Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

La senda de los elefantes

A la calle de San Bernabé la llamaban «la senda de los elefantes» debido a que, según la voz popular, en ella se agarraban grandes trompas. En realidad se trataba de un chiste con título de película de Elizabeth Taylor, debido a que en esa calle, aunque corta, había muchos bares. Pero nunca vi borracheras verdaderamente grandes, debido a que la mayoría de los bebedores eran gentes de edad madura, tranquilos y pacíficos, y acostumbrados a beber su ración diaria, cuyos límites (tantos vasos como aperitivo y tantos antes de cenar) sobrepasaban muy pocas veces. Además, sólo se bebía vino: era raro que se pidieran otras bebidas más contundentes, y quien lo hacía, evidentemente no era un asiduo de la calle. Porque en esa calle había clientes asiduos, e incluso clientes especializados en determinado bar y que no visitaban los bares de al lado, y que recorrían dos o tres bares y saltaban a otros tantos, o que entraban en todos. Según los clientes y según los días. La calle San Bernabé tenía sus prolongaciones hacia la calle Covadonga (el bar de Ludi, uno de los más pequeños de Oviedo, y cuyo lema era «calidad por comodidad») y hacia la calle del Doctor Casal (La Armonía, el bar Venecia, famoso por sus pinchos de queso de Cabrales, y naturalmente la sidrería de Marchica). Todos aquellos bares cerraban tarde, y para los horarios de ahora tardísimo: a las 12 de la noche todavía había en la calle mucha animación. Además, beber no estaba mal visto socialmente, y la gente no estaba obsesionada por su salud ni por hacer deporte: toda la actividad deportiva se reducía a ir al fútbol y comentar los partidos del Real Oviedo. No es necesario añadir que el ambiente de la calle era unánimemente oviedista.

No voy a ponerme a entonar el consabido «todo tiempo pasado fue mejor», pero no cabe duda de que toda época tiene sus ventajas y sus inconvenientes, e incluso su propia manera de entender la libertad. En los años sesenta y hasta la mitad de los setenta, los partidos políticos estaban prohibidos y no había elecciones libres, pero la gente podía beber libremente cuanto quisiera y fumar en donde le apeteciera, y no había peligro de ser atracado o simplemente molestado por algún gamberro cuando el bebedor regresaba a su casa a altas horas y en ocasiones dando bandazos. Hoy tanto beber como fumar han sido restringidos hasta extremos alarmantes; digo alarmantes, no porque tome partido en lo que se refiere a la disminución del consumo del alcohol y del tabaco, sino porque puede representar una invasión del ámbito privado por parte del Gobierno. En poco más de un cuarto de siglo España pasó de ser un país de bebedores a convertirse en un país de gente moderada y salutífera. Decía el obispo Magee en 1872 que prefería una Inglaterra libre a una Inglaterra abstemia. De momento, aquí tenemos una España abstemia, aunque los recortes en las libertades y el intervencionismo, también en el ámbito privado, resultan bastante significativos. No obstante, los ciudadanos se lo toman con mucha tranquilidad, ya que aceptan que todas esas medidas coactivas son en favor de su salud y de su seguridad en la carretera. El día que el Gobierno les explique convenientemente que la mejor manera de evitar el dolor es no tenerlo, veremos grandes colas ante las salas de gaseamiento. A fin de cuentas, como dice el Doctor Muerte de Gijón, ¿qué más da tomar el tren de las 7 que el de las 7.30?

Estoy convencido de que el personal es capaz de sacrificarse por la salud, por la seguridad y en general por todo lo que tenga un aspecto más o menos moderno. Hoy día se va en camino de sustituir los gimnasios por las tabernas como lugares de reunión. No cabe duda de que los gimnasios son más saludables, pero cuentan con el inconveniente de que son mucho más aburridos. Además, no sé qué conversación se puede mantener entre los jadeos de sudorosos tarzanes que ejercitan el músculo. Bien es verdad que de una conversación entre borrachos tampoco se puede sacar mucha substancia, y esto se nota muy bien cuando uno se ha vuelto abstemio (por prescripción facultativa, no por miedo a la Guardia Civil; que conste) y tiene la mala pata de aguantar a un borracho: entonces se da uno cuenta de que los borrachos son pesadísimos.

Insisto, de todos modos, que en la calle San Bernabé no había borrachos, sino bebedores. Y como por lo general la frecuentaban muy buenos bebedores, a los borrachos se los miraba con prevención por encima del hombro. Podía emborracharse algún ciudadano un día que le cayó el vino en el estómago torcido, o que comió queso que le sentó mal (como en un cuento de Dickens); pero si el cliente se presentaba borracho en los bares todos los días acababa siendo rechazado tanto por el resto de los clientes como por los camareros y los dueños de los establecimientos. Aunque fueran bares que cerraban tarde, predominaban la limpieza, la buena educación y las buenas costumbres.

Cuando la calle San Bernabé era una calle muy típica del vino, en sus mejores momentos empezaron a acercarse a ella algunos elementos perturbadores que vamos a denominar la juventud y la modernidad. Los jóvenes que empezamos a estudiar en la Universidad a comienzos de la década del sesenta entramos en la calle de San Bernabé con alegre familiaridad, pensando que aquel territorio era nuestro por derecho de conquista, y estábamos muy equivocados, porque en aquellos bares bebían pacíficamente bebedores de mucha solera y de gran categoría. Por ejemplo, a aquellos bares nunca entraban mujeres, salvo a los que eran también restaurante. No porque estuviera prohibido, sino porque estaba mal visto y se consideraba como una falta de decoro, del mismo rango que una mujer fumara por la calle o vistiera pantalones. Aquellas medidas no formuladas, sino implícitas, eran respetables, porque tampoco se permitía entrar a las mujeres con pantalones en las iglesias. En este sentido, yo me considero un adelantado del feminismo local, ya que entré con María Eugenia Yagüe en El Manantial y la clientela calló de golpe. Con todo el ruido y rumor de conversaciones que había, se hizo un silencio expectante, y estoy por recordar que incluso se disipó el humo de los cigarros. Por aquellos años María Eugenia estaba guapísima. Ahora sigue estando muy guapa, aunque más delgada.

La modernidad y el deporte llegaron de golpe, como los estudiantes, aunque algo más tarde. Hasta aquella fecha fatídica, la única posibilidad deportiva de la calle era el bar Artabe, que pertenecía a un antiguo y legendario jugador del Real Oviedo, el incombustible Javier Artabe. Pero cierto día se abrió en la calle Caveda el club de judo Takeda. El judo era un ejercicio japonés que consistía en agarrar al otro por las solapas y tirarle al suelo. Una noche, ya muy de noche, estábamos bebiendo vino en el bar Asturias (también conocido por El Mesón del Pollo, porque tenía una freidora de pollos en el escaparate), varios clientes noctámbulos, entre otros el Poitu, un personaje muy popular en el Oviedo de hace treinta años, que había sido boxeador aficionado y era una máquina contando chistes: quiero decir que empezaba a contar chistes y no paraba, y como es natural, cuando contaba el chiste setecientos ochenta y cinco ya no tenía la frescura ni la gracia de los primeros. De manera que nos estaba contando chistes cuando entró un japonés grande, algo cargado de hombros, acompañado de un individuo del lugar que ofició de introductor y lo presentó como profesor de judo. Poitu preguntó qué era el judo y el japonés le hizo una demostración práctica. Agarró al Poitu como si fuera a hacer con él un paquete y acto seguido, Poitu fue al suelo. Se puso en pie con mucha calma, aunque mirando al japonés con una expresión en los ojos que decía «ahora verás», y acercándose al japonés, le soltó un gancho al hígado. El japonés puso los ojos en blanco y cayó como un saco de patatas. El boxeo, que es lo nuestro, se había impuesto al exotismo, aunque de manera efímera, porque hoy practican el judo personas de mucha corrección política, en tanto que el boxeo está poco menos que proscrito.

La calle de San Bernabé tuvo un origen piadoso, a diferencia de la vecina calle de Covadonga, que lo que tuvo piadoso fue el final. Pues en esa calle conocida por «la del estanco del medio», abundaban las casas de poca formalidad, razón por la que una vez que se trasladaron a otra parte, se colocó un azulejo con la imagen de la Virgen de Covadonga en una de las fachadas como desagravio. En el siglo XVIII, la cofradía de los Apóstoles San Bernabé y Santiago, constituida por hortelanos feligreses de la parroquia de San Juan el Real, hacían una procesión de los 11 de junio por la mañana hasta el lugar conocido por el Fresnín, en la parte alta del huerto de las Salesas, donde se edificó una capilla bajo la advocación de San Bernabé, que fue consagrada en 1745. La capilla se mantuvo con su párroco durante más de un siglo, pero cuando fue demolida en 1896 ya estaba abandonada y en estado ruinoso. Los vecinos de este barrio se dedicaban a la fabricación casera de pan, por lo que eran conocidos por el nombre de «fariñones», y haciendo gala del apodo, los 11 de junio, festividad de San Bernabé, convidaban con «fariñas» a todos cuantos pasaban por la calle. La cual, en la actualidad, parte de la confluencia de las calles Covadonga y Melquiades Álvarez y desemboca en la calle Caveda, frente al antiguo convento de las Salesas. Los alrededores del convento eran descampados por los que se bajaba hasta la calle del General Elorza y anexas al convento había una serie de viviendas populares de planta baja, con las modestas fachadas blanqueadas. La calle San Bernabé era de aspecto burgués de comienzos del siglo XX, corta y relativamente ancha, con casas de no mucha altura, dos o tres pisos, con miradores acristalados. Siendo lugar de mucho paso, los bajos estaban ocupados principalmente por bares. En la parte izquierda se sucedían Los González; la entrada al comedor de Marchica; el restaurante La Campana, de excelente cocina casera, aunque el dueño y su hijo Ramonín eran hoscos y desagradables, y El Manantial, que tampoco era un lugar de trato versallesco, pero estaba lleno a todas horas. Por la derecha estaban El Peñón (que fue el primero de los bares que cerró como negocio), el Artabe y el bar Asturias o Mesón del Pollo, y remataba la acera el chalecito donde vivía don Ramón Prieto Bances, catedrático de la Universidad que había sido ministro de Educación por muy poco tiempo durante la Segunda República, aunque no por tan poco como aseguraban las malas lenguas, que afirmaban que cuando llegó a Madrid para tomar posesión, ya había cesado. Otros establecimientos característicos de la calle eran la armería Eibarresa, la tienda de tejidos Juanita y la famosa Casa Víctor, de ultramarinos.

La Nueva España ·18 octubre 2008