Ignacio Gracia Noriega
Bajando la calle Mon
La calle Mon es estrecha, recta y cuesta abajo, con una abertura hacia su mitad a la plaza del Sol, que comunica con la del Ayuntamiento. En rigor, se trata de tres calles: la de la Santa Ana en su tramo alto, hasta los Cuatro Cantones, donde se junta con las calles Canóniga y San Antonio, y la calle Oscura o de Santo Domingo, que sale a la plaza e iglesia de Santo Domingo, y llamada así, según Tolivar Faes, por su proximidad a esta iglesia: o por tratarse de terrenos que fueron propiedad de la Orden de Predicadores». Mas, por lo general, se conoce con el nombre de Mon a todo ello.
Situada, pues, entre la Catedral y la iglesia de Santo Domingo, fundada en 1518, con un gran claustro renacentista y un ampuloso pórtico según planos de Ventura Rodríguez realizados por Reguera, es una calle entre iglesias y otros menesteres a la que acaso se podría aplicar aquellos versos de Blas de Otero, no referidos a Oviedo, me apresuro a dejar claro, sobre una ciudad (tal vez cualquier ciudad prototípica del régimen anterior) llena de iglesias y casas públicas. Durante un período muy corto de mi atolondrada juventud no sólo fui rojillo militante, sino que en alguna ocasión, bien breve por cierto, para mi fortuna, me acometió el afán didáctico, y tomándome en serio aquellos versos de Gabriel Celaya que proclamaban la «poesía para el pueblo, / poesía necesaria como el pan de cada día», incurrí en el desafuero de leer algunas muestras eminentes de la llamada «poesía social» a algunos marineros de mi pueblo que eran acogidas con la más absoluta aunque cortés indiferencia, pues entre los marineros se encuentran los llaniscos mejores, lo más nobles, los de espíritu más abierto y los mejor educados y también, sin duda, los de mejor gusto literario. Los poetas comprometidos con la sacrosanta causa les traían al fresco; tan sólo el verso citado de Blas de Otero (no recuerdo si será exactamente así, porque cito de memoria) mereció el comentario del marinero más avisado. «Pues es verdad –dijo–. En todas las ciudades, los puticios quedan alrededor de la catedral».
No se trata aquí de recordar puticios, aunque también los había ya casi en la desembocadura de Santo Domingo. O por lo menos, establecimientos de nombres exóticos, como Sandokán, o ya en la fachada de la calle Marqués de Gastañaga el famoso Cabricano, cuyo ajetreo nocturno contemplábamos desde las altas ventanas del colegio como si se tratara de una gran película de aventuras. Se cuenta de esta casa un hecho singular y magnífico. Una cafila de golfos, de los que uno poseía por herencia o por cualquier motivo un hábito de dominico, determinó gastar una fastuosa broma a los frailes, para la que emborracharon a un conocido limpiabotas, al cual una vez que hubo perdido el control le encasquetaron el hábito y llevaron al colegio en volandas y a altas horas. Abrió el portero, circunspecto y servicial y al contemplar el espectáculo de un padre borracho lo consideró caso de fuerza mayor y llamó al rector. Éste acudió presuroso. Los golfos le dieron detalladas explicaciones. Habían encontrado al buen padre en aquella casa de enfrente, y señalaban hacia el Cabricano; el rector asintió:
—No me digan nada.
—Y como nosotros somos muy católicos, nos dijimos: Este padre será del colegio. Por lo que le traemos aquí.
—No, no es del colegio –se apresuró a explicar el rector–. Pero, de todos modos, no comenten este desagradable caso con nadie.
—No, no lo comentaremos, porque somos muy católicos –aseguran los golfos.
—Debe ser un padre transeúnte -conjeturaba el rector.
—Sí, vea usted, padre, trae maleta y todo –asentían los golfos, y le mostraban la maleta en la que habían transportado el hábito.
—¡Claro! –decía el rector–. Habrá entrado a tomar un café...
—Y como en esa casa no sirven café...
—Es verdad –dijo el rector– ¡Pobrecito!
Y los golfos repitieron a coro: «¡Pobrecito!». De este modo, el limpiabotas durmió aquella noche en celda de fraile, y no sabemos qué conversación habrá mantenido con el rector al día siguiente, cuando fue a pedirle explicaciones por la borrachera.
Al comienzo de la calle Mon estaba el bar Los Caracoles, que era más bien del tipo de los de la calle de San Bernabé que de los de esta zona, y más abajo, cuando ya el Oviedo antiguo empezó a ponerse de moda, hubo un establecimiento de copas con espectáculo, cuyo nombre no recuerdo. En cierta ocasión, durante la formación del PPRA, partido delirante aunque efímero, del que daré alguna noticia, fuimos unos cuantos después de cenar, entre ellos Atanasio Corte Zapico, que por entonces era senador, a tomar unas copas y bajar la cena, y como además actuaba un mago, a solazarnos con su arte. Una de las habilidades del mago consistió en sacarle el sujetador a una señorita sin desabrocharle la blusa. El senador Corte Zapico se quedó cavilando unos instantes y al fin dictaminó:
—Aunque está muy bien hecho, ese número tiene truco.
El bar más característico y clásico de la calle Mon era El Gato Negro, al que se entraba también por Trascorrales y por Mon. En la parte de arriba, entrando por Trascorrales, estaba el bar, que era de reducidas dimensiones, y por unas escaleras se descendía a la parte que daba a Mon, un amplio rectángulo con mesas a ambos lados, en las que se bebía el vino por botellas, se merendaba y se cantaba. Los cantares de El Gato Negro preludiaban los de Cecchini, un poco más abajo.
Los dos dueños de El Gato Negro eran de Villamarcel, en Quirós, y cuñados. Ambos vestían chaquetillas azules, y uno de ellos, Joaquín, atendía el bar, y el otro andaba por la parte de abajo, en la que servía muy eficazmente y con mucho humor Tuñón, que era de Pumarín y en tiempos había sido boxeador: un boxeador bastante bueno, como dice Gómez Fouz, que si no llegó a más, fue porque en aquella época había boxeadores muy buenos. Como camarero era excelente, dado el tipo de clientela que se reunía allí por las tardes. Bromeaba con todos, demostraba en algunos casos infinita paciencia y procuraba que no se pasara sed ni hambre en ninguna de las mesas.
Frente por frente de El Gato Negro estaba un bodegón enorme y algo destartalado, con grandes toneles alineados detrás de la barra y con poca luz. En esta parte de la acera se encontraba también la tienda anticuaria de Esperanzona, y la de mayor solera de Oviedo, en la que era una aventura entrar. Digo, porque yo siempre mantuve una gran amistad con el nieto de la dueña, Carlos García Valledor, compañero del Colegio de los Dominicos y ahora que va para mayor tiene un buen aspecto de Clint Eastwood maduro. A veces llevaba a algunos amigos a recorrer la tienda, y un recorrido por las diversas dependencias excitaba la imaginación. Allí había veleros colgados del techo, tricornios emplumados, sables con la empuñadura dorada, pistolas de chispa, cuadros al óleo que representaban batallas o galernas y marinos uniformados con predominio de azules y blancos. Al salir de allí, le entraban a uno ganas de escribir una novela de aventuras marineras, del tipo de «El buque fantasma», de Marryat; «Las aventuras de John Davys», de Dumas padre, o «Las inquietudes de Shanti Andía»; pero como lo que estaba de moda era el «realismo socialista» (también conocido por «realismo de la berza»), no quedaba más remedio que contenerse.
En una de las calles laterales que descendía hacia el Postigo abría sus puertas Casa María en un caserón destartalado. Era una taberna que parecía sacada de una novela rusa, con una clientela decrépita y oscura. Uno de aquellos clientes murió un día en brazos de Luis Cecchini. Pues las gentes de La Quintana y de otros establecimientos del centro de Oviedo empezaban a frecuentar el Oviedo viejo (antes de que Belarmino se ocupara del asunto), en dirección al Cecchini, o simplemente en busca de «color local» (más bien tenebroso). El Cecchini era un bar grande, con mesas corridas a lo largo de la pared y barra a la derecha, según se entraba. La clientela era predominantemente joven, o vagabundos de la zona, y se les permitía pintar en las paredes; claro que si quien pintaba era Carlos Sierra o Fernando Alba, mucho mejor. Se bebía vino peleón por hectolitros y se podía tomar la mejor cecina de Oviedo. La gente iba al Cecchini en grupos y una vez dentro se ponían a cantar a coro. Allí gozaba de lo lindo Serrano Tobalina, a quien llamábamos el doctor Toba, por Eduardo Toba, entrenador del Real Oviedo y médico. Tobalina siempre fue de tendencia muy cantarina, lo mismo que Gloria, su futura mujer, y cuando oía cantar, entraba en frenesí y cantaba de todo. En cierta ocasión se puso a cantar «Gaudeamus igitur», y el camarero le llamó la atención: «No me cantes cosas de iglesia, no sea que nos busquemos un lío». La dueña, Angelita, se pintaba los labios, era indulgente con la clientela y aficionada a la ópera. Una auténtica mecenas, que vendía vino barato y permitía que la clientela desahogara cantando o pintando las paredes.
La Nueva España ·15 marzo 2008