Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Semblanzas

Ignacio Gracia Noriega

José Afonso en el Fontán

Una mañana de primavera de la década anterior salí a dar un paseo por el Fontán, a beber vino blanco y a charlar con los amigos; y me extrañó ver a todo el mundo (y casi todo el mundo era joven aquella mañana) con claveles rojos en las manos. Las muchachas llevaban sus enormes carpetonas contra el pecho y los pantalones tejanos, lo mismo que ahora, y los muchachos iban más barbudos que ahora; pero unos y otros llevaban además claveles rojos. No sé por qué yo también compré un puñado de claveles para regalárselos a Covadonga: las primeras y, de momento, las últimas flores que compré en mi vida; y cuando entré con ellas en el bar del «Porretu», en la calle del Áosal (que ahora se ha trasladado al Fontán, precisamente), me dijo Santiago Melón en broma:

—Van a meterte en la cárcel.

—¿Por qué? -pregunté.

—Por los claveles.

—Pero bueno -protesté-. Comprar flores puede ser una cursilería o algo pasado de moda, pero tanto como para que le metan a uno en la cárcel...

—Es que los militares acaban de derrocar a Gaetano y emplean los claveles como símbolo de la revolución. Hay claveles en los tanques y en los cañones de los fusiles. Lisboa está llena de tanques y de claveles.

Todos desconocíamos de aquélla el alcancede la «revolución de los claveles», que fue hermosa mientras duró; pero yo manifesté mi descontento porque los militares hubieran sacado los tanques a la calle en la carretera de Cintra, que había sido en el siglo pasado el escenario de un crimen narrado por Eca de Oueiroz y Ramallo Otigao, pues siempre opiné que los militares deben estar en los cuarteles y abstenerse de intervenir en la vida política; aunque, qué duda cabe, la intervención de lós militares portugueses me resultara mucho más simpática, y fuera mucho más alegre y beneficiosa, que la del inicuo Pinochet o la del mariscal Jarucelski. Aquel día de abril, ya en plena primavera, los españoles también teníamos la impresión de que estábamos alcanzando el final del túnel: «Estamos llegando al mar», cantaba no recuerdo qué «cantautor» a través de las ondas. Pero esto no podía causarnos tanta impresión como la que los propios ,portugueses recibieron aquella mañana de primavera, cuando encendieron sus aparatos de radio, y escucharon la voz de José Afonso,cantando «Grándola, villa morena», una canción unida ya para siempre al restablecimiento de las libertades en Portugal. Antonio Machado, con intuición de poeta, percibía, al final de la monarquía, que alguna mañana los españoles se levantarían republicanos. Los portugueses aquel día pusieron la radio para saber cómo estaba el tiempo y se encontraron con «Grándola, vila morena». Así de sencillo. Y aunque cuando Henrique Galvao raptó el «Santa María», el Gobierno franquista, en solidaridad con la dictadura vecina, envió a un buque de guerra en su persecución, club nada hizo, los tiempos han cambiado verdaderamente y a la vez que tan-; tos y tantos le enviaban monóculos al general Díez Alegría para recordarle el paso hacia delante dado por Spinola, las emisoras españolas también transmitían; «Grándola, vila morena». José Afonso pasaba a ocupar un lugar al lado de Georges Brassens, Jacques Brel, Joan Baez o Raimon, que a mi juicio fue el mejor de todos los «cantautores» españoles. Por primera vez en mucho tiempo los españoles tuvimos envidia de Portugal. Nos sucedía exactamente lo contrario que al poeta Antero de Quental, quien, al comienzo del folleto «Portugal perante a revolucao de llespanha, consideracoes sobre o futuro da política portuguesa no ponto de vista da democracia ibérica», iml?reso en 1868 con motivo de la «Gloriosa», escribía: «Hace dos meses admirarnos la revolución ,de España: es tiempo tal vez de tratar de entenderla. El entusiasmo es bueno porque ele va el espíritu, pero la crítica es aún mejor porque lo esclarece. Las revoluciones, sin desdeñar por esto la emoción y el aplauso, no piden al mundo sino uña cosa: ser comprendidas». Mi amigo el titiritero argentino Hugo Gaito estaba en Lisboa por aquellos días, y me contó en una entrevista que había «un clima muy bonito, la gente estaba toda alegre, en las terrazas. Estaba todo lleno de confetti, de un confetti muy bonito. Entramos en un bar vienés a tomar un oporto y la gente brindaba. Aquello me recordaba lo de Allende en Chile. ¿Tú sabes que una revolución se respira? Yo creí que era una frase, pero es verdad: se respira alegría en una revolución».

Pero las revoluciones tienden a institucionalizarse, no hay otro camino. Grandota, la villa morena, cada vez estaba más lejana. Ahora, José Afonso acaba de morir enfermo y pobre. Chateaubriand escribió al final de las «Memorias de ultratumba»: «Los espíritus de primer orden, producidos por las revoluciones, desaparecen; los de segundo, los que se aprovechan de ellas, quedan». José Afonso ha muerto pero queda el recuerdo de la alegría de aquella mañana de primavera en el Fontán.

La Nueva España · 28 febrero 1987