Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

La calle de la Lila

La calle de la Lila tenía para mí un perfume romántico. Perfume, debo advertir, no debido a las lilas, que no creo haber visto jamás en esa calle, sino a una película clásica del cine francés, titulaba «Porte des Lilas», del sobrevalorado René Clair, y que, por fortuna, no he vuelto a ver desde entonces.Y escribo «por fortuna» porque temo que si vuelvo a verla tal vez me decepcione, como otras de René Clair, un director a quien se llegó a considerar un auténtico genio de la pantalla y uno de los cinco (¡cinco!) grandes creadores cinematográficos, al lado de Charles Chaplin, Serge Mijailovitch, Eisenstein, ¡el indio Fernández! y no recuerdo quién era el otro: desde luego, no era OrsonWelles, porque por entonces, en España -e incluso en Francia- se suponía que era un actor que hacía habitualmente papeles de personaje muy poderoso (rey o general o multimillonario) y en ocasiones malvado: en esto rivalizaba con Charles Laughton, que lo mismo interpretaba a Herodes, a Enrique VIII que al tímido profesor de «Esta tierra es mi tierra», de Jean Renoir, y de paso dirigía una auténtica obra maestra, poética e inquietante: «La noche del cazador». La diferencia entre Laughton y Welles era que éste había dirigido no una obra maestra, sino media docena, y no pudo dirigir más porque no encontró quien se las financiara. En aquella lista de los cinco grandes del cine tan despistada yo creo que hubiera podido entrar hasta el mismísimo Gonzalo Suárez, que últimamente va de «genio» por la vida, aunque en su modestia se disfrace de pastor pakistaní, y de quien se proyectó el otro día por TV «Oviedo Express»: como me gusta el cine, en su lugar vi en vídeo «De repente, el último verano», de Mankiewicz, pero no deja de tener sus perendengues que al año de haberse rodado esta película ovetense (cuando ya se le agotó el «rollo» catalán, Suárez siempre aspiró a desembarcar en Oviedo) ya se haya acogido al «cementerio de elefantes» de la televisión: lo que indica que poca vida tuvo en las salas de proyección. Aunque otra de sus películas, «Al diablo con amor», sólo duró un par de días en el cine Principado, y eso que era también de escenarios asturianos: en el resto de España, ni la vieron.

En fin, a lo que iba: René Clair era un cineasta de tanto prestigio que hasta le hicieron miembro de la Academia Francesa, lo que apareja la condición de «inmortal».Y se elogiaban por todo lo alto sus películas «poéticas» y «literarias», cuando de lo que se trataba no era de hacer literatura, sino de hacer cine, de ser poeta con la cámara y en la «puesta en escena»: por eso, el cine de Dreyer, de Renoir, de Rosellini, de John Ford (y voy a hacer un guiño a la buena gente de «Cahiers de Cinéma», de Nicholas Ray y de Sam Fuller), no envejece y es posible que no envejezca nunca. Ahora bien, yo recuerdo haber visto «Las maniobras del amor», de Clair, en el Agora Foto Cine Club de la calle Santa Susana, y me gustó, más que nada porque era una película de cineclub, y esas dos palabras juntas, «cine y club», resultaban mágicas como antídoto del cine comercial y norteamericano que tanto despreciábamos (aunque a mí las películas que verdaderamente me gustaban eran las de piratas, las de selva, las policiacas y, sobre todo, las del oeste: las mismas que me gustan ahora). No obstante, fui a ver «Porte des Lilas» como quien va a un acto trascendental. Mas por aquellos días yo andaba enamorado de una chica rubia de cara redonda llamada Rosa Mari, y un boticario que la conocía había quedado en presentármela la misma tarde que yo iba a ver «Porte des Lilas». Así que, mediada la proyección, salí del cine, corrí hacia la botica o farmacia próxima y, después de esperar cinco minutos y a la vista de que Rosa Mari no llegaba, volví al cine, sin hacer caso del consejo de Juan Benito de que a un ministro se le espera diez minutos y a una mujer media hora: pero ya que no llegaba Rosa Mari, por lo menos no quería perderme a Dany Carrel, que, además de ser muy mona, salió en sujetador en una escena que inexplicablemente escapó al ojo avizor de la censura. En la película, además de Dany Carrel, salían Pierre Brasseur (un actor de tanta «qualité» como el propio Clair) haciendo de tonto bueno, y Georges Brassens haciendo de Georges Brassens con bigote y guitarra. Georges Brassens había comido una vez, hacía mucho tiempo, «foie-grass», y siempre se acordaba de aquel manjar digno de las divinidades del Olimpo, por lo que Juju (así se llamaba el tonto, esto es, el prestigiosísimo Pierre Brasseur) una buen día, o una oscura noche, roba en una tienda de las que aquí llamábamos de ultramarinos, y lleva al banco del parque o debajo del puente donde residía su amigo cientos de latas de «foie-gras». Había allí «foiegras» para satisfacer a un regimiento y para demostrar la gran amistad que el tonto sentía hacia el artista.

Por lo tanto, cada vez que yo bajaba o subía por la calle de la Lila, me acordaba de Rosa Mari, de Dany Carrel y del «foiegras»: todo muy romántico, aunque en la calle ovetense no hubiera lilas (probablemente en la plaza parisina tampoco las hubiera). Años más tarde, leyendo «nombres y cosas de las calles de Oviedo», de José Ramón Tolivar Faes, me enteré de que el nombre no procedía de la hermosa flor que fue adorno de los jardines de Persia, sino de una señora llamada Lila y, para colmo, apellidada Morralla. No voy a insinuar que a causa de ello haya sufrido decepción tan grande como mi tocayo Ignacio Ichaso, el protagonista de «La vida sale al encuentro», la voluntariosa novela del padre jesuita José Luis Martín Vigil, que se decepcionó mucho cuando se enteró de que el teatro Campoamor tomaba su nombre no por «campo del amor», sino de un señor que salía en el manual de Literatura de sexto y que, por si fuera eso poco, había sido además de poeta, gobernador civil, motivo que, sumado a la muerte de su hermano pequeño poliomielítico, condujo al tocayo al ateísmo practicante durante quince días (exactamente), hasta que el padre jesuita y director espiritual que asimismo era ingeniero naval y había sido novio de mamá, le volvió al redil de dos pasadas sin necesidad de acudir a las cinco vías de Santo Tomás, porque aquel Ignacio era un gilipollas, y de mí se podrán decir muchas cosas, pero no que soy gilipollas. Aunque, en fin, para qué negarlo, empecé a mirar la calle de la Lila con otros ojos. Cuando menos, me olvidé de la película de René Clair, del propio René Clair, de Dany Carrel y ¡ay! de Rosa Mari. Lo único que sobrevivió a aquel desastre fue el «foie-gras».

La calle de la Lila va desde la calle Caveda hasta la del General Elorza, toda cuesta abajo y, como específica Tolivar Faes, a finales del siglo XIX era una calleja que desde el estanco descendía hasta Pumarín. En 1910 recibió el nombre de Rafael Altamira, que era un señor muy sabio, muy catedrático de la Universidad de Oviedo, muy krausista con toda la barba, de grandísimo mérito en general aunque también muy pelmazo y con esa absoluta falta de brillo, de chispa y de humor que caracteriza a los krausistas. Pero el pueblo ovetense, siguiendo su inveterada costumbre de llamar a las calles y plazas de la ciudad por su nombre y no por los que se le ocurran alAyuntamiento, siguió llamando a la calle de don Rafael Altamira, calle de la Lila, como siempre llamó la Escandalera a la plaza del Generalísimo y el paseo de los Álamos al paseo de José Antonio, antes de Pablo Iglesias, antes del Príncipe... Con lo que la sabiduría ovetense demuestra que los hombres y los regímenes políticos pasan, mientras que las calles permanecen. Lo que es una manera de afirmar la permanencia de la ciudad.

A mitad de la calle estaba la sidrería Muñiz frente al palacete de Uría. Muñiz era un lagarero de Tiñana que en su establecimiento vendía, como es natural, sidra de Muñiz. Allí no había otro palo, así que a quien no le gustara su sidra, ya sabía lo que le quedaba. Tal vez por este motivo no figuraba entre las sidrerías clásicas. Era un local grande, con la barra a la izquierda, de azulejos, y al fondo un comedor pequeño, separado de la sidrería por una cristalera. La cocina era buena, bien condimentada y sabrosa, y fue, según mi cálculo, el primer establecimiento de Oviedo en el que se sirvieron medias raciones. Muñiz era un tabernero en la línea de Enrique el de La Perla, Tuto y demás, pero más aldeano.Yo solía entrar con un hermoso setter laverack y a Muñiz le gustaba el perro y le daba restos de comida que «Revólver» agradecía moviendo el rabo con más potencia que un molino eólico. Pero un día que estaba allí Pedro Masaveu tomando sidra, Muñiz se puso tan versallesco que me dijo: «Los perros, a la cuadra»; y me echó. Denuncié el hecho a Nieves Peón, que dirigía el suplemento infantil de «La Nueva España», y dedicó a aquel abuso un artículo reprobatorio, ilustrado por un dibujo de «Revólver» que salía muy favorecido.

Más abajo, cerca ya de General Elorza, estaban las Bodegas Capellán, un bar de vino y pinchos de queso de Cabrales, que tenía al fondo un montón de barricas de vino y en el que predominaban los colores rojizos. La barra estaba a la izquierda, según se entraba, y el público degustaba el vino tierra con la misma seriedad con el que las gentes de ahora beben ribera del Duero en las vinaterías.

La Nueva España ·21 febrero 2009