Ignacio Gracia Noriega
Viandas, mercados y mesones
del Oviedo antiguo
Marcelo Conrado Antón, de los acreditados restaurantes ovetenses Casa Conrado y La Goleta, ha puesto en marcha desde hace algún tiempo una sana y sustanciosa costumbre que hasta el momento, que yo sepa, ya habían realizado anteriormente otros dos restaurantes igualmente acreditados –Casa Mariño, de la Concha de Artedo, y Casa Consuelo, de Otur (Luarca)–: la de financiar libros o tratados monográficos relacionados con la gastronomía. Casa Consuelo, que además patrocina un prestigioso concurso de pintura, ha publicado varios libros conmemorativos, además de un excelente recetario que desvela los secretos de esa gran cocinera que es Mary López, la jefa de esos fogones, en tanto que el restaurante Mariño tiende al elogio de los suculentos habitantes del Cantábrico mar: hasta ahora han aparecido las monografías dedicadas al curadillo, al pixín y a la merluza del pincho, elogiados, entre otros, por las plumas de Evaristo Arce, Modesto González Cobas, Eduardo Méndez Riestra, Víctor Alperi, María Luisa García, Francisco Rodríguez, José Antonio Fidalgo, Francisco Tuero Bertrand, etcétera, y con breve recetario añadido, obra de Nélida Menéndez Albuerne, fundadora de la casa y cocinera excepcional.
Por su parte, Casa Conrado y La Goleta han publicado, entre otras cosas, tres recopilaciones importantes: «Comer y contar», «A pedir de boca» y «A cuerpo de rey», con textos de Emilio Alarcos, Rafael Secades, Evaristo Arce, María Luisa García, Armando Álvarez Palacio, Ignacio Sánchez Vicente, Antonio García Miñor, Eduardo Méndez Riestra, Víctor Alperi, César Álvarez, Carlos Cuesta, Luis G. Bada, Javier Almendros, Emilio Serrano, Miguel Ángel Fuente Calleja, Manuel Vázquez Montalbán y el gran Lorenzo Díaz, tan buen gastrónomo como riguroso erudito de la gastronomía.
Desde hace algún tiempo Conrado cambió el formato y en lugar de editar textos de varios autores en un solo libro ha optado por un libro entero de un solo autor y lo que hasta hace unos años eran «Los cuadernos de Casa Conrado y La Goleta» han pasado a ser «Los libros de bolsillo de Casa Conrado y La Goleta». El segundo de estos libros de bolsillo lleva por título «Pliegos de cordel de comer y beber», y se trata de una selección de artículos breves sacados de la sección «Pliegos de cordel», que la escritora Carmen Ruiz-Tilve, cronista oficial de Oviedo, mantiene en LA NUEVA ESPAÑA desde hace años. Carmen Ruiz-Tilve es una de las escritoras más prolíficas del mundo y publica artículos y libros con tanta frecuencia como respira. Yo veo natural publicar artículos, pero publicar libros es más complicado, sobre todo si topa uno con un editor informal y sinvergüenza, que va a pedir al autor una novela que ha de escribirle en el plazo casi imposible de dos meses y luego no da señales de vida. Hay que tener mucho cuidado con escribir libros. Menos mal que el de Carmen Ruiz-Tilve recoge textos ya publicados, y, además, Marcelo Conrado es un caballero.
Carmen Ruiz-Tilve nos da en sus «Pliegos de cordel» periodísticos una visión costumbrista y cálida del Oviedo que fue. En esta reconstrucción amplia del Oviedo de otro tiempo no podían faltar las referencias gastronómicas y al gremio hostelero. Pues la forma de comer, lo que come y sus establecimientos hosteleros definen a una ciudad mejor que sus escudos heráldicos. Ernst Jünger, siempre que entraba en una ciudad por primera vez, visitaba el cementerio y las tabernas. En los cementerios está el pasado: los apellidos, las familias, la heráldica de todos, la historia; y en las tabernas está el presente: allí vibra la vida y de las cocinas llega el olor de lo que se guisa en los fogones. Según lo que come y bebe se advierte el grado de prosperidad o de decaimiento de una ciudad o villa. También la comida nos indica las costumbres, la historia, la situación social y económica e, incluso, la religión, pues, según afirma Cunqueiro, no es la misma la cocina de un pueblo papista que se nutre de fritangas y bebe vino que la de los sopistas y bebedores de cerveza de la protesta. La cocina de Oviedo, sin que ello implique ningún desviacionismo herético hacia los secuaces de Lutero, está a medio camino entre la cocina papista y la luterana, ya que la nuestra tiene poco que ver con la cocina mediterránea, de fritos, porque abunda el aceite, además de sustentarse en el trigo y en el vino, sino que es más próxima a la centroeuropea y atlántica, de cocidos y sin vino, al que sustituyeron en toda la costa atlántica diversas fermentaciones, principalmente de la manzana, popularmente conocidas por sidra, que, según Michel Pastoureau, no es bebida propia de gente normal. Por lo general, quien dispone de vino no encuentra ningún motivo razonable para beber sidra, de la misma manera que Czeslaw Milosz opinaba que quien puede escribir buen verso es una lástima que lo haga en prosa.
La cocina asturiana, como la de las diferentes zonas locales de la franja cantábrica (gallega, montañesa y vasca), es una cocina atlántica, que nada tiene que ver con la levantina. Con esto no pretendo contribuir al nefasto «hecho diferencial» que es el cáncer de la presente democracia; además, como escribió Emilio Alarcos, precisamente en «Comer y beber»: «Hay que ser un poco deficiente mental para enarbolar como orgulloso estandarte de particularismo metafísico la caldereta o el “pa amb tomàquet”, las migas o “lo pecaíto frito”». Carmen Ruiz-Tilve, en fin, en la sección de «Comer y beber» de sus «Pliegos de cordel», da noticia cumplida de la cocina del Oviedo de ayer, atlántica y católica, de auténticos «cristianos viejos», que se fundamenta en gran parte en el cerdo, esa portentosa despensa con patas, y no ha cedido a tentaciones islámicas, a la dietética y a la «corrección política» (que los tres vienen a ser más o menos lo mismo). La cocina ovetense es de muchísima categoría, y una de las mejores de España. También lo era en el pasado, según certifica Carmen Ruiz-Tilve, cronista de la invicta y maravillosa ciudad.
Dedica Carmen Ruiz-Tilve especial atención a las viandas más características y corrientes e, incluso, a la mejor manera de prepararlas, según la norma del «Ramillete del ama de casa», recetario de 1914 del que se hicieron cuando menos veintidós ediciones anotadas por la cronista, y más conocido como el «Libro de Nieves», por ser su autora Nieves de las Alas Pumarino. También a los mercados, al del Fontán tanto como al de Trascorrales. El mercado es uno de los espacios más importantes de la ciudad: Zola escribió una novela sobre el de París titulada adecuadamente «El vientre de París». El mercado siempre fue un escenario inmejorable para el escritor costumbrista. En la descripción de Ruiz-Tilve asoma la melancolía, porque, de hecho, los mercados actuales se han transformado en lugares de venta de ropa barata: «Dentro del corro, tapadas por él, las pocas supervivientes, por edad y ánimo, del mercado tradicional ofrecen sus mercancías sin el menor entusiasmo, prolongando con su presencia el hilo del tiempo en que Oviedo era ciudad rodeada por huertas y celleros. Ristras de cebollas doradas, algo de calabaza, lechugas pequeñas de aire libre, verdura prerrománica suavizada por la helada, natural y vecina de la falda del Naranco, alguna castaña, fabes en fardela y poco más. Lejos los tiempos de bullicio, de las coliflores grandes, las lombardas moradas, las peras en compota».
Carmen Ruiz-Tilve nos habla también de la carne gobernada al estilo de Oviedo, que «no es otra cosa que ternera de aquí hecha al amor de la lumbre, tal como lo hacían en otro tiempo las guisanderas, que luego la vendían en la calle, en unos carros con brasas de leña y chapa, sobre la que se hacía y gobernaba la carne al amor de la cebollina nueva, para consuelo de las barrigas de los madrugadores que pasaban la mañana a la fresca del mercado, pues no sólo de fabes y tocín vivía el ovetense».
La carne gobernada «se gobernaba» en la plaza del Fontán, en los «cajones» donde las guisanderas daban señaladas muestras de su pericia. Una de aquellas ilustres guisanderas fue la madre de Rafael Fernández, el primer presidente del Principado, y yo le he oído referir las delicias de aquel guiso que se parecía poco a los sucedáneos e imitaciones de ahora. Porque Rafael Fernández, aunque progresista por militancia, en materia gastronómica siempre fue, al menos desde que le conocí, más bien conservador. Otra delicia, ésta dulce, era el «cocodrilo navideño», con dentadura de peladillas, escamas de caramelo requemado, cuerpo de almendra y azúcar y los ojos iluminados con bombillas de veinticinco. Lo trajeron turroneros ambulantes que llegaban a Oviedo en vísperas de la Navidad, y «el cocodrilo de Lyon, en la calle de Uría, tenía un largo cuerpo y unas entrañas de capas multicolores de almendra trabajada, y se vendía por rodajas, dejando para el final la cabezona y la cola». El Lyon, añade la cronista, era una confitería de los años treinta, enfrente de La Normal, con saloncito de té en la penumbra al fondo y mostrador de mármol veteado, detrás del que atendía una señora guapa y silenciosa. ¡Tiempos aquellos de establecimientos en penumbra y de sabores que nos devuelven a la infancia!
La Nueva España ·15 noviembre 2008