Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Gran Vía

Mi recuerdo más vivo del bar Gran Vía es de carácter casi épico: la Policía Armada acababa de disolver una manifestación en el paseo de los Álamos contra la guerra de Vietnam y algunos manifestantes nos internamos Parque de San Francisco arriba, algunos para confundirse con los transeúntes de la calle Santa Susana, y yo, al menos, para entrar a tomar una cerveza en el bar la Gran Vía, que hacía esquina en la avenida de Galicia con la calle Asturias, porque los pasados momentos de acción me habían dejado la boca seca. Otros manifestantes habían sido más rápidos que yo y ya estaban acodados en la barra, bebiendo consumiciones varias y comentando que con otras dos manifestaciones como aquella tumbábamos el franquismo.Yo nunca entendí muy bien esa tendencia tan acusada en la izquierda española que cuantos más palos lleva, más optimista es. Incluso ahora con la recuperación de la «memoria histórica», que no es otra cosa que la lúgubre celebración de una terrible derrota. El otro día, sin ir más lejos, vi a Luisín Prieto, con el mismo aspecto que hace veinte años, y me dijo que había ido al Mazucu a conmemorar la batalla y poner una lápida en aquella montaña en la que la brigada móvil de Carrocera no fue capaz de resistir el avance del Ejército nacional. Le dije, sorprendido:

—¡Buena ha de ser la vuestra, que sólo sois capaces de celebrar batallas perdidas!

—Las perdimos porque los otros tenían mejor ejército, y además los ayudaban Alemania e Italia -protestó mi amigo, hombre de principios inquebrantables.

—Lo que fuera.A vosotros os apoyaba Rusia, y sólo conseguisteis que se llevara las reservas de oro a Moscú.

Siempre es desmesurado celebrar una guerra, y mucho más una guerra que se ha perdido, pero qué le vamos a hacer. España es así, señora: también tuvimos un rey, Felipe IV, que era, según Quevedo, como los hoyos: más grande cuanta más tierra le quitaban.

Aquella tarde de la manifestación deVietnam quedamos un buen rato en la Gran Vía. Como la Comisaría de Policía estaba cerca, oíamos la entrada y salida de furgonetas, con gran despliegue de sirenas. En la barra y las mesas de la Gran Vía corrían rumores tanto como corría el vino. Se cuchicheaba que habían sido detenidos Fulano y Mengano. En realidad, sólo fue detenido, al menos que se viera, un alto y apuesto estudiante de Derecho, miembro destacado de la organización fascista Defensa Universitaria y peinado hacia atrás con toda la gomina que sobró del tango que se encontraba en primera fila del público espectador con la esperanza de poder echarle una mano a la Policía. Un policía se acercó a los espectadores que se encontraban en el límite de los acontecimientos, en el bordillo entre el paseo de los Álamos y la calle Uría, para ordenarles que se dispersaran, y el elevado y un tanto cadavérico defensor de las esencias universitarias de puños y pistolas se encrespó airado:

—¿Cómo me confunden a mí con un rojo de mierda? ¡Usted no sabe quién soy yo!

—No lo sé, pero en Comisaría lo averiguaremos –contestó el policía, y a empujones le metieron en un furgón. Esto, naturalmente, compensó a muchos de la carrera que tuvieron que echar campo a través para escapar de los toletazos de los grises.

El bar de Gran Vía era grande, con entrada por la avenida de Galicia y ventanales a esta calle y a la de Asturias. La barra estaba al fondo y era igualmente grande, ocupaba todo el paño de pared frente a la puerta, y el resto del local estaba ocupado por mesas de madera oscura. Especialmente atractivas eran las situadas al lado de los ventanales, pues eran observatorios muy codiciados, ya que la amplitud de visión abarcaba no sólo las calles en que se encontraba, sino también el Campo de San Francisco y los arranques de las calles Santa Susana y Toreno, zonas muy concurridas. No lo eran tanto cuando se fundó el establecimiento, a finales del siglo XIX, hacia mil ochocientos ochenta y tantos y la casa en cuyos bajos se encontraba era la única de esa parte de Oviedo, ahora pobladísima. Se trataba de una casa grande, de dos pisos con balcones de hierro y dos miradores de cristalera, uno encima de otro, y sobre el tejado sobresalían los casetones del abuhardillado. Una buena casa de ciudad de provincias, en una palabra, pero que para los ovetenses que hacían la vida en el centro de la ciudad, que entonces se situaba en la calle Cimadevilla, en torno a los tres ejes de la Catedral, el Ayuntamiento y la Universidad, se encontraba no ya en las afueras, sino en pleno campo, por lo que, en los anuncios de la época, el nuevo bar se presentaba como «al lado del Campo de San Francisco». El edificio fue construido por don Marcelino Fernández, que también inauguró el bar y estuvo a su frente hasta que se hicieron cargo de él un matrimonio compuesto por Natividad y Manuel, sobre quienes Arrones Peón no aporta más datos: éstos lo traspasaron en 1921 a Luis Alonso Díaz y Enriqueta Collada Pruneda, matrimonio procedente de Nava.A la muerte de don Luis, doña Enriqueta continuó al frente del negocio y de la dirección de la cocina, hasta que se hicieron cargo de él los dos hijos, Jorge Jaime y José Luis, uno alto y otro bajo, uno licenciado en Derecho y el otro en Medicina, ambos muy serios, muy competentes y discretos detrás de la barra.

El edificio de la Gran Vía fue durante muchos años el único de la calle Asturias: tan sólo un poco más arriba, en lo que en la actualidad es avenida de Galicia, había dos o tres casas de planta baja. Al principio era una mezcla de bar, restaurante, hospedería y lugar de contratación de obras diversas, según anuncio reproducido por Arrones: «La Gran Vía, calle de Asturias, número 1 (al lado del Campo de San Francisco). Esta casa se encarga de toda clase de comidas para dentro y fuera de la población. Tiene, además, espaciosas habitaciones para familias que deseen estar independientes. Su dueño, Marcelino Fernández, recibe encargos para toda clase de obras de carpintería, cantería, mampostería, albañilería, pintura y todo lo concerniente al ramo de ebanistería, por precios muy arreglados».

El establecimiento empezó a ser concurrido por médicos, practicantes y enfermeros del hospital, que estaba muy próximo, y por los carreteros que hacían transportes desde los areneros y canteras de la zona de Buenavista. Resulta difícil imaginar aquel Oviedo en el gran tráfico actual de la zona. El vino era de León y la sidra de Nava. Cuando doña Enriqueta y don Luis se hicieron cargo del establecimiento empezaron a servir en la barra tacos de queso y jamón, a modo de «pinchos» y tapas de bacalao, fabada o callos. Probablemente fue el primer establecimiento de Oviedo que sirvió tapas y pinchos. El pincho era un trozo de pan con chorizo, jamón, queso, tortilla de patata, etcétera, al menos hasta que vinieron los cocineros posmodernos con pretensiones a crear ciertos churriguerismos de lo más pedante y desatinado. El colmo es tener que comer un pincho con cuchillo y tenedor. Poco intuía doña Enriqueta cuando empezó a hacer los primeros pinchos los delirios a que daría lugar aquella cosa tan sencilla.

Melquíades Álvarez, que vivía en un chalé en la Silla del Rey, hacía siempre escala en la Gran Vía. Tomaba leche procedente de una vaquería de su propiedad, que la mujer del casero bajaba todas las mañanas al bar. El año 1922 se inauguró la línea de tranvía desde el centro de Oviedo a la Silla del Rey por la calle Toreno. El día de la inauguración o el siguiente se produjo un accidente desgraciado, pues al tranvía que bajaba se le estropearon los frenos y fue a empotrarse en la calle Uría, contra la droguería Barga y el comercio de Campomanes. Como dato curioso, la Gran Vía dejó de servir sidra cuando las mujeres empezaron a entrar en los bares, porque protestaban por las salpicaduras al escanciar, por las manchas sobre la ropa (tema, por cierto, de la primera novela de Sara Suárez Solís) y por el mal olor que deja por mucho que se extreme la limpieza. No les faltaba razón. El bar era de tertulias de sobremesa y el comedor estaba muy concurrido por familias. La cocina era de las que se denominan «caseras»: sabrosa, bien presentada, con guisos muy exactos y sin alardes.

La demolición del edificio no supuso el fin de la Gran Vía, que, cruzando la calle, se estableció enfrente. Es un establecimiento más reducido que el original, de aspecto confortable y con un gran mural a la entrada que ilustra en viñetas el «Cantar de Mío Cid», obra de Legazpi, según creo. Es una buena obra de arte, uno de los atractivos del establecimiento.

La Nueva España ·10 enero 2009