Ignacio Gracia Noriega
El Nacional y Facio
Los bares frecuentados por la soldadesca del Milán
Los que hicieron el servicio militar por los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, sobre todo los que no eran de Oviedo, se acordarán de algunos bares de Santullano, Teatinos y Pumarín, que fueron muy famosos entre la soldadesca. Supongo que se acordará de ellos mi amigo Eduardo Lagar Canga, que alguna vez habla de hacer una asociación de antiguos soldados del regimiento de Milán. Este regimiento había sido del Príncipe y era de los más antiguos y gloriosos del Ejército español: le llamaban El Osado, y el membrete de Milán supongo que le vendría de las campañas de Italia del siglo XVI. Sin embargo, a pesar de tanta gloria, había perdido una bandera en no sé qué guerra, por lo que estaba arrestado a que los soldados hicieran las guardias con casco de acero, que era pesado e incómodo. En cambio, los oficiales, que digo yo que más responsabilidad habrían tenido en la pérdida de la bandera, estaban dispensados del arresto y hacían las guardias con un liviano casco de plástico.
El Milán era un solar enorme, que llegaba desde casi Santullano hasta asomarse a la calle General Elorza (que a pesar de su grado no era un militar de los que mandan regimientos, sino uno de los precursores y pilares del industrialismo en Asturias), y por sus prados se distribuían las compañías para hacer la instrucción. Como nadie segaba aquellos prados, se podía tener la impresión de que se estaba en las selvas de Vietnam. A veces las compañías iban a Rubín no recuerdo a qué, y al pasar por Ventanielles, los soldados observaban que no había prendas femeninas colgadas en los tendales. Aquello era obsesión, aunque no tanta como la que ahora muestran las cadenas de la TV, en las que parece que no se piensa en otras cosas que en el dinero y el sexo. Yo estaba en transmisiones, lo que me liberaba de cargar con el mosquetón Máuser. En su lugar debería llevar pistola; pero en lugar de pistola, rellenábamos la pistolera con papel de periódico para dar la impresión de que había algo dentro. De desfilar estaba también eximido, porque era incapaz de marcar el paso. Durante el tiempo que estuve en el cuartel del Milán padecí el acoso de dos militares profesionales: el teniente Camacho, que era un tipo presumido aunque no con ello ocultaba su condición aldeana, y el teniente Juan, un tipo alto, malencarado, rostro amarillento con gafas oscuras y expresión de permanente dolor de estómago, del que los soldados decían que era «muy militar», dando a entender que era implacable. Ambos tenían en cuenta que yo estaba haciendo la «mili» de soldado raso porque no había podido ingresar en las milicias universitarias a causa de mi ficha policial de «desafecto al régimen»: lo mismo que yo, José Antonio López Brugos, Guillermo Menéndez del Llano, Prisciliano Fernández, Álvaro Ruiz de la Peña, Antonio Masip y algún otro. El teniente Camacho, al llegar yo al Milán, me llamó aparte y me dijo que como estaba fichado por la Policía, si en aquella compañía pasaba algo raro o había algún indicio de descontento, ya sabía a quién buscar. Añadió que un oficial de academia militar como él tenía mayor formación que un universitario, porque además de recibir una cultura superior, habían aprendido disciplina y estaba en mejor forma física. De la formación física de este oficial, no dudo, pero en lo que a la mente se refiere, la tenía plana. Tanto Juan como él hicieron lo posible por convertirme en algo que nunca fui: un antimilitarista. En cambio, guardo muy buen recuerdo de los tenientes Enedino y Herrera, ahora coroneles, y con el último mantengo una buena amistad. Entre los suboficiales había uno llamado Vallejo, buena persona en general, salvo cuando alguien tarareaba la musiquilla que acompañaba al anuncio radiofónico de Muebles Vallejo. El coronel era Carlos Valdés, con quien luego tuve relación en Villaviciosa, y había dos tenientes coroneles: Brasa, un tipo tranquilo, y Prendes, personaje apresurado, cascarrabias y tiquismiquis. El físico proclamaba la forma de ser de cada uno: Brasa era grueso, de cara redonda y ademanes lentos; Prendes, en cambio, era delgado como una estaca, de poca estatura y con el rostro alargado, pálido y ceñudo.Y aquí quisiera recordar (en esta especie de «memoria militar» improvisada» a Benjamín, payariego de Llanos de Somerón y capitán castrense, que había sido compañero en las aulas de la Universidad de Oviedo (aunque, naturalmente, era de más edad que yo), y al comandante Marcelino Alas, tío de Juan Cueto y persona buenísima que me consiguió un destino muy cómodo en la Comandancia de Obras de Rubín, que me permitió leer las obras completas de Dostoievski en los tres tomos de Aguilar, y tomar mucho vino con el teniente coronel Riestra, personaje formidable, nacido en la Riera de Covadonga, y que había estado en África, en la Revolución del 34, en la guerra civil, y en la División Azul y en Sidi Ifni. En Rusia, un tanque le pasó por encima de un brazo: por fortuna, la nieve, haciendo de colchón, evitó que se lo hiciera papilla, pero le quedó como una tabla de lavar. Habitualmente vestía de paisano, íbamos al bar de Facio y tenía una pistola Luger que le había regalado un oficial alemán.
El bar de Facio era el más famoso de Rubín. Facio era de Luarca y había sido jugador del Real Oviedo en los primeros años cincuenta. Pertenecía a la generación intermedia entre la de Herrerita y Emilín (cuya vida futbolística se prolongó hasta aquellos años) y la de Marigil, Artabe, etcétera, que son los de la época en la que yo iba al fútbol. Algunos, después de retirarse del fútbol, pusieron bares, como Artabe en la calle de San Bernabé y Facio en Rubín, y el gran Falín, uno de los futbolistas más finos y caballeros que dio Asturias, que jamás perdía la sonrisa, ni las prisas al andar, llevaba la cantina del Vasco, la más hermosa del mundo. ¡Qué gran salvajada fue que la destruyeran los oficiantes del progreso urbanístico!
Facio preparaba montones de bocadillos para consumo de los soldados que hacían el servicio militar en Rubín. La mayoría pertenecían a la Caja de Reclutas; los de la Comandancia de Obras éramos poco más de media docena, y teníamos dos jefes de categoría, excelentes personas: el teniente Pereyro y el alférez Hidalgo, que era de Trubia, y todos los ejemplos que ponía se referían siempre a Trubia. Ambos eran personas de edad, vestían de paisano y eran pacíficos y civilizados. En cuanto a la tropa de la Comandancia, estaba al mando del cabo primero de reenganche Caballero, y de los que estábamos allí a «verlas venir», el de más categoría profesional era un ferrallista.
Facio era un hombre fuerte, con el pelo negro peinado hacia atrás: tenía una buena mata de pelo. Era locuaz y muy simpático, y estaba muy bien informado de tono lo que sucedía en Oviedo, y eso que apenas salía de su bar. Los bocadillos eran magníficos. El día que nos licenciamos encargamos allí una fabada que nos supo muy bien. Ese día me pagaron unos atrasos (a los soldados nos pagaban treinta y tantas pesetas al mes), que gasté en la Gran Taberna en un cóctel de gambas. Luego, calculo que habré vuelto a Rubín, para comer la fabada.
Cuando yo hice la «mili» en el año 1968 (así que no cuento que por esas fechas estaba en París tirando adoquines durante los fastos de mayo, porque evidentemente sería un anacronismo), ya el país daba muestras de estar «refalfiado», y una de las muestras de esa abundancia era el desprecio que los quintos hacían por el rancho. ¡En su casa comían muchísimo mejor! Tales alardes llevaron a la tumba a un pobre hombre de mi compañía en El Ferral, que obstinándose en no ingerir otra cosa que leche, murió al poco tiempo.Y había un gallego en mi compañía (el único gallego) que estaba muy mal visto, porque lo comía todo. Por lo general, los que hacían ostentación de tener dinero, en El Ferral salían a comer a los bares zarrapastrosos que se encontraban junto al campamento: a lo que se aunaba el espíritu aventurero, porque estaba prohibido comer en aquellos lugares, de manera que había que escaparse por un roto en la tela metálica que conocían la mayoría de los soldados, pero que inexplicablemente era desconocido por los oficiales. Los famosos «bares» de El Ferral eran auténticos chamizos que a veces no pasaban de tendejones con techos de uralita. Allí servían un invariable plato único de medio pollo con patatas fritas al precio también invariable de 50 pesetas. Si el cantinero tenía alguna hija lozana, la afluencia de mílites estaba aseguraba. Y no digo yo que en El Ferral se comiera mal, porque hice muchas cocinas, debido, ya digo, a que nunca fui capaz de marcar el paso. Una carne a la jardinera que formaba parte del rancho estaba bastante bien, y la paella, milagrosamente, no se pegaba. Otra cuestión eran los «rancheros», soldados veteranos vestidos con buzos, al cargo de la cocina, que nostrataban a los reclutas con altanería y desprecio. Uno de ellos, un guaperas que pretendía ser actor de fotonovelas, me dijo un día, señalando un cerdo que acababan de descargar sobre una mesa: «Despiézalo».Yo contesté que no sabía y entonces aquel fulano se puso a gritar como un loco: «¡Teniente Angelín, teniente Angelín, aquí hay otro testigo de Jehová!». Lo de testigo de Jehová lo decía porque había uno en el calabozo, que no queriendo vestir el uniforme militar, lo tenían encerrado en calzoncillos y camiseta. El teniente Angelín era medio enano con un cabezón enorme, y había estado en África: pero entendió mis razones: que una persona que nunca despiezó un cerdo no es la más apropiada para hacerlo por primera vez para el rancho del día siguiente. El guaperas cambió de actitud hacia mí cierto día que me dijo que aspiraba a trabajar en una película de Julio Coll. «¿Le conoces? », me preguntó. «Es amigo mío». A partir de aquel día, me destinó a pelar patatas. Había cuatro peladoras automáticas y nosotros sólo teníamos que meterlas en agua y trocearlas. Pero cierto día se estropeó una peladora, sobrecargamos las tres restantes, y al final no funcionaba ninguna. Tuvimos que estar pelando patatas hasta el alba. Brugos se acordará.
El bar el Nacional era el equivalente en Oviedo, muy próximo al cuartel de El Milán, de los «chiringos» de El Ferral. Estaba lleno de quintos, sobre todo a las horas de paseo. Muchos dejaban la ropa de paisano en él, se la cambiaban para ir a echar un vistazo a la calle Uría, y al cabo de una hora volvían a ponerse el «caqui» para regresar al cuartel. También eran ganas de andar cambiándose de ropa. Naturalmente, los que vivíamos en Oviedo no teníamos que echar mano de esos recursos. la comida de El Nacional gozaba de una gran popularidad entre el estamento militar subalterno, léase soldados sin graduación y clase de tropa hasta cabos primeros. El plato estrella y tal vez el único era como el de El Ferral: medio pollo, un platado de patatas fritas que rebosaban el plato y un par de huevos fritos. El precio era el mismo: 50 pesetas.
La Nueva España · 9 mayo 2009