Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Por otro nombre, San Bernabé (I)

La calle de San Bernabé, también conocida como la Senda de los Elefantes por los muchos bares que en ella había, fue de las más animadas de Oviedo durante los años cincuenta y sesenta, hasta que en los años setenta la animación se hizo insostenible, al convertirse en auténtica invasión por hordas juveniles y estudiantiles. Es lo que sucede cuando mucha multitud se concentra en espacios reducidos, como pueden serlo, en su versión urbana, la calle San Bernabé en los años setenta y la del Rosal poco después: aunque estas calles volvieron a regenerarse al retirarse los invasores y recobraron su aspecto pacífico y civilizado, en tanto que donde invade el hormigón con la complicidad de un Ayuntamiento complaciente, como en mi antiguo pueblo, no hay recuperación ni salvación posible.

En los años sesenta las avanzadillas estudiantiles en la calle de San Bernabé no fueron traumáticas, debido a que los jóvenes vestían igual que los viejos, iban bien peinados y afeitados, y si se les ocurría decir palabrotas eran rechazados por el entorno: no porque hubiera una dictadura, sino porque había mejor educación. Se consideraba «melenudos» a los «Beatles», cuando en la época más delirante del desmelenamiento aquellos flequillos eran pelo corto, y por el otro extremo, no había personas que se rasuraran la cabeza, excepto Yul Brynner y Telly Savalas en las pantallas cinematográficas, y don José María Martínez Cachero en la Universidad, un catedrático muy respetable y en algunos aspectos muy conservador. Naturalmente, Cachero no se proponía ser un adelantado de la moda, sino que consideraba más lógico que un calvo lo fuera del todo a ser un calvo vergonzante como el separatista Anasagasti. Yo recuerdo una sesión cinematográfica en la que me encontraba sentado detrás de él y veía la película reflejada en su calva magnífica: fue algo formidable. Tampoco se usaban esas medio barbas de tres días que ahora parecen la apoteosis del dandismo a lo macho, pero que entonces sencillamente indicaban que el sujeto llevaba varios días sin afeitar, por lo que no debía extrañarse si lo llamaban marrano. Barbudos, lo que se dice barbudos, había muy pocos, pero iban en imparable aumento. Se trataba de «progres» que manifestaban por evidencia capilar el entusiasmo que les producía la revolución castrista, que en aquellos momentos liberaba a los cubanos proporcionándoles un paraíso marxista y feliz, y debido a la irrenunciable tendencia del «progre» al gregarismo y la uniformidad, pronto la barba, las gafas, la bufanda roja y la trenca o «trinca», como decía Pin el Rucu, se convirtieron en sus inequívocas «señas de identidad». En cuanto a las mujeres, no estaban bien visto que vistieran pantalones ni que fumaran por la calle.

Durante algunos años hubo convivencia pacífica entre los jóvenes advenedizos y los veteranos clientes de la calle de San Bernabé. Pero cuando los jóvenes empezaron a vestirse y comportarse como ellos entendían que habían de ir vestidos los jóvenes y la Universidad se masificó (que ahí estuvo la madre del cordero), la calle perdió todo su carácter apacible y burgués, y se convirtió en una selva. Selva literal, porque los jóvenes ocuparon la totalidad de la calle como si fuera maleza, y dada esa disposición juvenil a preferir que los empujen a apartarse, a las horas punta no se podía transitar por San Bernabé. Hasta entonces, como ya he apuntado arriba, la calle era muy animada, pero la animación estaba en los bares, no en las aceras, que como en toda ciudad civilizada se destinaban para uso exclusivo de los peatones. Con el tiempo los jóvenes empezaron ocupando las aceras, y luego la calle misma, al tiempo que los veteranos clientes buscaban otras zonas más apacibles. En esta ocupación abusiva de las calles está, ni más ni menos, el precedente «táctico» del «botellón». El fundamento «intelectual» y «ético» lo proporcionó aquel personaje cínico y desvergonzado que fue alcalde de Madrid (aunque lo que le hubiera gustado habría sido ser presidente de la III República por toda la eternidad), que por pura demagogia, o por aborrecimiento de los convencionalismos burgueses, convirtió las más hermosas zonas de la capital de España en el patio de atrás de una mala taberna. Como la juventud es inquieta y trashumante, no tardó en cansarse de la calle de San Bernabé, trasladándose a la calle del Rosal, e incluso a las inmediaciones de la Universidad, calle de Altamirano arriba, dejando la calle de San Bernabé mustia y vacía durante algunos años, y cuando parecía recuperarse, resultó que los españolitos se hicieron abstemios por «corrección política», y se cambiaron las tabernas por los gimnasios. Y en la calle del Rosal sucedió lo mismo, porque las hordas, en sus migraciones (y el paso de la calle de San Bernabé a la del Rosal revistió las características de una verdadera migración), usan caballerías de la reconocida cuadra de Atila, que donde ponen la pezuña no vuelve a crecer la hierba.

Al final de la calle Covadoga se encontraba el primer puesto avanzado de la calle San Bernabé: el bar de Ludi, al que ya nos hemos referido al ocuparnos de los «bares mínimos», cuyo lema era «calidad por comodidad». Desde la barra casi se tocaba con la mano la pared de enfrente: razón por la que en «horas punta» algunos clientes bebían su vaso de vino en la calle, pero no con ánimo de ocuparla porque les daba la gana y por armar más follón como no tardarían en hacer los «jóvenes invasores», sino porque adentro no se cabía. Ludi era un tabernero de categoría, de poca estatura, calvo, regordete y muy tranquilo. Servía los vasos de vino con imperturbable precisión e intervenía en las conversaciones no sólo porque el bar era muy pequeño, sino porque la mayoría de los clientes eran sus amigos.

Ya entrada la mañana, bajaba Clara, su mujer, con la tortilla de patata en un plato cubierto por una servilleta azul, para venderla troceada en pinchos, y Ludi aprovechaba para dejarla un rato en la barra mientras se iba a tomar vinos con los amigos a la calle de San Bernabé, para lo que no tenía que hacer otra cosa que doblar la esquina.

En los tiempos de Ludi ya había cerrado El Peñón, que era el primer bar de la acera derecha de la calle, con la barra a la izquierda y un altillo al fondo, y que servía buen caldo de pescado. Inmediatamente seguidos se encontraban el bar Artabe, con escaparate y puerta, y el bar Asturias o Mesón del Pollo, con puerta al bar, escaparate con frigorífico para el pescado y los mariscos, y puerta al comedor. Aquí se terminaban los bares de esta acera, que acababa, haciendo esquina a la calle Caveda, en el chalecito de don Ramón Prieto Bances, catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo y ministro de Educación de la II República, en un Gobierno me parece que de Chapaprieta, formado después de la Revolución del 34. Las malas lenguas decían que cuando don Ramón llegó en tren a Madrid para tomar posesión ya había caído el Gobierno. Era un hombre alto, cargado de hombros, bigote blanco y sombrero; usaba un gran abrigo pardo que le llegaba a los tobillos y caminaba arrastrando los pies. Recuerdo haberle visto en el patio de la Universidad con don Juan Uría (también con abrigo y sombrero) y don José Serrano, alto, delgadísimo, pálido y huesudo, de rostro cadavérico, con sombrero de ala ancha y abrigo negro perfectamente abrochado, lo que le daba un aire a los anuncios de Tío Pepe. Aquellos ilustres catedráticos habían conocido a Clarín, a Buylla, a Posada: habían vivido como alumnos los momentos de gloria de la Universidad de Oviedo, habían sido amigos de Ramón Pérez de Ayala y de Melquíades Álvarez, y para nosotros, jovencitos petulantes y estúpidos, embadurnados de elementalidades marxistoides, no significaban nada. Me dan ganas de llorar cuando escribo esto. Naturalmente, una vez muerto don Ramón, su chalecito no tardó en seguirle, demolido para construir en el solar un edificio moderno.

El bar de Artabe era claro, con la barra a la izquierda. Tenía su clientela fija (Manolo el de la Caja de Ahorros, hermano de la poetisa avilesina Marián Suárez, y su mujer, rubia y guapa; Manolín Villanueva y muchos más), y detrás de la barra o fuera de ella, charlando con los clientes, haciendo tertulia con ellos o comiendo cualquier cosa que traían preparada de sus casas, como si se tratara de una sociedad gastronómica vasca, estaba el gran Javier Artabe, uno de los futbolistas legendarios del Real Oviedo, moreno, con el pelo rizado, pacífico y encantador, y, sobre todo, «buen rapaz». A veces, detrás de la barra, se movía como si acabara de hacer una gran jugada en el Carlos Tartiere y estuviera recibiendo el aplauso del público. El pintor Floro (bigotudo y siempre vestido de negro) decoraba las paredes con preclaras muestras de su inhabilidad pictórica.

La Nueva España ·25 octubre 2008