Ignacio Gracia Noriega
Los existencialistas de la Quintana
El bar La Quintana, en la calle de la Luna, se caracterizó durante una época por una clientela bastante peculiar, que en cierto modo contrastaba con el aspecto interno y externo del bar, más bien conservador. Algunos le llamaban El Gallo de la Quintana, sin que la referencia al gallo apareciera en el rótulo. Más bien parecía alguno de aquellos bares de la calle Caveda con la bolera atrás, y si no recuerdo mal, en la parte de atrás de La Quintana había un patio de color hollín. Frente a él había dos bares paralelos, ambos con entradas estrechas, y uno con escaleras que descendían y el otro con escaleras que ascendían, de manera que en el primero, la barra estaba en el sótano, y en el segundo, en el piso. Subiendo por la calle hacia Argüelles estaba el aperitivo, que tenía un altillo habilitado para comedor, como El Ovetense y el Bar Azul, y haciendo esquina con la calle Argüelles, una librería en la que, cuando cerró, compré en la almoneda gran cantidad de libros de caja (sobre cuyo papel la estilográfica se desliza estupendamente) y otros materiales de escritorio, a precio módico. Y en la desembocadura de la calle de la Luna hacia Alcalde García Conde estaba otro bar muy característico, el Sport, aunque con público muy distinto al de La Quintana.
La Quintana tenía la barra a mano izquierda: una barra de madera, con ondulamiento, y detrás, un trozo de hórreo, como si le hubieran cortado una esquina para que sirviera de decoración. Yo no sé por qué motivo entré alguna vez siendo niño en este bar con mi tío Avelino, que era muy aficionado a los toros, y reconozco que el hórreo me fascinó. Era magnífico que hubiera un hórreo dentro de una casa. Después, entré más veces en La Quintana, aunque sin ser cliente asiduo, y me acostumbré al hórreo. Pero aquella esquina de hórreo, con su pegoyo y fragmento de tejado, era un atractivo tan poderoso como el cochecito que subía las viandas desde la cocina hasta el comedor, que estaba en el piso, adosado al pasamanos de la escalera, de Casa Perón, en la calle del Rosal. Aquel cochecito le llamaba mucho la atención a Emilio Alarcos. No sé qué habría dicho del hórreo de La Quintana, porque nunca le vi en ese bar, aunque ésta no es razón suficiente para afirmar que no lo conocía y que no tenía opinión sobre él.
A mano derecha había varias mesas de madera oscura, en las que se reunían algunos viejos a beber el vino por medias botellas, y algunos daban cuenta de dos o más, pero parecía como si bebiéndolo por medias botellas se bebiera menos cantidad, y se comía un menú muy arreglado, tanto en el aspecto culinario como de precio. De manera que La Quintana era un bar de cierto aspecto rústico (no premeditado, como tantos establecimientos posteriores, de los que fue seguramente un adelantado el Mesón del Labrador), como había tantos en Oviedo en aquella época, y que tenían su principal clientela en gentes que iban a la capital al médico, al abogado o a cualquier gestión. El aldeano casi nunca baja a la capital por motivos estimulantes, por lo menos en aquella época. Y este bar tan típico, tan de toda la vida, con su hórreo sobre el que parecía que de un momento a otro iba a ponerse a kikirear el gallo, no sé exactamente por qué motivo se convirtió en el equivalente ovetense de una «cave» parisina, o, si se prefiere la versión carpetovetónica, de las Cuevas de Sésamo de la calle del Príncipe de Madrid. Yo no sé si aquella clientela nueva que acabó desplazando a la antigua sería consciente de que era «existencialista» a la manera de Juliette Greco o Jean-Paul Sartre; pero como vestían de negro y lo hacían con cierto desaliño indumentario, la gente del común dio en llamarlos «existencialistas». El desaliño era uno de los posibles ingredientes del progresismo y del afrancesamiento, dándose la circunstancia de que, algunos años más tarde, un partido radical y extraparlamentario hubo de convocar una asamblea para forzar a uno de sus miembros a que se ocupara más a su higiene bucal, en atención al olfato de los restantes camaradas. Ahora bien, estos refinamientos burgueses por lo general estaban de más entre quienes se proponían imponer la dictadura del proletariado o sufrían pavorosamente bajo el peso de la existencia. Éstos no es ya que desdeñaran sofisticaciones cosméticas, sino que hacían extensivo su desprecio al modesto e incluso democrático jabón chimbo. Andar hecho un desastre era síntoma de que había cosas más importantes en qué ocupar el tiempo que en la limpieza y una señal incuestionable de afrancesamiento. Nunca figuraron nuestros vecinos entre los más entusiastas del agua y jabón. El existencialismo, por lo demás, estaba de moda, tanto entre los lectores de las revistas literarias (no había número de «Índice» o de «Acento» en que no se mencionara media docena de veces por lo menos a Sartre o a Camus) como entre la gente de la calle, que tomaba el rábano por las hojas. ¿Qué era ser existencialista? Vestir de negro y padecer la «angustia vital», que se manifestaba físicamente en el ceño perpetuamente fruncido y, a ser posible, en la palidez del rostro. Incluso la moda existencialista llegó a la Universidad, muy poco permeable a las modas. En una clase de Religión del canónigo don Cesáreo, martillo de herejes, un alumno burlón le pidió que refutara con un par de pases de castigo a los existencialistas. A don Cesáreo aquella petición, tan razonable, por lo demás, le agarró descolocado, porque él todavía estaba en la refutación de Voltaire, y subrepticiamente criticaba a su compañero de Cabildo don Rafael Somohano porque había escrito una refutación contra Sartre, alegando que a un autor tal no se debe acercar nadie ni para refutarle. Por lo general, si mencionaba a Sartre o a Unamuno, los despachaba con el calificativo de «infracerdos», aunque Camus se libraba porque, según don Cesáreo, su madre era española, «y los españoles somos buenos razonadores». En cuanto a lo de refutar a los existencialistas, aquel día no estuvo vivo y se disculpó:
—¡Hombre!, refutar a los existencialistas en dos palabras…
Pero uno de los alumnos le apuntó:
—¿No es verdad, don Cesáreo, que como dicen las Escrituras, quien es sucio de cuerpo lo es de alma? ¡Pues entonces…!
Aquello le pareció muy bien a don Cesáreo:
—¡Ahí, ahí! Ahí dio usted en el clavo.
Pero otro de los alumnos elevó la protesta quejumbrosa:
—Don Cesáreo, que mi padre es carbonero, y no es existencialista.
Probablemente, también, no todos los que vestían de negro eran existencialistas (por ejemplo, los curas como don Cesáreo, sin ir más lejos), pero era evidente que algunos vestían de negro por parecer existencialistas. En La Quintana no sólo se reunían jóvenes pálidos vestidos de negro, sino con ciertas pretensiones de carácter intelectual o artístico que les permitían encajar en el muy vaporoso e indefinido concepto de existencialistas sin necesidad de «preguntar por el ser» y «entender el ser», ni de tener la certeza de que el modo fundamental de ser del hombre es estar en el mundo y el último fondo del ser es la temporalidad. Ahora bien, se disculpa, porque Heidegger es mucho Heidegger, y de Sartre, que era el más famoso, apenas se sabía que era antifranquista y ateo (como diría el P. Ruiz, lo uno es consecuencia de lo otro), y que había escrito «El Diablo y Dios», obra atea, confirmando lo que decía el P. Inciarte: la mejor manera de ganar lectores es recibir el premio Nobel o ser incluido en el Índice. En fin, con esto queda claro que los llamados «existencialistas» de La Quintana eran jóvenes inconformistas, que andaban un poco a la contra, y algunos de ellos manifestaban aspiraciones artísticas. Algunos eran poetas, como Olvido García Valdés o Felipe Prieto, o pintores como Carlos Sierra, o escultores como Fernando Alba, y la mayoría eran también poetas, pintores y escultores de la misma manera que eran existencialistas. Al final de aquella escapada, algunos anduvieron en la oposición al régimen, y uno de ellos falleció después de haber pasado por la Comisaría para ser interrogado. Una muerte muy lamentable, una verdadera tragedia.
Los «existencialistas» de La Quintana eran complementarios con los que por las tardes y primeras horas de la noche iban al Cecchini del final de la calle Mon. Cantaban canciones muy tristes (porque al Cecchini se iba a cantar) y por ellos empezó a divulgarse en Oviedo algún tipo de canción sudamericana. Lo normal era que, siendo tan afrancesados como eran, cantaran en francés, pero se conoce que no se les daba el acento. Y así cantaban no sé qué del «charango», en coro o en solitario, y luego, después de haber bebido vino peleón, se perdían en la noche, calle Mon arriba, abrumados por el peso del mundo y de la historia.
Tanto peso era lo que entendían como «angustia vital».
La Nueva España · 1 marzo 2008