Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Mero contempla el siglo XX

Baldomero Naves Lezcano, más conocido por «Mero», es el gran superviviente, y con toda probabilidad el último testigo, de casi un siglo de hostelería ovetense. No se trata de exagerar, pero es muy posible que nos encontremos ante el decano de los camareros españoles. Yo le recuerdo de toda la vida, como quien dice, desde que siendo niño entré con mi padre por primera vez en la Cafetería California, con seguridad hace bastante más de medio siglo. Mi padre era pariente de Loly, la mujer de José González, un artista de coctelería y socio de Mero, y frecuentaba aquel establecimiento que tenía como clientes fijos, entre otros, al comandante Vallespín y al pintor César Pola, y, lo que son las cosas, a los padres de mi mujer. El California fue la primera cafetería «americana» que se instaló en Oviedo, en la calle Palacio Valdés, y no tardó en convertirse en un bar de moda en toda la provincia: más de moda en los primeros tiempos que en los últimos. Inaugurado en 1951, permaneció abierto hasta 1976. Era un local estrecho y alargado, con la barra según se entraba a la izquierda: una barra larga que ya en el interior hacía una leve curva, en la que se situaba Mero con su traje negro, su corbata de lazo y la servilleta blanquísima colgando de su brazo izquierdo. Detrás de la barra estaba Pepe, con gafas y con la coctelera, y por la radio se escuchaba a Sara Montiel, que cantaba «Valencia» acompañada de una orquesta de mucho aparato: «Valencia es la tierra de las flores y del sol y de la luz».

Siempre que me acuerdo del California me acuerdo de «Valencia», por lo que deduzco que lo estarían tocando el día que pisé la cafetería por primera vez. En aquella época, primeros años cincuenta, en Oviedo se vivía de otro modo, pero espero no incurrir en flagrante «incorrección política» si insinúo que se vivía bien, y es posible que mejor que ahora, por lo menos desde el punto de vista de los nostálgicos. Y yo soy un nostálgico, y no hay nostalgia más maravillosa que la de los días de la infancia. De aquélla, en Oviedo, se hacían grandes cócteles: el «gin-fizz», la «leche de pantera», el «corazón de indio», etcétera, etcétera, por no mencionar la solera de los vermuts de La Paloma.

Naturalmente, yo no tomé cócteles hasta mucho más tarde, y no demasiados, porque desde que lo descubrí, siempre me mantuve fiel al wiskhy, y si no fuera por los orujos (en esta valoración, los vinos blancos y tintos y la cerveza no cuentan), podría decir que de modo poco menos que monógamo. El primer «ginfizz» que bebí, de todos modos, fue en el bar Paredes, con Chichi Roca. Pero en mi época de bebedor, los «cocktails» ya habían entrado en decadencia, al menos en Oviedo, aunque en época más reciente el barman de Logos inventó uno sin duda importante, bautizado Benedicto XVI en homenaje de nuestro Papa, felizmente reinante, y que lo sea por muchos años, para bien de la familia, de la libertad de la enseñanza y de la libertad de conciencia, tan seriamente amenazadas por el fundamentalismo laico-krausista. Yo lamento muy de veras no haberlo probado, pero a esas alturas ya me habían retirado de las aventuras e investigaciones más o menos alcohólicas. Además, los «cocktails» son peligrosos. En cierta ocasión, Armando Álvarez y yo fuimos jurados de un concurso de coctelería celebrado en San Félix de Avilés. Pues bien: uno de los camareros concursantes, cada vez que salía con la bandeja la dejaba caer sobre la mesa a la que nos sentábamos Armando y yo, y no una vez, sino por lo menos media docena. En fin: recordamos a Mero y nos ponemos a hablar de «cocktails»; de manera, que en esto del recuerdo, unas cosas conducen a otras de la manera más natural, y los recuerdos surgen como las cerezas de una cesta. Cuando se inauguró California en 1951, Mero tenía 41 años: un chaval. Ahora, camino de cumplir los 98 años, sigue manteniéndose joven de espíritu y lúcido, y tan despierto como cuando empezaba como pinche de cocina en el hace ya mucho tiempo desaparecido hotel Covadonga. Armando Álvarez, que es su cronista, refiere en un artículo con motivo de que Mero cumpliera los ochenta y seis años, que «todavía hace muy pocos días se interesó por la forma de doblar una servilleta que él no conocía, y Juan Carlos, el diligente maitre de La Goleta, le hizo la demostración, de la que Mero tomó buena nota, como si estuviera empezando ahora en el oficio».

En el California no sólo destacaban los «cocktails»: también los platos combinados entraron en Oviedo a través de su barra, de manera que aquello era el reino del combinado. El plato combinado de mayor éxito estaba compuesto por bistec, huevo frito, patatas fritas y ensaladilla rusa (que, por cierto, en los menús de los cuarteles de aquella época se denominaba «ensaladilla nacional», para marcar las distancias con la dictadura del proletariado). En cuanto a los «sandwichs», el más aparente era el compuesto por tortilla de gambas, jamón, lechuga, tomate y mayonesa. Y de los «cocktails», uno de los de mayor prestigio era la «leche de pantera», que se hacía con ginebra, leche, azúcar, hielo batido y canela. En este ambiente de novedades de lo más cosmopolita, Mero era el gran maestro de ceremonias, siempre amable, siempre profesional, siempre exacto. Tanto es así que el California fue durante pocos años, aunque intensos, el «Chicote» de Oviedo. Sólo faltaban Ava Gardner, Luis Miguel Dominguín y Ernest Hemingway acodados en la barra, pero ya digo que a veces se escuchaba a Sara Montiel. Lástima que yo todavía fuera muy niño en la buena época del California.

Naturalmente, un siglo de vida profesional no se reducen a una sola cafetería, por muy buena que fuera. Mero nació en Oviedo el 10 de noviembre de 1910, hijo de un obrero de la Fábrica de Armas y el mayor de una familia numerosa y longeva de diez hermanos de los que viven siete. Al cumplir los catorce años entró a trabajar en el taller de montura de la Fábrica de Armas, pero, evidentemente, aquello no era lo suyo. Poco antes había salido ileso, aunque medio inconsciente, del descarrilamiento de un tranvía que bajaba la calle Toreno, en el que murió un guardia municipal llamado Fombona. Librado de este accidente y después de su tanteo como aprendiz de la Fábrica de Armas, Mero entró a trabajar como ascensorista en el hotel Covadonga, situado en la calle Mendizábal, en el edificio que posteriormente fue del Banco Asturiano y del Banco de Bilbao. Del ascensor pasó a ser ayudante de cocina y finalmente camarero a las órdenes de un «maitre» alemán llamado Walter, de quien aprendió el oficio. Fuera de esta magisterio, la gran sabiduría hostelera de Mero, su buen hacer y su profesionalidad exquisita son el resultado de una experiencia perfectamente asimilada, de una clara inteligencia natural y de algo de carácter igualmente natural, innato y que es imprescindible para ser buen camarero: un carácter excelente con su punto de comprensión, de paciencia y de sentido del humor.

La fama de Mero no tardó en extenderse fuera de Oviedo, pues vinieron a buscarle al hotel Covadonga para trabajar en el hotel Olide de León. Por aquel tiempo, las convulsiones de España se agudizaban en Asturias, y Mero, procurando alejarse del foco del huracán, marchó a Madrid, donde trabajó en tres establecimientos de categoría: el Buffet italiano, el hotel Nueva York y el hotel Palace. En éstas se encontraba cuando, como él dice, le «pilló» la guerra civil, y como apunta su biógrafo Armando Álvarez, «pasó de las suyas». Ironías de la historia: por escapar de quince días de revolución en Asturias fue a refugiarse a Madrid, donde la guerra duró tres años. Pero como no hay mal que cien años dure (salvo la Guerra de los Cien Años), terminada la civil en 1939, regresó a Asturias, donde trabajó en el Club de Regatas de Gijón y más tarde en el restaurante Parador, de Oviedo, cuyo dueño, Alfredo Fernández, era uno de los mejores cocineros de Asturias de la época, un verdadero autodidacta, pero con genio. A Mero le interesaban mucho las cosas de la cocina desde que fue pinche en el hotel Covadonga e interés que no es habitual en los camareros. De este modo, entrando en la cocina y observando, Mero amplió sus conocimientos hosteleros, y si con Walter aprendió a ser un camarero de primera fila, con Alfredo Fernández se hizo cocinero, aunque su verdadera actividad no era la de cocinar, sino la de servir. Su obra maestra fue el banquete en el teatro Campoamor al alcalde García Conde por haber reconstruido uno de los mejores teatros de España, para mil comensales al precio de sesenta pesetas. Como el patio de butacas resultaba insuficiente, se aprovecharon también los palcos como comedor.

Después de jubilarse, Mero seguía actuando como camarero aficionado siempre que se lo pedían los amigos. Recuerdo una comida en la Sociedad Micológica La Corra (casi encima de donde estuvo el California), hace veinticinco años, cocinada por Lito Álvarez y servida por Mero, que resultó perfecta. En la perfección del trabajo bien hecho encontró Mero su vida, por su brillante currículum es el que le ha otorgado Dios, con una salud estupenda». Que no es poco, aunque Mero merece algo más.

La Nueva España ·19 enero 2008