Ignacio Gracia Noriega
Casa Noriega
Casa Noriega fue un auténtico clásico de la hostelería ovetense. Aunque en la época clásica de la hostelería no se utilizaba la palabra «hostelería». Se encontraba en la plaza de la Catedral, en los bajos del palacio de Valdecarzana, en el genuino cogollo de Oviedo y a la vista de los tres fundamentos de la sociedad sobre la que se asentaba a ciudad levítica: la Catedral, la Universidad y al lado de la Audiencia. A la religión, a la ley y al saber se une en esta plaza un cuarto elemento, importantísimo: la Historia. Pues en ella se encuentra también la casa de la Rúa, la más antigua de Oviedo, cuya antigüedad ha sido aumentada recientemente, en estos días en que Oviedo rectifica en buena medida su historia y se hace más antigua de lo que la ciudad suponía. Por el solar donde más de un milenio más tarde se abriría Casa Noriega pasarían los ovetenses de la época romana para ir a llenar sus cántaros con el agua de la fuente que se acaba de descubrir, y pasarían los dignatarios del palacio de Alfonso III en dirección al templo. En el siglo XVII se edificó el palacio de Valdecarzana, reformado en la segunda mitad del siglo XVIII, sobre cuya fachada campea, según Magín Berenguer, «un desproporcionado escudo». A su lado se encuentra el palacio de Camposagrado, sede de la Audiencia Territorial desde 1861. Con el tiempo y la abrumadora multiplicación de la burocracia, Camposagrado acabaría engullendo Valdecarzana, y Casa Noriega cerró en 1971 para convertirse en un añadido a la Audiencia. Aquel año 1971 fue muy malo para la hostelería clásica, porque también cerró Casa Modesta y se derrumbó Casa Bango. Al ser Valdecarzana una dependencia de la Audiencia, los que siempre están pensando en reformas porque están convencidos de que tiran con pólvora del Rey propusieron hacer un puente o un pasadizo subterráneo que uniera a ambos edificios, con el consiguiente gasto y que de ser puente volado afectaría a las fachadas de ambos palacios; a lo que salió al paso el cronista oficial de la ciudad, el inolvidable Manolo Avello, alegando que al funcionario que tuviera que pasar de una oficina a otra o, si se quiere, de un palacio a otro, qué más le daba cruzar la calle con un papel en la mano.
En medio de este entorno monumental y solemne, eclesiástico, judicial y palaciego, al borde de una plaza en la que los días de lluvia se reflejan los palacios y por la que cruzan los canónigos envueltos en sus manteos y con los paraguas abiertos, el tiempo parecía no haber transcurrido, y al entrar en Casa Noriega quien lo hacía se trasladaba al año 1923, en que fue inaugurada la casa. Ante tan decisiva presión de la historia y del ambiente, a Casa Noriega no le quedaba otro remedio que ser una casa muy formal, como destaca Luis Arrones Peón en su libro delicioso «Hostelería del Oviedo viejo»: «Casa Noriega fue un establecimiento hostelero que se distinguió siempre por una característica muy particular: la gran seriedad general del ambiente, sin una voz más alta que otra, lo que se apreciaba nada más traspasado el umbral.Y es que su propietario, don Manuel Álvarez Marina, siempre impecable, con empaque, con característico cuello almidonado en las camisas y buen cigarro puro entre los labios, era así también: serio, sobrio en todos los aspectos, atento exclusivamente al mejor cumplimiento con su clientela, pero sin admitir el mínimo alboroto.Y si en algún momento a cualquiera de los concurrentes, animado, por ejemplo, por la marcha de una partida, se le ocurría levantar algo la voz, don Manuel -generalmente, todo el mundo le llamaba don Manuel o Noriega, aunque él no se apellidaba así- colocaba el índice de la mano derecha sobre los labios y dejaba oír su «¡Chisss!», tras el que solía agregar: «Está usted molestando a los demás señores». Por supuesto, el silencio se hacía de inmediato, continuando luego las conversaciones con acento moderado.
Este espíritu se mantuvo hasta los últimos tiempos, más relajados. Don Enrique había sustituido a don Manuel. Se colocaba al extremo derecho de la barra, impecablemente vestido de traje o americana con corbata, serio, algo distante, el rostro un poco hinchado y colorado, la boquilla entre los dedos y la compuesta al alcance de la mano. Hablaba poco, pero con mucha precisión, como persona acostumbrada a mandar. En cierta ocasión, en la parte de atrás, un mozalbete que intentó meterle mano a la moza -«que no llevaba nada debajo del jersey», qué espanto, observó Queta o Tina, ahora no lo recuerdo-, y al encontrar resistencia, soltó una palabrota que como dijo Rodrigo Artime la noche que ciertos escolares del Colegio Mayor San Gregorio invadieron el cercano colegio de las Dominicas, era «palabra malsonante, pero en ningún caso blasfemia», Tina y Queta, ahora las dos, se asustaron y escandalizaron y, echándose las manos a la cabeza, decían: «¡Ay!, si lo llega a escuchar don Enrique». Por fortuna para el mozalbete, don Enrique no lo escuchó; pero, convenientemente advertido por las camareras, pidió con toda corrección a la pareja que abandonara el local y no volviera a poner los pies en él.
Tina y Queta (Argentina y Enriqueta) eran las otras dos firmes columnas de Casa Noriega, junto con don Enrique. Tina era alta con los labios pintados, y Queta más pequeña y muy activa: las dos iban uniformadas de negro con delantal blanco, lo mismo que Matilde en los «González» en la calle de San Bernabé, Lourdes en Casa Modesta y Charo en el Niza. ¡Tiempos aquéllos en que las camareras guardaban las formas y eran maternales y eficaces, los camareros llevaban chaquetillas blancas aunque al cabo del día no le fueran del todo y sabían manejar con precisión de malabaristas la servilleta y la bandeja, y ni unas ni otros se permitían tutear a los clientes ni arrojar las consumiciones sobre la mesa como si fueran naipes o dados!
Eran Tina y Queta dos mujeres deliciosas, afectuosas y buenas, de indeleble recuerdo. Como es asimismo indeleble el escenario en el que transcurrieron sus trabajos y sus días. Se entraba a él descendiendo un par de escalones. El suelo era de tablones de madera, blanqueada por las bayetas y el esparto. La barra estaba al frente: una barra pequeña, de madera, con un grifo y un bañal a uno de los lados, donde se lavaban constantemente los vasos. Porque Casa Noriega siempre tuvo mucho cuidado de la cristalería, hasta el punto que numeraron los vasos para que los clientes no bebieran del vaso del vecino.Y a la derecha de quien entraba estaba el comedor (un comedor de manteles blancos) y detrás de la barra otro cuarto donde se hacían tertulias y se jugaban las partidas. En la pared de la derecha, una puerta conducía al sótano, al que se descendía por una escalera bastante empinada: allí estaban la bodega (considerable), un retrato de Clarín y una imagen de la Virgen de Covadonga, ante la que ardía perpetuamente una vela. Lo del retrato de Clarín (profesoral, hosco, con gafas y bombín, hecho a lápiz) no dejó de intrigarme, porque por aquel tiempo no era un escritor de moda y la mayoría de los ovetenses (al menos los que no descendían de personas que se consideraban implicadas en el censo de personajes de «La Regenta») es muy posible que no supieran siquiera que había existido.
La tertulia más característica era la que se reunía en torno a don Juan Uría, que vivía en la vecina calle del Águila, y en la que Joaquín Manzanares oficiaba como segundo de a bordo y maestro de ceremonias. Otro personaje característico era José Luis Meana Feito, apoplético y tímido, que en sus clases de Historia Antigua en la Universidad organizaba grandes matanzas de sumerios o hititas y, siempre al final de las batallas que describía, la sangre acababa llegando a los tobillos de los guerreros, aunque en sus otras ocupaciones fuera incapaz de matar una mosca. Según Emilio Marcos Vallaure, en Casa Noriega se comía el mejor «desarme» de Oviedo, que entonces no se comía en ninguna otra parte del mundo. Actualmente, el mejor «desarme» es el del Cantábrico. Y además del «desarme», dos días eran de fiesta mayor en esta casa: el de la Ascensión, que se servía pote y el bar y el comedor se llenaban de tratantes con sus blusones, boinas, cigarros puros y abultadas carteras, y el de la Balesquida, único día del año en que se permitía cantar. La tradición ganadera de Casa Noriega se remonta a la época en que se celebraban los jueves los mercados de ganado en San Lázaro. Conjuntamente con el «desarme» y el pote, las otras dos joyas de la casa eran los riñones al horno y las incomparables patatas rellenas. No puedo seguir escribiendo la suntuosidad de los riñones ni las patatas que se deshacían entre una salsa espesa, ni el olor a limpieza de los manteles, ni lo agradablemente que reposaban los pies sobre el piso de madera, porque me emociono. Sería mágico y formidable que Tina y Queta siguieran en el mundo. Estén donde estén, muchas gracias a las dos. Muchas gracias.
La Nueva España ·11 octubre 2008