Ignacio Gracia Noriega
La Semana Santa
Si la «Semana laica» actual es puro desmadre alentado por la permisividad «políticamente correcta», la Semana Santa del «régimen anterior» era el dominio asfixiante del aburrimiento. Las emisoras de radio sólo daban música sacra, lo que es preferible a los anuncios, pero que cuando suena de manera ininterrumpida llega a cansar; por todas partes hacían procesiones y los cultos eran larguísimos, interminables. Para los niños había un momento de mucha excitación cuando se apagaban las luces de la iglesia, simulando «las tinieblas» y empezaban a sonar las matracas, con las que se podía meter mucho ruido sin que viniera el sacristán -o el propio cura- a reñir. Digo, porque en una ocasión, en la basílica de mi pueblo, durante la misa de Reyes, yo estaba apoyado en una de las puertas con una trompeta que los Reyes Magos de Oriente habían dejado en casa de un tío, que vivía enfrente, y al verme, un feligrés, sin duda aburrido, empezó a llevar las dos manos a la boca y a hacer como si soplara un instrumento musical: lo que fue incitación suficiente como para que yo, que tenía una trompeta en lugar de las manos, diera un trompetazo que retumbó bajo las bóvedas góticas y las arracimadas columnas, y bajo los medio relieves de un vía crucis sombrío, anterior al que años más tarde pintaría Magín Berenguer con predominio de azules y blancos. En fin, ¿para qué contar el alboroto que se armó, mucho mayor que el trompetazo que yo había dado? Como consecuencia, me requisaron inmediatamente la trompeta, y allí naufragó la remotísima posibilidad de que yo fuera un competidor de Louis Armstrong. Sin embargo, el día de Jueves Santo, durante «las tinieblas», se podía meter todo el ruido que quisiéramos, aunque para ello fuera imprescindible aguantar muchas horas de sermones, casullas negras y olor a incienso. Todo muy espectacular, aunque harto pesado.
A las procesiones evitaba ir por todos los medios. Un vez asistí desde lejos a una en Oviedo porque un compañero de carrera participaba ataviado con hábito morado y capucha, como si fuera del Ku-Kux-Klan. En otra ocasión, en mi pueblo, pasaba una procesión por la calle Mayor mientras algunas personas poco piadosas nos encontrábamos refugiadas en un bar, en el que era la estrella un marinero que cantaba. Un gerifalte del régimen alborotaba con un par de copas de más e incitaba al marinero para que cantara, y empezaba a cantar «Carromateros» (que algunos intérpretes decían «Carros Mateos») cuando entró un sargento de la Guardia Civil a llamarnos descreídos y a imponer silencio. Entonces el jararca se encrespó y pronunció el consabido «Usted no sabe quién soy yo», a lo que el guardia civil le contestó que, en efecto, no lo sabía, pero que le costaba poco trabajo llevarle al cuartel para averiguarlo.
Con esta anécdota creo que se deja claro que durante los dos días de máximo fervor, Jueves Santo y Viernes Santo, cerraban todos los bares si no querían exponerse a incidentes como el que acabo de referir. Así que si encontrábamos algún bar abierto, nos comportábamos con el mismo tiento y prudencia que si estuviéramos en un bar clandestino de Chicago o Nueva York cuyo dueño no hubiera pagado aquel mes la «protección» al juez, a la Policía y a la banda de los proveedores.
Sin embargo, en esto, como en todo, la ley era rígida pero flexible, como en los espectáculos de variedades, en los que había funcionarios de Información y Turismo que permitían enseñar un poco más de pierna a cuenta de prohibir las «morcillas», y otros que consentían las «morcillas», pero obligaban a que la falda estuviera por debajo de la rodilla. O, en el cine, se toleraba cierto «destape» si la actriz interpretaba a una nativa o indígena (como Dolores del Río en «Ave del Paraíso», de King Vidor), pero en ningún caso si hacía el papel de mujer blanca. Con los bares sucedía más o menos lo mismo. Se cerraban los de Oviedo, pero permanecían abiertos los de los alrededores, gracias a lo que hacían su «agosto» sin necesidad del aluvión de madrileños y vascos que nos invaden en la actualidad. Por estos días se anunciaban espichas, y se abrían toneles en Colloto, Granda, Tiñana, Viella, etcétera, y estaban llenos los merenderos del Naranco, de Fuso, de Palomar, de Las Caldas, de Caces...
A Fuso íbamos en el Vasco, a Colloto en autobús y al Naranco y al Cristo (que a pesar de llevar el nombre del protagonista de los cultos que se celebraban abajo, estaba muy concurrido), andando. De aquella, La Gruta era un merendero más, con mucho terreno alrededor que podía aprovecharse como aparcamiento, pero aquella posibilidad no atraía a nadie, porque eran muy pocos los que tenían coche. En cambio, el principal atractivo de La Gruta era la tortilla paisana. En Fuso recuerdo que hasta alguna vez se hacían bailes con un tocadiscos portátil, llamado «pick-up» por los aficionados a exotismos. Como a mí no me gustaba bailar, ni la sidra, me consolaba bebiendo vino y comiendo chorizos a la sidra, que es la única aplicación sensata de la sidra. La sidra, ya se sabe, es bebida fría y de efectos un tanto imprevistos si se aposenta en estómagos vacíos o en condiciones en general deficientes: por eso conviene «forrar» si se la bebe en cantidad, de manera que a las salpicaduras del líquido y a los cantarines, se unían las delicias de un «pincheo» que abarcaba una gama muy amplia, desde los chorizos a la sidra propiamente dicha hasta la racial y estupenda tortilla de patatas, cuanto más jugosa, mejor. También se podían comer las insuperables tortillas de setas de «Casa Ximielga», en Colloto, un bar que ahora está más o menos como antes pero sin Ximielga, un tipo verdaderamente genial, experto micólogo, pescador a mano en el Nora, monologuista y hombre de buen humor, pero que se había cansado de explicar que la fotografía de una nutria que adornaba la columna en medio del bar era, efectivamente, una nutria.
La Nueva España ·1 diciembre 2007