Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Más sobre Casa Manolo

Supongo que a Ángel Cabal, de Casa Manolo, que está en horas bajas y adelgazó mucho, le apetecerá recordar los buenos tiempos pasados: cosa que hago ahora, para que las líneas que siguen contribuyan a su recuperación. Sobre recordar los buenos tiempos idos, hay opiniones disímiles: según Dante, aumenta la melancolía, y según Henry Fielding hace afirmar a su Tom Jones, hay que disfrutar cuanto se pueda para que su recuerdo sirva de consuelo en la adversidad.

Ángel siempre fue un hombre grande, con calva y ojeras. En el bar solía vestir unos pantalones caídos, jerséis de lana y chaqueta también de lana, y calzaba madreñas. A la calle salía muy pocas veces. Era muy difícil verle a él o a Serafín el del Ovetense en otra parte que no fuera el bar: Serafín detrás de la barra, mientras que Ángel se concedía mayor movilidad, y lo mismo podía estar en el patio, al lado de la chimenea, que saliendo de la cocina. Pero no creo que haya subido nunca al altillo. Cerraba un día a la semana, me parece que los martes, y ese día marchaba a León, con Tinina y los críos, Manolo y Jorge. Si era temporada de caza, llevaba también la escopeta. Si era temporada de setas, se perdía en los bosques con un cesto de mimbre. Su otra gran afición eran los palomas mensajeras. No sé si exagero, pero me parece que tenía un palomar en un patio detrás del bar.

Habida cuenta las aficiones del dueño, en Casa Manolo se reunían cazadores, micólogos y colombófilos principalmente: también filarmónicos y cantantes solistas, porque Tinina, la mujer de Ángel, era de Noreña, y como afirmaba Ramón Pérez de Ayala, Noreña fue siempre una villa, además de condal, muy filarmónica. Cuenta Eloy Noval que en cierta ocasión que el creador de Cenciella dio una conferencia en la Noreña real, y fue la última vez que pisó la villa, para él tan querida, en el local al lado del salón donde disertaba ensayaba un coro, por lo que, aprovechando una pausa, comentó: «¡Ah, Noreña, tan filarmónica como siempre!».

Asimismo, frecuentaban Casa Manolo catedráticos de la Universidad y magistrados y abogados de la Audiencia. Don Juan Uría iba con su abrigo marrón, que le llegaba hasta los tobillos, y bebía sidra, que siempre encontraba tierna. A la caída de la tarde se organizaban coros en el patio y algunas veces Manolo Nieto asaba un solomillo que llevaba envuelto en papel de estraza en la chimenea. Los domingos por la mañana había peleas de gallos, y después el gran barítono Joaquín Villa, que había cantado con Enrico Caruso en NuevaYork, cantaba «Miseria», que tenía un estribillo que decía: «Que murmuren... ¡que murmuren!». Era el momento cumbre de la interpretación de Villa, y a ese momento supremo se sumaba Manzanares, un cliente de patillas blancas e indestructible afición a la canción coral, coreando por su parte: «¡Que murmuren!», y todo el mundo le mandaba callar. Joaquín Villa era de poca estatura, regordete, con cara redonda y colorada y el pelo blanco, como si hubiera nevado sobre él. Era un poco del tipo de Lauritz Melchior en pequeño (me refiero, claro es, a la estatura). Todos los domingos llegaba después del mediodía, cuando ya se habían retirado el palenque las peleas de gallos, y se sentaba ante una mesa pequeña, casi individual, a la entrada del patio, debajo de la mandíbula de un rinoceronte colgada de la pared, y el eficiente Manolín le ponía sobre la mesa una botella de blanco de la Nava.

Se servía un par de vasos y de pronto se hacía el silencio. Ángel cuidaba de que no se escuchara en el patio ni el vuelo de una mosca.Y de pronto, la magnífica voz de JoaquínVilla, a pesar de sus muchos años, llenaba el local. «¡Que murmuren!». No murmuraba nadie, sino que estaban todos atentos, como en misa.

Casa Manolo se encontraba en la calle Altamirano, que desde Cimadevilla desemboca en la Universidad. Al lado está Casa Lito, dándose la circunstancia de que dos hermanos camareros, Manolete en Lito (llamado de ese modo por su perfil, muy parecido al del torero) y César en Manolo, trabajaban todos los días y durante muchos años, separados tan solo por un tabique.A lado de la puerta de entrada había un escaparate enmarcado en madera, donde se exponían esas dos o tres botellas inevitables y cubiertas de polvo que daban carácter a la mayoría de los bares de Oviedo con escaparate. El bar sidrería, al que se entraba directamente, era grande, con suelo de azulejos de un colorado desvaído cubierto habitualmente de serrín y el techo alto: a la derecha estaba la barra, también alta, con su desagüe debajo para que corriera la sidra. En un expositor de madera detrás se veían botellas muy raras, entre las que destacaba una de chianti de cuello alargado y contenido verde, que Ángel se empeñó en comprar un día que fue a La Mortera de Olloniego, donde siempre que entraba en el bar de Mino era recibido como si fuera el Arzobispo o el Gobernador Civil.Y la buena gente de La Mortera, siempre que iba a Oviedo paraba en Casa Manolo: algunos como Samuel y otros eran clientes asiduos, de todos los días.

De una de las paredes colgaba un altivo urogallo dentro de una urna de cristales a los que el tiempo y las moscas daban cierta tonalidad opaca, y sobre la puerta que daba entrada al comedor y al patio una fotografía ampliada en blanco y negro, con dos corzos en primer plano sobre un valle cubierto de bosques y con un pueblo al fondo: recordaba algo el punto de vista de los cazadores en la nieve de Brueghel, y a veces se producían discusiones entre la clientela sobre dónde se encontraba aquel hermoso valle alpino. Ángel no lo sabía. Al cabo se averiguó que el valle está en Liébana.

Para pasar a la parte de atrás se subía un escalón.A la derecha estaba la escalera que iba a la vivienda, al frente había un cuarto con mesas y una ventana al patio y la entrada al comedor, de puertas batientes, y a la izquierda el patio, muy grande, con chimenea y un altillo sostenido por columnas de hierro y una gran lucerna en el techo. De las paredes colgaban cabeza disecadas de jabalíes, rebecos y hasta una de jirafa, que lucía su cuello esbelto y con pintas como si fuera un cliente de toda la vida. La cocina tenía dos entradas, por el patio y el comedor, que estaba forrado de madera. Pero los clientes solían comer y picar en el patio, el comedor era para las grandes ocasiones.Y la cocina era excelente. La madre de Ángel era una estupenda cocinera, y Tinina tuvo en ella una gran maestra. En Casa Manolo se cocinaba la caza como en pocos bares de Oviedo y sobresalían las codornices encapotadas en pimientos, bocado delicioso, que en ninguna parte preparaban tan bien como allí. También eran expertos en las preparaciones de setas. A fin de cuentas, aquel bar era punto de reunión obligado de cazadores y micólogos. Lo que no se guisaban eran palomas, porque a Ángel sólo le gustaban cuando volaban y transportaban, atados a una de las patitas, mensajes irrelevantes a lugares lejanos. Pero en tiempos de guerra, decía Ángel, las palomas mensajeras eran insustituibles para llevar mensajes de los estados mayores por encima de las líneas enemigas.

Otra de las aficiones de Ángel era la lectura, sobre todo las referidas a los «gangsters» de los años veinte. El libro de Burns sobre las bandas de Chicago le encantó. En cambio, Soljenitsin le resultó aburrido. Compró «El archipiélago Gulag» cuando le concedieron el premio Nobel, pero no avanzó en la lectura, y me lo regaló.

Los domingos por la mañana se organizaba un ruedo en medio del patio y allá echaban a una pareja de gallos a pelear. Los galleros que se sentaban en las sillas dispuestas alrededor se colocaban hojas de periódicos a modo de babero para que no les salpicara la sangre. Como estaba prohibido hacer apuestas de dinero, las galleros decían «chatos» en lugar de duros: «Veinte duros por el gallo giro».Y si el gallo giro llevaba la peor parte, el que había apostado por él pagaba las cien pesetas religiosamente. Eran apuestas entre caballeros: lo que nunca entendí era cómo podían controlarse: pero se controlaban perfectamente. Después de los gallos, Manolín recogía el ruedo y poco tiempo después se ponían a cantar Joaquín Villa.

Manolín era el camarero del exterior, muy pequeño, muy activo, calvo y con grandes orejas, le gustaba que le dijeran que se parecía a Clark Gable, hasta que se enteró de que «el Rey» tenía también grandes orejas. Aquí no hubiera picado César, el camarero de la barra, tan aficionado al cine que los días que descansaba veía tres películas: a las 5, a las 7.30 y a las 10.45.

La Nueva España ·29 noviembre 2008