Ignacio Gracia Noriega
La Semana Santa y la Luna
La vinculación de la celebración de las fiestas en torno a la figura de Jesucristo con los rituales milenarios de otras religiones
Llega la Semana Santa con la Luna casi sin que nos demos cuenta. Además, todavía no hace mucho tiempo -los de mi generación sin duda lo recuerdan- era tiempo de recogimiento y silencio como ahora lo es de estruendo y jolgorio, casi podríamos decir «semana laica». En épocas de mayor religiosidad que no debemos atribuir solo al «nacionalcatolicismo», ya que no había ninguna ley que obligara a ir a misa, sino que socialmente estaba «bien visto», la gente abarrotaba las iglesias: recuerdo con cierto horror aquellos interminables cultos de Jueves Santo y Viernes Santo y al «rojo oficial» de mi pueblo, por lo que se suponía que también era ateo, situado en uno de los lugares más visibles de la basílica, siguiendo el ritual con respetuoso interés. Eran días cenicientos y sombríos, en especial Viernes Santo, aunque luciera el Sol, que, por lo demás, andaba escaso aquellas fechas. Íbamos a la iglesia con nuestros padres, a escuchar interminables sermones y cánticos, desde primeras horas de la tarde hasta la noche. Y, por lo menos, el día de Jueves Santo, a la salida de los cultos había establecimientos abiertos por lo que mi madre me llevaba a una confitería a reponer fuerzas con chocolate con pastas. Pero el día de Viernes Santo estaba cerrado todo, absolutamente todo. Y al regresar a casa, en noches azules, veía la Luna llena.
Las procesiones y las representaciones casi teatrales daban alguna animación a aquellas celebraciones adustas. En la basílica tenían un Cristo articulado de tamaño humano que clavaban en la cruz del día de Jueves Santo, permanecía crucificado durante todo el Viernes Santo y el Sábado de gloria, mientras un elocuente y dramático orador traído ex profeso, desde el púlpito artísticamente tallado y debajo de la blanca palomita que representaba al Espíritu Santo, pronunciaba las arrebatadas palabras del Sermón del Descendimiento, varios sacerdotes ancianos bajaban a Cristo de la cruz. Como la iglesia de Llanes era colegiata, entonces había mucho clero, y el sochantre don Antonio Moriyón, grande, grueso y del Sporting, nos quitaba el aliento subido a una escalerilla para desenclavar la imagen, temiendo que cayera.
Las procesiones recorrían la calle Mayor y a ellas asistían todo el clero disponible, las autoridades civiles, el ayudante de Marina y la fuerza pública, y los fieles marchaban detrás o contemplaban el paso de las imágenes sagradas desde las aceras. Algunas mujeres, poseídas de necrofílica piedad, caminaban amortajadas, lo que producía una impresión un tanto siniestra. Conforme iba haciéndome mayor, los rigores se suavizaron o es que ya podía entrar en los bares. Lo cierto es que el día de Viernes Santo había algunos bares clandestinamente abiertos, como si estuviéramos en el Chicago de la ley seca. Una tarde de Viernes Santo, «El bodegón», una gran sidrería lo mismo que ahora, con dos entradas, una a la plaza de la iglesia de la Magdalena y otra a la calle Mayor, estaba lleno hasta rebosar, y entre la clientela se Encontraban Tono el Pitu, buen cantante de asturianadas, y un personaje del régimen casado en Celorio y que en aquel momento estaba más que animado y pedía a Tono que cantara. «Que no puede ser», decía Tono, pero Culetu, el dueño, como se trataba de una personalidad, como he dicho, se hacía el desentendido, así que Tono cantó al tiempo que la procesión pasaba por la calle y no tardó en comparecer la Guardia Civil que ordenó silencio y compostura y nos tomó el nombre a todos los presentes. Mi primera ficha policial. No pecaremos de pedantes ni de descreídos si aludimos a que lo entre nosotros se denomina la Semana Santa se encuadra dentro de los rituales de la muerte y renacimiento de la vegetación. «Se inicia una nueva etapa -escribe Mircea Eliade-, es decir, se repite el acto inicial, mítico, de la regeneración. Por eso, el ceremonial de la vegetación se celebra entre Carnaval y San Juan. No es la aparición de la primavera la que ha creado el ritual de la vegetación; no se trata de lo que se ha llamado una «religión naturista», sino de un cuadro ceremonial que, según las circunstancias, se ha ido adaptando a diversas fechas del calendario». En el cristianismo, el Jueves de Pasión está determinado por el Martes de Carnaval, celebrado cuarenta días antes. Por lo que andan desviadas los que suponen que el Carnaval es una celebración puramente laica, de «ayuntamientos democráticos». Otra característica común presentan, dada su íntima relación, el Carnaval y la Pasión: son fiestas lunares en un calendario solar, lo que explica su movilidad. La Pascua, la fiesta más importante del cristianismo junto con la Navidad, es la adaptación de la Pascua de los judíos, fiesta de acción de gracias al Dios de la Alianza por haberlos librado de la esclavitud de Egipto, y, en consecuencia, comienzo del año hebreo. En la Pascua cristiana se conmemora la muerte y resurrección de Cristo, el triunfo sobre la muerte y la salvación de la humanidad: no de la humanidad como masa a la que pretende redimir el marxismo, sino a cada hombre por sí mismo, según sus merecimientos.
Modesto G.Cobas ha escrito sobre «la insólita Semana Santa de Asturias». En efecto, el patetismo de ciertas celebraciones al Sur de la cordillera cantábrica, en Castilla, Andalucía y el Levante, no son muy conformes con el modo de ser de estas tierras verdes y nubosas que prefieren al Cristo que anduvo por el maral del madero. Por eso la Semana Santa aquí es poco brillante y por eso Cobas la califica de «insólita».Y si en algunas localidades toma aspectos dramáticos y violentos obedece a imitación más o menos interesada de las semanas santas del Sur y de su inevitable tirón turístico. El dramatismo forma parte del espectáculo más que de la devoción. Según don Enrique García-Rendueles (en «Liturgia popular»), la Semana Santa en Asturias no presentaba aspectos especialmente violentos. Eran especialmente destacadas las procesiones de Villaviciosa y la del «Santo Entierro» en Oviedo, a la que «asistía alumbrando la servidumbre de las casas grandes, luciendo sus libreas, y a la de la Soledad de la Virgen acudían, en cambio, los señores. En Gijón se sacaban los pasos del escultor Antonio de Borja, en Luanco, se efectuaba la procesión de los «Callandinos», porque todos los participantes guardaban riguroso silencio, en Cudillero se cantaba el Calvario mientras la campana de la iglesia daba treinta y tres lúgubres campanadas y en Pola de Laviana un bando municipal ordenaba el cierre de los bares, aunque, comenta Rendueles, «el cierre era meramente formulario, pues se limitaba a las puertas de la calle, dejando expeditas las de las trastiendas donde se colaban los clientes con piadoso disimulo a la «matanza de xudios», contándose los muertos por los cuarterones de vino consumidos». Este «progrom» vináceo tenía la ventaja de ser inofensivo, al menos para los judíos.
En algunas localidades, la Semana Santa presenta aspectos gastronómicos: en Pola de Siero, «las señoritas de más categoría» servían una comida a los pobres y en los talleres que abundaban en la villa, el patrón ofrecía un opíparo banquete a sus empleados en recuerdo de la Última Cena. En Labio, Salas, los vecinos acudían a los oficios de Viernes Santo llevando cestas con bollos de escanda, huevos, manteca y azúcar, de los que comían e invitaban al cura. Por no hablar de los deliciosos «huesos de santo», propios de Todos los Santos y trasladados en algunos lugares a la Pascua de Pasión. Las tinieblas de la Semana Santa están encuadradas entre dos claras celebraciones dominicales: el Domingo de Ramos y el de Resurrección, que en Candás se celebra con la procesión del Encuentro.
La Nueva España · 18 abril 2014