Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

La sociabilidad rural: la esfoyaza

La vieja costumbre que reunía a los labradores las noches de otoño para deshojar el maíz, y que describió Jovellanos, se ha ido sin posibilidad de retorno

El mundo rural, definitivamente ido sin posibilidad de retorno, guardaba tesoros de sabiduría antigua y honda. Tal vez resulte un poco decepcionante para algunos nostálgicos admitir la irreversibilidad de aquella pérdida, pero así son las cosas, y las posibilidades de rescate, aquí y en otras partes, sólo producen casos patéticos, como aquel ejemplo que ponía Caro Baroja de cuatro bancarios bailando una sardana en una plaza de Barcelona o el afán de los ayuntamientos progresistas de revivir los Carnavales, lo que en la actualidad, al disminuir o desaparecer las subvenciones, está en franca decadencia. Nuestra etnográfica televisión regional hace un esfuerzo meritorio e incluso emocionante por promocionar «deportes autóctonos» y algunos que son más bien de imitación pero de innegable aroma rústico, mas los entusiastas de esas etnografías, después de presenciar a través de la pequeña pantalla una partida de bolo vaqueiro, cambian de canal para ver el inevitable partido de fútbol entre equipos no sólo foriatos sino procedentes de ciudades de pronunciación casi imposible en la lengua del lugar. Con el mundo rural ha desaparecido todo lo que le daba vida, variedad y color: la economía, la organización familiar, el dialecto, los trabajos, los juegos y las diversiones.

Los intentos de recuperación tienen un aspecto tan artificioso como inventar fiestas donde nunca las hubo o traducir refinados poetas europeos a unas lenguas rústicas, con léxicos tan limitados como especializados. Entre las viejas costumbres se encuentra la esfoyaza, que, según Carlos González Posada, «significa la junta que se hace en Asturias de los labradores para esta operación de escapullar maíz». El nombre procede, naturalmente, de esfoyar, que tiene el sentido preciso de escapullar maíz.

Se admite, de manera general, que las costumbres aldeanas son muy antiguas: «Se pierden en la noche de los tiempos», suele afirmarse con repetida retórica, o bien «existen desde tiempo inmemorial» o «ya las había cuando los más viejos del lugar eran niños». Sin embargo, no nos dejemos llevar por las primeras impresiones, que a veces conducen a error. Por ejemplo, suponer que la fabada es un plato antiguo y rústico, cuando es de villa y clase media, y el difunto José Castro argumentó hace veinte o treinta años que por aquellas fechas todavía no había cumplido el siglo. La esfoyaza está mejor documentada: era una celebración normal del otoño asturiano que el clérigo Antón de Marirreguera, el «Berceo del bable », es decir, el primer poeta bable de nombre conocido, describe a mediados del siglo XVII en su adaptación de la fábula de Píramo y Tisbe, a la que Menéndez Pelayo se refiere jocosamente describiéndola, juntamente con las demás composiciones del autor («Heroy Leandro» y«Dido y Eneas»), como «la divertida metamorfosis que hace sufrir el autor a las clásicas narraciones de Ovidio o del libro IV de la Eneida virgiliana, que supone recitadas por un viejo asturiano junto al fuego». Elviro Martínez lamenta que sólo cante el final de la esfoyaza:

«La postrer nuiche ya d’Octubre yera y acabóse temprano la esfoyaza».

Porque la esfoyaza, siempre nocturna, comenzaba con la reunión de los participantes a primeras horas de la noche, después de los rápidos atardeceres de octubre, noviembre y comienzos de diciembre, prolongándose hasta la una y las dos de la madrugada, en que se levantaba la sesión y los mozos acompañaban a las mozas que vivían en caseríos distantes, señalando Jovellanos que a pesar del jolgorio y del paseo nocturno, «al amanecer están en el trabajo». Es una buena muestra de profesionalidad y de la fuerza de la juventud de entonces, que después de haber pasado levanta da buena parte de la noche, al amanecer ya estaba reintegrada a sus duras labores.

La esfoyaza es, según se mire, otro trabajo ejecutado de manera deleitosa. Cuando llega el otoño hay que deshojar las panojas de maíz. «En las casas donde cogen pequeña cosecha, cada familia deshoja sus panojas -escribe Aurelio de Llano-. Pero en las casas pudientes hacen una esfoyaza grande; van todos los vecinos una noche a ayudar a esfoyar». Las «casas pudientes», por lo demás, no sólo tienen muchas panojas que exigen el concurso de los vecinos para deshojarlas, sino que disponen de medios para obsequiar los como compensación por su trabajo. De este modo, gracias a la garulla y a la reunión de jóvenes de ambos sexos, el monótono trabajo de esfoyar se convierte en una agradable velada en la que se combinan el trabajo con la fiesta, la retribución con su inmediato consumo y la disposición de la aldea para reunirse. No se trata tanto de una muestra de «colectivismo agrario», como pretenden ver algunos, como de la tendencia a la sociabilidad, sobre todo en aldeas apartadas en las que las largas noches de los interminables otoños e inviernos imponen el ensimismamiento del aldeano encerrado en su casa, poco confortable, por lo demás. Cualquier pretexto es bueno para la reunión, y nada había más presente en la aldea de antaño que el trabajo.

Las alegres reuniones nocturnas se hacían de las vecinas para hilar, las molinadas nocturnas se hacían para moler el grano mientras los jóvenes improvisados en molineros cantaban canciones, y ya en un sentido más festivo, los amagüestos se hacían para asar castañas... y lo que viniera después. Las esfoyazas, junto con el amagüestu, son las reuniones más características y recordadas. Su mejor descripción se debe a nuestro primer etnógrafo, Jovellanos, que la inserta como apéndice a su recorrido de Oviedo a Valdesoto. Hizo este itinerario a finales de octubre de 1790, por lo que Es muy probable que hubiera asistido a una esfoyaza, ya que el 23 de octubre anota en su diario: «Bulla y diversión gran parte de la noche».

Según Jovellanos, la esfoyaza se hace por turnos en las casas de los labradores, «concurriendo los mozos de la redonda a ellas: las mujeres desenvuelven las hojas, descubriendo el grano de la mazorca, separando las inútiles y dejando tres o cuatro, y los hombres tejen estas hojas unas con otras formando riestras de cuatro o cinco varas de largo, a las que llaman piñones cuando son más cortas». Añadiendo que «esta operación es de mucha alegría: se canta mucho, se tiran unos a otros las panoyas, se retoza y se merienda...». La merienda que describe es de tortillas de sardinas, jamón con boroña, queso y peras y manzanas cocidas en la misma borona. En otras casas menos arrogantes daban un panecillo como de media libra o bien garulla, que consiste en castañas cocidas sin la corteza y peras y manzanas crudas. La garulla, propiamente, son las nueces, avellanas y castañas que se sirven a los esfoyazadores. Enrique García Rendueles, en «Liturgia popular», también considera la garulla como propia de la Navidad. Son frutos de otoño e invierno, muy presentes en la aldea asturiana, al menos hasta que las comunicaciones con el Sur introdujeron la almendra en la repostería, prefiriéndola en la elaboración de las tartas de los «días de cumplido» a las avellanas y a las nueces.

La esfoyaza, como muestra de la sociabilidad aldeana, es un anuncio de las matanzas, que iniciadas por San Marín y prolongándose hasta San Blas surten la despensa para el invierno al tiempo que son una especie de «potcalm» en el que participa toda la aldea. Todos participaban de la matanza, unos ayudando a matar al cerdo, otros embutiendo y cocinando y otros como invitados. Había una rotación de matanzas, y un día en una casa, otro día en otra, se procuraba hacer más llevadero el invierno con la barriga llena y el ánimo alegre por la reunión y las canciones.

La Nueva España · 7 diciembre 2013