Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Casa Manolo

Abel Terente me pide que escriba un artículo sobre Casa Manolo, el legendario bar (mejor bar que sidrería) de la calle Altamirano. Difícil encargo, porque Casa Manolo no puede resumirse en un artículo: da asunto suficiente para un libro.

Casa Manolo forma parte ya del mundo de la memoria o de los sueños, como el Bar Americano de Rick, situado en el centro de una Casablanca soñada. Cuando Rick (Humphrey Bogart), enamorado de Ingrid Bergman como José M.ª Fernández lo está ahora, va a venderle el bar a Ferrari (Sydney Greenstreet) le impone como condición que Sam (el pianista, el mismo de «Tócala para mí, Sam»), Carl, Abdul y Sacha, los camareros, continúen en sus puestos, el orondo comprador responde: «Claro que sí: Rick’s no sería lo mismo sin ellos». Del mismo modo, Casa Manolo no podía seguir siendo lo mismo sin Tinina, Manolín, César y la clientela, que era el más formidable espejo de Oviedo que podía reunirse en un local. Tal vez por eso cerró.

Casa Manolo se encontraba al lado de Lito, al que ya nos hemos referido. Separados tan sólo por un tabique, atendían las barras respectivas dos hermanos camareros: César la de Casa Manolo, y Manolete (llamado así porque su perfil era parecido al del torero) la de Lito. Ambos aprovechaban sus ocios de muy diferente manera: César pasaba en el cine los días que libraba y Manolete, después de salir de Lito, se iba a servir copas por pura afición a alguna casa de «poca formalidad».

Los camareros, y en general todo el personal móvil, eran muy importantes en Casa Manolo. El establecimiento era muy grande, de techos altos. Según se entraba, la barra estaba a mano derecha: una barra asimismo alta, desde la que el propietario, Ángel Cabal, con una chaqueta de lana verde con coderas, pantalones caídos, grandes ojeras y en madreñas, observaba impasible el movimiento del universo y el paso del tiempo. Detrás de la barra había una gran estantería de madera con botellas muy raras, y sobre el dintel de la puerta que conducía a las estancias interiores, una gran fotografía de Nito Cachero que presentaba un bosque de alta montaña en el que dos rebecos se asomaban al valle, que se divisaba al fondo, entre las copas de los árboles. La disposición de los elementos recordaba vagamente la del cuadro de los cazadores en la nieve de Brueghel. Ángel no sabía en qué lugar preciso se había sacado aquella fotografía, y se producían discusiones sobre si aquel paisaje era de Liébana o de Valdeón.

Subiendo un par de gastados escalones se pasaba al patio y al comedor: a la derecha estaban las escaleras que conducían a la vivienda; el comedor, forrado con láminas de madera, al frente y a la izquierda el gran patio, que además tenía un altillo que lo bordeaba. Como antesala del comedor había un cuarto cuadrado con varias mesas y una ventana que daba al patio. Al fondo del patio estaba la cocina, que comunicaba por la parte de atrás con el comedor. De las paredes colgaban las más variadas especies de caza de pelo: cabezas de rebecos, jabalíes, corzos, etcétera, el poderoso hueso de la mandíbula de un rinoceronte y, acaso lo más sorprendente y característico, una esbelta cabeza de jirafa que se erguía a la altura del altillo. Aprovechando un espacio libre de la pared, Ángel mandó construir una chimenea, que según él fue una de las mejores inversiones de su vida. La encendía a la caída de la tarde, y solía pasar las horas tranquilas viendo cómo ardían los troncos. Clientes de confianza como Manolo Nieto llevaban un solomillo que asaban a la brasa, siempre bajo la atenta mirada del resto de la clientela, que le daba consejos al bueno de Manolo sobre cómo quedaría mejor asado. Las noches de invierno se organizaban tertulias en torno al fuego, previo el desalojo de los clientes de paso o que no le caían bien al dueño, que solían prolongarse con conversaciones sobre caza y palomas hasta altas horas de la madrugada. Ángel echaba al fuego chorizos envueltos en papel de estraza que extendían por el patio un olor poderoso e irresistible. A veces mi mujer preparaba unos huevos a la ranchera, que a Ángel le encantaban. Hacía unos tortos de harina de maíz y sobre ellos colocaba huevos fritos con salsa mole. Ahora parece que ese plato es característico de cierta localidad oriental, pero en los años sesenta apenas lo conocía nadie en Oviedo, salvo que tuviera alguna relación con Méjico. Ángel, en efecto, la tenía, pues su otro hermano ejerce como médico en el Distrito Federal. En cierta ocasión fue a visitarle, haciendo el viaje en avión. Antes de continuar, es imprescindible señalar que Ángel padece vértigo. Al enterarse por la azafata de la altura a la que iban volando, se puso pálido y gritó: «Que me saquen de aquí».

Probablemente no haya habido dueño de bar tan amigo de sus amigos como Ángel Cabal, ni tan poco condescendiente con los clientes que le caían mal. En este sentido, en los momentos de máxima inspiración, era capaz de igualar y hasta de mejorar las marcas, muy altas, establecidas por Tuto o por Enrique el de La Perla. En cierta ocasión, entraron dos aldeanos al bar y pidieron a Ángel, que estaba detrás de la barra, dos vasos de vino. Ángel, mirándolos desde arriba, les preguntó: «¿Tengo yo pintas de camarero?». A lo que el más espabilado de los clientes contestó: «Como está usted detrás de la barra...». «Donde estoy –le explicó Ángel– es en mi casa, y por eso me pongo donde me da la gana, y admito aquí a quien me apetece, así que ya saben dónde está la puerta».

Manolín, el camarero del exterior, de corta estatura, cabeza grande y orejas enormes, con chaquetilla blanca (es un decir) y siempre apresurado, siempre eficaz, sirviendo si era preciso tres o cuatro mesas a la vez, tampoco era precisamente versallesco: pero era un pequeño gran camarero inolvidable que figura en la reducida nómina de los mejores camareros que conocí en mi vida. Lola Mateos, haciendo gala de su reconocida cinefilia, solía decirle: «Manolín, te pareces a Clark Gable». Y Manolín, que no debía saber que los malévolos de Hollywood solían decir que las orejas de Clark Gable le daban el aspecto de un taxi con las puertas abiertas, se reía satisfecho.

El público de Casa Manolo era variopinto, y cambiaba según transcurría el día. Uno de los primeros clientes en presentarse, sobre las doce de la mañana, era Pepín Buylla, que se sentaba en una mesa del patio. Manolín le ponía delante un vaso de sidra lleno de agua hasta los bordes y una botella de vino. Pepín empezaba echando una gota de vino al agua, y según iba bebiendo, el agua se transformaba en vino. Poco a poco iban formándose las tertulias de cazadores, de colombófilos, de abogados, de estudiantes de la Universidad. Entre los cazadores figuraban Remigio, que era pintor de paredes, y Sánchez, con boina y mirada aviesa, que por aquel entonces estaba construyendo en el taller del chapista Inclán, en Pumarín, su lápida mortuoria... por si las moscas. Cuando estaba para la mano, enseñaba una fotografía de la Revolución del 34 en la que estaba vestido de cura: a saber qué habrá sido del cura. Otro individuo épico, con bigote y cabellos blancos, era Alonso, que había hecho sabotaje en Rusia más allá de las líneas de la División Azul: pero no había manera de que recordara aquellas acciones, porque en cuanto le venían a la memorias los «ruskys», se ponía frenético. Entre los colombófilos destacaba Toni el Pela o Toni el Joyero, gran silbador y campeón del mundo de armónica. Y había también una nutrida y magnífica representación de la Mortera de Olloniego. Ignacio Buylla solía entrar dando voces y hablando por los codos. Por las noches se formaban coriquinos en los que llevaba la voz cantante Lus, el hermano mayor de los legendarios Emilín y Falín, un caballero de palidez amarillenta que tomaba el bicarbonato a puñados y lo tragaba empujándolo con vino o sidra. Cuando entraba Emilín, el mítico extremo de la «delantera eléctrica» del Real Oviedo, se ponían a cantar y entonces salía Tinina de la cocina, y cantaba con ellos. Tinina, rubia, alegre y de Noreña, era una mujer y una cocinera maravillosa. Había aprendido a cocinar con la madre de Ángel, otra cocinera de categoría, y preparaba divinamente las perdices encapotadas en pimientos. Se me hace la boca agua sólo de recordar este plato.

En Casa Manolo pasamos horas inolvidables. Allí comimos, bebimos, conspiramos y cortejamos muchos de mi generación. Todo lo que sé de perros de caza lo aprendí en aquellas tertulias; y muchas otras cosas. A veces iba don Juan Uría con su abrigo largo a tomar una botella de sidra. Para él, la sidra siempre estaba tierna. Y siempre que Kubala pasaba por Oviedo, se acercaba a Casa Manolo para cumplimentar a Emilín, que en su opinión había sido el mejor extremo del mundo y a quien llamaba «maestro». Si entraba algún vendedor de lotería, Kubala sacaba un rollo de billetes de mil pesetas del bolsillo del pantalón y compraba un montón de décimos para obsequiar a Emilín. El gran jugador y mejor persona tenía el rostro colorado, la cabeza pequeña, el cuerpo grande, las piernas torcidas (por lo que caminaba bamboleándose, como si hubiera sido marinero) y llevaba una carpeta debajo del brazo en la que apuntaba los pedidos del coñac Osborne, que representaba. En cambio, su hermano, el no menos grande (como futbolista y como persona) Falín, caminaba a toda velocidad, con una eterna sonrisa de oreja a oreja, y saludaba al pasar, efusivamente pero sin detenerse.

Los domingos por la mañana había sesión especial. Primero, las peleas de gallos. Se improvisaba un ruedo en el patio, alrededor del cual eran colocadas varias hileras de sillas. Los de primera fila se colocaban páginas de periódico a modo de babero para que no los mancharan las salpicaduras de sangre. Y saltaban los gallos al ruedo. Como estaba prohibido apostar, los aficionados apostaban «chatos»: «¡Cuarenta “chatos” al giro!». El coronel Patallo, en primera línea de combate, hacía gestos tan desmesurados que uno temía que las arrugas del rostro se le fueran a desprender de la calavera. Terminadas las peleas, pagados los «chatos» y recogido el ruedo, Manolín echaba serrín sobre el patio y comenzaba la sesión musical, de la que era la estrella el barítono Joaquín Villa, que había cantado en New York con Enrico Caruso. Villa se sentaba en una mesa muy pequeña, debajo de la mandíbula del rinoceronte, y Manolín le llevaba una botella de blanco de la Nava. Cuando se disponía a cantar, se hacía el más absoluto silencio que nadie, ni por el motivo más grave, se hubiera atrevido a romper. Villa abría la boca muy despacio y empezaba a cantar. Siempre cantaba lo mismo: «Miseria». Pero, ¡cómo lo cantaba!

Lo dicho al comienzo. Casa Manolo es mucha Casa Manolo para un artículo. Da para un libro. Cuando Casa Manolo cerró, numerosos ovetenses, individualmente o en tertulia, quedamos como huérfanos.

La Nueva España ·29 marzo 2008