Ignacio Gracia Noriega
Enrique el Victorero y el Casablanca
Yo no conocí, naturalmente, el Casablanca, porque cerró en 1947, y aunque se dice que las gentes de mi generación entraron pronto en los bares, no conozco el caso de nadie tan precoz que fuera cliente habitual de un restaurante a los dos años de edad. Por otra parte, en esta evocación de los restaurantes y bares del pasado próximo, pero ya parece lejanísimo, es conveniente recordar a don Enrique Álvarez Victorero, a quien puede considerarse como el más caracterizado fundador de la hostelería asturiana en un sentido moderno y cosmopolita. Cuando en 1935 funda el restaurante Sisters, aquello representó en Oviedo una auténtica novedad. Pero corrían malos tiempos, por lo que fue una novedad efímera. Al año siguiente, estalló la Guerra Civil, y a partir de ella, no quedó el horno para novedades: demasiadas había habido durante la fenecida República, y la mayoría de ellas se chamuscaron. El restaurante Sisters fue una de las víctimas del nuevo orden, ya que hubo de cambiar el nombre por el de Casablanca, debido a que la nueva legislación vigente prohibía el uso de nombres extranjeros en los rótulos de los negocios.
Este tipo de prohibiciones es propia de fascistas, lo mismo da que sean franquistas de la primera hornada que separatistas catalanes aliados del Gobierno socialista, por lo que se les considera como dignos de figurar en el Gotha de las democracias insólitas. El hecho de que los separatistas catalanes y vascos hayan sido antifranquistas (de los gallegos, ni se sabe) no certifica que sean otra cosa que intervencionistas y aldeanos, y por ese procedimiento autoritario no se impulsa la lengua catalana, que ya no existiría si no es a fuerza de subvenciones y medidas de este tipo, de la misma manera que prohibir carteles en inglés y francés no supuso ningún beneficio para la lengua española. Muchos años más tarde, también se intentaron españolizar palabras extranjeras con resultados tan espantosos como ridículos, como poner «güisqui» en lugar de «whisky». Como dijo alguien, me parece que Cela, a ver quién era el intrépido fabricante de whisky nacional que ponía «güisqui» en la etiqueta. Esta propuesta, lo mismo que la prohibición de rótulos del tipo de Sisters, cayó por sí misma, porque las lenguas tienen una tendencia natural que ignora, porque pertenece a otro orden totalmente distinto, los afanes e intereses de los políticos, de los demagogos y de los puristas. Eso fue como bautizar la plaza de la Escandalera con el nombre de plaza del Generalísimo. ¿Qué más daba, si todo el mundo seguía llamándola plaza de la Escandalera?
La prohibición de nombres extranjeros alcanzó cotas en extremo absurdas cuando se prohibió que los autores de las populares novelas del Oeste y policiacas firmaran con pseudónimos más o menos anglosajones, como Keith Luger (que debió de tomarlo del nombre de la pistola alemana), Clark Carrados y Silver Kane, que, según algunos malévolos, era el pseudónimo del editor gijonés Silverio Cañada hasta que el auténtico Silver Kane ganó el premio «Planeta» (cuando todavía no se concedía a cualquier especie de personajes públicos, salvo novelistas) y se desveló que a ratos perdidos componía novelas baratas. Quien sí anglosajonizó su nombre y apellidos fue Eduardo de Guzmán, que cuando hacía «literatura de quiosco» firmaba Edward Goodman, y se notaba, porque esas novelas estaban mejor escritas de lo habitual.
Fue entonces la época en la que escribían sus novelas del Oeste José Mallorquí, que popularizó «El Coyote» y «Dos hombres buenos», y Fidel Prado, que se reconocía que escribía buenos argumentos, pero se detenía demasiado en el paisaje (esto es, procuraba hacer literatura), o bien Marcial Lafuente Estefanía, que era literariamente inferior, y, en consecuencia, más popular.
El restaurante Sisters estaba instalado en el número 13 de la calle Uría, donde se inauguró el 8 de junio de 1935, y se trataba, como escribe Luis Arrones Peón, de un «lujoso restaurante que en el decir de quienes lo conocieron era, sin duda, el número uno de todo el norte de España y probablemente también de toda la Península en aquellos tiempos». Esto es mucho decir, pero puede que los informantes de Luis Arrones no exagerasen, porque la hostelería de Oviedo siempre fue de las mejores de España, aunque los sabios asténicos de la Guía Michelin no se enteren. Qué más da. La Guía Michelin representa el «snobismo», y restaurantes del tipo de Casa Conrado, Lobato y Del Arco, que son los continuadores del espíritu del restaurante Sisters, la gran cocina de verdad, sin pedanterías ni trucos.
Enrique Álvarez Victorero, junto con su hermano Maximino y sus dos hermanas, eran los propietarios del Café Peñalba y también estuvieron vinculados al hotel Pelayo, de Covadonga, otro de los establecimientos de categoría del norte de España, próximo a cumplir los cien años: un hotel tan singular que es el coprotagonista, junto con el majestuoso paisaje de Covadonga, de la novela «Altar Mayor», de Concha Espina. Por las fotografías, da el aspecto de un individuo elegante: no sé si sería familiar del otro Victorero de Colunga que fabricó una máquina para liar pitillos.
Un año después de la inauguración de Sisters, se produce la Guerra Civil de 1936, que en Asturias duró hasta 1937. Con este motivo, Enrique Victorero anotó en uno de los libros de caja del restaurante, de su puño y letra: «El 17 de julio de 1936 comenzaron a circular rumores de que el Ejército se había sublevado contra el Gobierno. El domingo día 19, la guarnición de Oviedo secundó el movimiento y Oviedo quedó aislado del resto de la provincia. Nuestros servicios, suspendidos al público, se limitaron a atender a cinco pensionistas y, posteriormente, a algunos jefes militares.
Las cocinas fueron ofrecidas al Ejército para servir a las posiciones ranchos preparados por damas ovetenses. En noviembre, liberado Oviedo, aunque cercado muy estrechamente, ensayamos un tímido servicio a la carta, con muy escasa concurrencia. El 22 de febrero de 1937, destruido por el enemigo el hospital provincial, ofrecimos nuestras cocinas a la Diputación, que las utilizó más de un mes para alimentar a mil heridos alojados en las iglesias. El 18 de noviembre de 1937, se inició la reparación de los daños de guerra, reinaugurándose el servicio el 18 de diciembre, con el nombre de Casablanca en lugar de Sisters».
La Casablanca es un edificio de aspecto neoyorkino, estrecho y alto: su nombre, en un Oviedo aficionado a poner mote a las casas, no obedece a la famosa película de Michael Curtiz, con Humphrey Bogar, Ingrid Bergman y Claude Rains, que por entonces todavía no se había filmado, sino a que era de losas blancas, y en la actualidad es de los pocos que sobrevivieron en la calle Uría, no a la guerra, sino a la piqueta de los constructores, especialmente activa en ese tramo de calle. Más de una vez le oí contar a Emilín, el legendario extremo del Real Oviedo, uno de los componentes imprescindibles de la «delantera eléctrica», que allí habían hecho guardia Herrerita y él siendo soldados, durante los sucesos revolucionarios de 1934, y aunque lo defendían con un Manser sin cerrojo, los revolucionarios no lo tomaron. El restaurante, según el testimonio del antiguo maître, Venancio Martínez, recogido por Victorero, era de verdadero lujo, con vajilla de porcelana checa, cubertería de plata y los manteles y servilletas de hilo de Damasco. En el centro de cada mesa había un búcaro con flores naturales que se cambiaban cada día. Pero el escenario, la decoración y los complementos, aunque importantes, no son lo principal de un restaurante. Lo que importa, ante todo, es la cocina, y la de Casablanca era exquisita a la par que cosmopolita: de los pescados destacaba el lenguado meunière, que durante mucho tiempo se consideró el no va más allá de la cocina fina; tanto es así, que la «madame» de aquella película con pretensiones erótico-artísticas y resultado altamente cursi titulada «Emmanuelle» no comía otra cosa. También se servía (volvemos a Casablanca) el lenguado a la inglesa y en filetes a la griega, y en carnes, el tournedó Rossini, aunque la verdadera especialidad era la langosta a la armoricana, que en realidad es «a la americana» (y en esto lamento discrepar de un profesional tan distinguido como Venancio Martínez), debido a su creador, un norteamericano llamado Peters, que tenía un restaurante en París en los años felices en los que los trasnochadores iban a cenar después de haber ido al teatro para prepararse para ir al cabaret. Esta langosta se preparaba con una salsa a base coñac y una guarnición de arroz blanco. También se servían carnes a la cazadora, a la albufera, etcétera. En definitiva, lo más típico y tópico de la «alta cocina» del momento.
La Nueva España ·6 diciembre 2008