de los de la ciudad –escribe Jesús Antonio Pérez– y los cafés y restaurantes proliferaron hasta sumar 44. Muchos de ellos adquirieron una participación importante en la vida cotidiana de la ciudad, constituyendo un elemento entrañable del barrio que paulatinamente evoluciona hacia formas e instalaciones más modernas, adaptándose a las circunstancias de una organización económica más desarrollada en el país, que lleva anejo un modo de vida más rápido, sin tiempo para las tertulias que en tan alto grado caracterizaban aquellos establecimientos». Al escribir «tertulias», inmediatamente acude el Café Peñalba, durante muchos años el mejor y más representativo de Oviedo. Ricardo Vázquez Prada escribió una novela titulada «Tomar café en el Peñalba», pues parece ser que era esa la gran aspiración de los revolucionarios que cercaban Oviedo en 1936-1937. Lo hubieran podido tomar cuando entraron en la ciudad «con la dinamita en la mano» en 1934 de no haber destruido buena parte del casco urbano, pero en 1936 no se les dio esa oportunidad. De todos modos, no se crea que el deseo de comportarse y vivir como burgueses (aspiración de lo más legítima) tomando café en el Peñalba era distintivo exclusivo de los revolucionarios, porque en las trincheras contrarias, el general Mola se proponía tomar café en la Puerta del Sol mientras las tropas nacionales cercaban Madrid. Y no pudieron tomar ese anhelado café ninguno de los dos: ni los revolucionarios en el Peñalba ni Mola en la Puerta del Sol.
El Peñalba fue el café ovetense por antonomasia. Durante algunos años de la primera mitad y mediados del siglo XX, en la calle Uría se situaban el restaurante de mejor vitola, el Casablanca, y el café más clásico, el Peñalba. Pero no había muchos más establecimientos hosteleros, porque la calle Uría fue siempre una calle muy comercial, con grandes comercios del ramo del vestir, de la joyería, etcétera, pero no hostelera. También hubo un cine inolvidable, el Aramo, en el que, si mal no recuerdo, hubo la primera pantalla de cinemascope. La primera película que vi por el sistema de scope fue «El diablo de las aguas turbias», de Sam Fuller, que se desarrollaba en un submarino, y la segunda, «Coraza negra», de Rudolph Mate. Guardo los programas de mano de ambas: el primero tiene la forma de un submarino y el segundo, de un escudo negro con letras rojas.
El Astoria, en un extremo de la calle, muy próximo a la plaza de la Escandalera, tenía entrada por la calle Uría y por la calle Pelayo. Era un bar estrecho y alargado, muy coqueto, con una hilera de taburetes delante de la barra, en los que se sentaban los clientes a beber «corazón de indio» y a fumar tabaco rubio americano. Según Ávila, tenía un aspecto muy francés. Él sabría, porque había ido un montón de veces a ver la película «No me digas adiós» en el cine Ayala, que se desarrollaba en París, y se sentaba en la primera o segunda fila del patio de butacas para comprobar si se le notaba la dentadura postiza aYves Montand. Todo lo entonces era «chic», se suponía que era debido a que tenía aspecto «muy francés». ¡Y pensar que los «modelnos» de ahora sólo aspiran a vivir en NuevaYork! Por lo menos, París tiene la ventaja de que si las cosas van mal dadas, se puede volver a casa andando. Es prudente desconfiar de los lugares a los que hay que ir en avión o en barco. Imagínense que pierden el billete o que les dan el timo de las estampita en Manhattan. Es más llevadero atravesar los montes Pirineos a pie que el Atlántico a nado.
Del Astoria me contaron una anécdota que ha sido repetida muchas veces. Había varias señoritas fumando y tomando compuestas, sentadas en los taburetes de la barra. Supongo que alguna enseñaría un poco más de pierna de lo debido, aunque espero que no tanta como para que el espectáculo pudiera ser calificado de «gravemente peligroso». Dejémoslo en «grave », que ya era pecado y había que confesarlo. En estas, entró en el Astoria el aldeano de turno y, solazándose de la vista, preguntó a las del taburete:
—Señoritas, ¿molesto si pregunto?
Entonces no se tuteaba a las personas que no se conocía, como acostumbran ahora a hacer hasta los camareros de cualquier establecimiento de poco más o menos. El aldeano de este cuento era persona bien educada, por lo que las señoritas, muy complacientes, le otorgaron el permiso solicitado:
—No, buen hombre, pregunte lo que quiera.
Y el aldeano, mirando con ojos pícaros, que le daban vueltas como los de Groucho Marx cuando ve a la millonaria gorda, lanzó la pregunta como quien pega un tiro:
—¿Por un casual son ustedes prostitutas?
No dijo «prostitutas» exactamente, pero a buen entendedor le basta con la palabra más larga. Con el tiempo cerró el Astoria y antes había cerrado el Peñalba y también cerró un Cecchini hacia la parte de la Estación del Norte. El único café tradicional de la calle Uría que sigue en su sitio es el Rívoli.Y al final de la calle, encarando directamente la Estación del Norte, está otro establecimiento tradicional, Santa Cristina, con acreditada confitería y vistas a la estación. Siempre me parecieron establecimientos gemelos Santa Cristina y La Mallorquina, en la calle Milicias Nacionales, que puede ser considerada como una prolongación natural de la calle Uría. Si uno va por la calle Uría y tiene necesidad de tomar una copa, lo más a mano si va por la acera derecha es La Mallorquina. El establecimiento es un buen escaparate de la vida y del latido de la ciudad. Como antes, las señoras meriendan y se forman tertulias. La confitería es excelente. Siempre hay señoras guapas en las mesas, acompañando a señoras más ancianas.Y por la calle, la vida pasa y pasa.
La Nueva España ·23 mayo 2009