Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El bar Cantábrico

El bar Cantábrico (o el Cantábrico, como habitualmente se le conocía, porque esa denominación incluía bar, sidrería y restaurante) tiene muchos puntos de contacto con La Paloma. Ambos son dos establecimientos absolutamente clásicos de la hostelería ovetense todavía en activo (y que lo sigan estando por muchos años); los dos fueron fundados por personas que no eran quienes les dieron prestigio y cuyos nombres, Ubaldo García en La Paloma y Mariano Prida Llabona en el Cantábrico, van indisolublemente unidos a los de sus establecimientos, y ninguno de los dos establecimientos se encuentra en la actualidad en el lugar donde se fundó. Tampoco se puede decir por ello que se trate de establecimientos itinerantes, pero lo cierto es que ahora no están donde estuvieron. El Cantábrico no hizo más que cruzar la calle, desde la entrada a Ciudad Naranco hasta la fachada de enfrente de la avenida de Santander, mientras La Paloma, para ir desde la calle Argüelles a la calle Independencia, tuvo que recorrer casi toda la calle Uría y es uno de los pocos establecimientos hosteleros de verdadera solera (término que referido a La Paloma resulta de lo más adecuado) situado en la zona de la margen izquierda de esa calle.

El Cantábrico antiguo se encontraba en un edificio de planta baja, con dos entradas. Si mal no recuerdo, el bar se encontraba a la izquierda, en el sentido de la avenida de Santander, hacia la Estación del Norte, y el comedor a mano derecha, por así decirlo, hacia Ciudad Naranco: de lo que debe deducirse que el establecimiento tenía el plano en forma de L. Aquella casa se hizo en 1875 y su primera propietaria era conocida por el nombre de La Curtia, dueña de una cantina y tienda mixta (tan frecuentes en el mundo rural hasta hace un cuarto de siglo), y atrás había un depósito de sal. Aquí terminaba Oviedo y empezaba el campo: más allá estaba el monte Naranco con sus aldeas y caseríos, y la cantina de La Curtia era la etapa inevitable de los aldeanos que bajaban a la ciudad, todavía arrinconada hacia la Catedral, o regresaban a sus casas. Allí hacían las compras de todo aquello que el gallinero, la huerta y el cerdo (esa «despensa andante») no podían abastecerles: por ejemplo, las almendras para hacer postres (como si no hubiera alrededor suficientes avellanas y nueces) y el aceite para impregnar bien la carne gobernada. Pues yo opino que la utilización del aceite y de la almendra en la cocina asturiana tradicional es de carácter suntuario. El aldeano se resiste a servir a la mesa, el día de fiesta mayor o cuando tiene invitados, lo que le proporcionan su huerta, su gallinero y su cerdo anual, y por lo tanto, tenía que ir a la tienda a comprar ingredientes exóticos, para demostrar que disponía de dinero metálico para adquirirlos. El Cantábrico empezó, pues, como bar-tienda rural (como aquellas que elogió el difunto Cándido Riesgo en un hermoso artículo) y pasó, con el tiempo, a ser poco menos que un bar de estación, ya que se encontraba situado entre la Estación del Norte y la de los Ferrocarriles Económicos de Asturias, con especial preferencia de los usuarios de esta última línea, que comunicaba Oviedo con Santander. La aldea, por tanto, modificada por el ferrocarril y después ocupada por la ciudad. Todavía recuerdo la época en que desde esta parte de Oviedo se veía perfectamente el campo. Hoy todo está urbanizado, y un poco más arriba de donde estuvo el Cantábrico, se encuentra El Puente, con excelente cocina y trato, muy bien dirigido por Javi, que durante muchos años fue el eficacísimo camarero del Cantábrico, que con su traje negro y corbata de lazo se movía por el comedor como un torbellino y sin un solo fallo.

Después de La Curtia, el Cantábrico tuvo diversos propietarios, según recuerda don Alfredo Villamil Iraola en una carta publicada en LA NUEVA ESPAÑA el 24 de septiembre de 1994. El último de ellos, Alejandro Villamil, de Santa Eulalia de Oscos, modificó la primitiva estructura del local, que estaba dividido en dos por un tabique, correspondiendo una parte al bar y la otra a la tienda, y en 1935 instaló un mostrador largo que «fue la admiración de todos los ovetenses», según el señor Villamil. Después de veinte años al frente del negocio, Alfredo Villamil, que acababa de quedar viudo, lo traspasó a Mariano Prida Llavona, que no hacía mucho había regresado de las Américas. Y con Mariano Prida empieza la historia moderna del Cantábrico tal como lo conocimos los de mi generación.

Mariano Prida Llavona nació en Torazo, concejo de Cabranes, en el seno de una familia campesina, el 8 de diciembre de 1906. No viéndole mucho porvenir a seguir en Cabranes, donde los horizontes se cerraban sobre la tierra, el joven Mariano prefirió los horizontes del mar y siendo muy joven todavía, como era corriente en aquella época, emigró a las Américas. Los de Cabranes solían marchar a México, donde muchos hicieron grandes fortunas, y por emularlos, para allá marchó Mariano, embarcando en Gijón el 8 de septiembre de 1922. Treinta y un días más tarde desembarcó en el puerto de La Habana. Cuba, esa especie de gran portaaviones frente a las costas de América, era la gran meta de los emigrantes gallegos, asturianos, santanderinos o vascos, o bien la plataforma para el salto al continente. Mariano, en su primer viaje a las Indias, se quedó en Cuba, trabajó en molinos de café y no tardó en regresar a Asturias por consejo de su amigo el doctor Celestino Somohano, hijo de emigrantes asturianos. Posteriormente viajó a Santiago de Chile, donde tenía familiares establecidos, un tío y un hermano, regresando a España en 1934 para contraer un afortunado matrimonio que duró más de sesenta años y del que tuvo dos hijos, José Antonio y Covadonga. Avelina, su mujer, era igualmente de Torazo.

En 1948 Mariano emprende su tercer viaje a las Américas, en esta ocasión a México. Ya no es joven para emigrar (tiene cuarenta y dos años), pero ha adquirido experiencia. Permanece en Chihuahua algunos años, hasta ganar lo suficiente para volver. Vuelve en 1953 con el propósito de establecerse en España. Primero lo intenta en Madrid, pero no le atraen las perspectivas que se le ofrecen y como aquel hombre del cuento árabe que sale a buscar un tesoro y encuentra durante sus viajes el dato cierto de que el tesoro se encuentra enterrado en el jardín de su casa, junto al pozo, Mariano regresa a Asturias y encuentra lo que buscaba en Oviedo, a medio camino entre la Estación del Norte y la de Económicos, a la entrada del Naranco. Aquel bar que había sido de La Curtia (la cual, al igual que Mariano, también había emigrado a América, cosa rara en una mujer, en su caso a la Argentina), empezó a llamarse el Cantábrico al poco tiempo de abrirse la estación de Económicos. El motivo de este nombre acaso se deba a que los ferrocarriles Económicos enlazaban a mitad de trayecto con el ferrocarril Cantábrico, que no era de la misma compañía aunque utilizaran las mismas vías. Y el Cantábrico, en aquellos tiempos de predominio del ferrocarril, siempre estuvo muy atento a los viajeros, también llamados pasajeros en la terminología de la época. Como escribe Luis Arrones Peón en su elegiaca «Hostelería del viejo Oviedo» (digo «elegiaco» porque la mayoría de los establecimientos reseñados ya han cerrado, razón por la que convendría conservar a los que se mantienen como poco menos que monumentos nacionales), el Cantábrico, en aquella época, «siempre fue más sala de espera de las salidas de los trenes que la propia estación». Durante muchos años, la tradición ferroviaria del Cantábrico continuó encarnada por la presencia entre la clientela del popular maletero Pin «el Rucu». Mariano Prida adquirió el Cantábrico por la cantidad de medio millón de pesetas pagadas al contado. A los indianos clásicos les gustaban las cuentas claras, el chocolate espeso, el dinero por delante y que la palabra dada valiera por una firma. De este modo se evitaban los gastos de papeleo y leguleyerías, y aunque las leguleyerías son inevitables, pagando de mano se simplifican. Aunque Mariano carecía de experiencia en la hostelería, situó al Cantábrico, por su maravilloso cocina casera, por su barra siempre poblada, por su sidra y su blanco superior, como uno de los establecimientos más prestigiosos y populares de Oviedo y de los más conocidos de Asturias, desde Irún a Vigo. Su gran especialidad es el «desarme», y su último «desarme» a la puerta del Naranco fue el de 1973, en el que José Suárez y Cuchichi compartieron manteles, garbanzos con bacalao y espinacas y callos (los mejores de Oviedo, y lo siguen siendo) con Pepe Velasco, de Ponga, marido de Covadonga Prida y una de las mejores y más entrañables figuras de la hostelería asturiana. Con el paso de la calle, José Antonio Prida se hizo cargo de la sidrería y Covadonga Prida y Pepe Velasco del bar y restaurante; la sidrería con entrada por la calle Manuel Pedregal y el barrestaurante por la avenida de Santander. En la actualidad, Eduardo Velasco Prida representa la tercera generación. Pese a que el local ha cambiado de aspecto, la cocina es la de siempre: la noble, sabrosa y estupenda cocina tradicional de Covadonga Prida, la de las patatas rellenas, los riñones al jerez, los calamares en su tinta con arroz blanco, los callos insuperables...

La Nueva España ·16 febrero 2008