Ignacio Gracia Noriega
Cuando todo el mundo cobra
Los templos deberían estar abiertos a los fieles, que no son «el público», a todas horas, no sólo durante los cultos, aunque la Iglesia hace bien en evitar en lo posible la dependencia del Estado
El anuncio de que a partir de ahora entrar en la Catedral de Oviedo en horas que no sean de culto costará la cantidad de siete euros ha originado una polémica reflejada en las páginas de este periódico. A mí también me parece mal que cobren por entrar en el Templo (lo escribo con mayúscula porque es el primer templo de Asturias, el compendio de todos los demás), ya que, durante mis visitas a Oviedo, siempre que tengo un rato libre me gustar entrar en él, recorrer sus naves, sentir el vértigo de sus altas nervaduras y la majestad de sus columnas, ver los colores de los vitrales y escuchar el silencio; pero no me sumo a los que protestan por dos motivos principales: el primero, la Catedral es propiedad de la Iglesia, que puede hacer con ella lo que juzgue oportuno o lo que le dicte el Espíritu Santo; y el segundo, porque todo el mundo cobra, en todas partes y a todas horas, menos los que nos dedicamos a la literatura, que parece que tenemos que hacer las cosas gratis. Hace muchos años, en una época de menos presión fiscal que ésta, cobrar la entrada en un templo hubiera parecido un disparate, una exageración e incluso un blasfemia, y como entonces había más religiosidad que ahora, algún piadoso indignado por la medida hubiera invocado a Jesús expulsando a los mercaderes del templo. Por aquel tiempo, hace muchos años, se publicó en la prensa en tono jocoso que en Italia iban a poner un impuesto especial a las mujeres guapas y alguien comentó que sería el único impuesto por el que no protestarían las implicadas. Mas Sofía Loren era guapísima pero no debía estar conforme con los impuestos porque tuvo que escapar a Francia para librarse de ellos y pasó por la cárcel cuando pretendió volver a Italia. Ahora, aquí como en la «culta Europa», cobran por todo: solo falta que pongan un impuesto a la respiración, y no repetiré esa posibilidad, no vaya a ser que les dé ideas.
Los que se oponen al cobro por la entrada en la Catedral me parece que lo hacen en un sentido equivocado. Algunos, como el presidente de la Hostelería, invocan el «turismo religioso», que es algo muy parecido a suponer que el «Codex Calistinus» es una guía turística. No, no todos los que entran en la Catedral en horas que no son de culto lo hacen por motivos turísticos. Muchos lo hacen por rezar, otros lo hacen por contemplar las obras de arte que el templo contiene y otros, en fin, por extasiarse ante la grandeza de una obra arquitectónica plena de armonía y de majestad. En la época en la que se levantaban las grandes catedrales góticas, entre las que figura la de Oviedo, no había arquitectos-estrella del tipo de Calatrava, porque, en ese caso, no quedaría en pie ninguna. Aquellos arquitectos depositados de una sabiduría antigua y profunda escribían libros ciclópeos de piedra e inventaban una arquitectura nueva, como escribe Ruskin, «exenta de tradición romana y de influencia arábiga; gótica pura, autónoma, insuperable e inexpugnable». Por lo que tenía que ser en Asturias, el primer reino europeo que resistió la avalancha islámica, donde se construyera una de las últimas y más brillantes muestras de aquel arte arquitectónico plenamente europeo, que apuntaba al cielo como una flecha labrada. El turista religioso no es lo importante. Si es turista, que pague. Y, además, no debemos confundir ir a los templos con lo que se da en llamar el «turismo revolucionario», de los que van a Yucatán a seguir las huellas del subcomandante Marcos o a Cuba a observar de cerca los grandes logros sociales y los avances democráticos del castrismo. A las catedrales se va con otro espíritu, más recatado, más contemplativo. Se va, si no por motivos religiosos, a respirar la atmósfera de un pasado en el que la espiritualidad tenía en sentido que se conserva íntegro entre las venerables piedras catedralicias. Todo es grande dentro de nuestra Catedral, aunque no sea, ni con mucho, de las mayores de España. Pero desde la Cámara Santa al retablo, desde la reflexiva imagen del Señor del Mundo al canto de la Sibila que se escuchaba bajo estas bóvedas, todo invita a trasladarse a otro tiempo en el que las pequeñas cosas del nuestro quedan afuera: por lo que al salir de la Catedral uno no se deslumbra porque en la plaza haya más luz. Se sale, es cierto, a una zona tranquila de Oviedo, pero se respira otro aire y vuelve a apoderarse de nosotros el tráfago del mundo moderno. No voy a afirmar que el otoño de la Edad Media, que el siglo XVI, fueran mejores que el siglo XXI: en algunos aspectos no lo eran. Pero si deseamos sentir el latido de aquellos tiempos, en el único lugar donde podemos percibirlo en su plenitud es en la Catedral en la que todo lo que nos envuelve de modernidad carece de sentido. Incluso a los que no son religiosos. Sobre todo, a los que no son religiosos.
Los templos deberían estar abiertos a los fieles, que son otra categoría que «el público», a todas horas, no solo a las horas del culto, como si se tratara de una oficina, pública o privada, con los horarios meticulosamente reglamentados y vigilados por los sindicatos. Todas las horas son buenas para contemplar una obra de arte, para trasladarse a otra época, para rezar.
Pero todo cuesta dinero en este mundo, y sí en otras catedrales y museos cobran la entrada, ¿por qué no en la Oviedo? El argumento es válido, si lo es el de que como el servicio de Correos en España era el más barato de Europa, cuando entramos propiamente en la mencionada «Europa», una de las medidas «europeizadoras» fue ponerlo «a nivel europeo». Por lo demás, el mantenimiento de una catedral no es gratis y en estos días el deán don Benito Gallego dice que se iniciarán los trabajos de restauración y limpieza del Arca Santa, lo que sin duda tendrá un costo considerable. Y la Iglesia hace bien en evitar, en la medida de lo posible, la dependencia económica del Estado. Aunque se ha visto con los presentes «recortes» que la vida cultural es imposible en este país sin las subvenciones y ayudas estatales. Duele reconocerlo pero así es. Ignoro si los siete euros por cabeza aportados por los visitantes darán para mucho, supongo que no: pero menos es nada.
La señora Amparo Camblor, preguntada por «La Nueva España», afirmó: «En todos los sitios cobran, ¿por qué no iban a hacerlo también en la catedral de Oviedo?». Gran verdad: en todos los sitios cobran. Me acaba de llegar una carta del banco en la que me comunica el cobro de cincuenta euros por el mantenimiento de cuenta más otros tres euros no sé por qué. En otro tiempo, las cuentas corrientes producían unos mezquinos intereses, mas ahora no sólo no pagan por tener el dinero en el banco, sino que cobran, y debe tenerse en cuenta que a la catedral se entra voluntariamente mientras que tener dinero en el banco es obligatorio, ya que, supongo que «por nuestro bien», todos los gastos como los cobros deben estar domiciliados. Ya no vale tener el dinero metido en el colchón. Todo se hace por medio del banco, del mismo modo que ya se empieza a hacer todo por internet. Si éste no es totalitarismo, no sé qué supondrán que es el totalitarismo. Nosotros llevamos nuestro dinero al banco para que el banco obtenga beneficios operando con él, y no solo no nos dan una parte de esos beneficios sino que tenemos que pagar por prestarle nuestro dinero al banco. Estamos en una nueva etapa de las relaciones comerciales, en las que el vendedor no está para servir al cliente sino el cliente para plegarse a lo que ordene el vendedor. Y los usuarios encuentran esta situación normalísima al tiempo que protestan porque se cobran siete euros por entrar en la Catedral.
La Nueva España · 22 febrero 2014