Ignacio Gracia Noriega
«Amagüestos»
El nombre de la costumbre rural de tomar castañas con sidra dulce también hace alusión a extraños pactos políticos
Otoño es la estación de las noches largas y de las castañas rodando por los caminos: dos excelentes motivos para impulsar la sociabilidad. «¡Ay, qué noches tan largas!», escuchamos, con dolorido lamento, en el cancionero tradicional. Se suele calificar, coloreando las estaciones, el invierno como la estación oscura y el otoño como la estación dorada, debido al esplendor del bosque, pero la verdadera «estación oscura» es el otoño. Aquí son los días más cortos del año: el mismo día en que entra el invierno los días empiezan a crecer. La Navidad es la gran metáfora de este tímido e imperceptible crecimiento, aunque el crecimiento propiamente dicho ya ha empezado a producirse pocos días antes, los días del solsticio de inviemo. Los dos solsticios, el de verano y el de invierno, fueron cristianizados y vinculados a fiestas mayores, la de San Juan y la del nacimiento de Jesús; en ambos se encienden fogatas, en el solsticio de verano para glorificar al sol en el momento de su mayor fuerza y esplendor y en el de invierno para reanimar al sol moribundo. Volveremos sobre este asunto dentro de un mes, con motivo de la Navidad, porque todavía queda un mes de sol cada vez más pálido, de nubes más oscuras, de lluvias más intensas, de nieves en las alturas y tal vez asomándose a los valles, a pesar de que en algunos ayuntamientos y establecimientos públicos ya comienzan a colocar motivos navideños, adelantamiento reprobable, porque cada cosa debe ser a su tiempo. Y no se abriguen falsas esperanzas como repetir el absurdo refrán de «por Santa Lucía tanto como salta la pulga crece el día». La fiesta de Santa Lucía cae en un día de oscuridad: todavía no ha llegado el solsticio, y el refrán obedece a una cuestión de rima espontánea que a veces produce conceptos disparatados del tipo de «asturiano, hombre vano y mal cristiano», o el ya mencionado de «por Santa Lucía tanto como salta la pulga crece el día». Quien lo inventó, aparte de captar rimas en palabras de sentido alejado (Lucía y día), sabía muy poco del movimiento de las estaciones y mucho menos de los saltos de las pulgas. Porque las pulgas, aunque son pequeñísimas, saltan muchísimo. El salto de una pulga es prodigioso: ningún saltador humano podría igualarlo. Intenten ustedes cazar una pulga y verán adónde va de un salto: desaparece de la vista y sólo deja como recuerdo de su paso una leve roncha y una molesta picadura que tarda unos segundos en desvanecerse.
Las noches del otoño son largas y las castañas abundantes: ya tenemos, pues, el «amagüestu» organizado. «Amagostar» es «asar castañas». Con este motivo, las gentes de las aldeas se reunían en los caseríos para improvisar fiestas. Con la urbanización de la sociedad, esta gran manifestación de sociabilidad rural se fue perdiendo como tantas otras cosas buenas y agradables, y en algunos sitios se está recuperando, por ejemplo, en Sevares, donde vuelven a hacerse «amagüestos» desde que hay bar. Con lo que insisto en que tiene toda la razón mi amigo Narciso, de Teverga, cuando habla de la necesidad de que en las aldeas haya bares porque son el lugar de reunión de los vecinos, cada vez más aislados en el interior de sus casas, cada vez más ensimismados delante del televisor. Sí, Narciso, es cierto: los bares de aldea, que cumplen una función social y de sociabilidad evidente, deberían estar libres de cargas fiscales.
El «amagüestu» es una tradición rural muy enraizada en el mundo atlántico. Sus fundamentos son sencillos: sólo hacen falta las largas noches, las castañas que sobran y, si se tiende a la mecanización antigua, un asador de tambor, con sus respiraderos y el hierro tal vez un poco oxidado, pues estos tambores se conservan como reliquias del pasado y a veces andaban arrumbados por los desvanes hasta que algún vecino curioso los rescató como Perceval recuperó, limpió y dio brillo a las armas de su padre y sus hermanos, también arrinconadas en el desván de las cosas inútiles. Lo demás lo pone la necesidad de comunicarse de los seres humanos. Cuando en la noche profunda (la «noche profunda» de la canción recogida por Eduardo Martínez Torner en Llamo de Riosa y que tal vez es la canción de ronda más hermosa cantada en español: Salvador de Madariaga la consideraba digna de Shakespeare:
¡Ay, qué noche tan profunda que no tiene movimiento, ay, quién pudiera tener tan sereno el pensamiento!
el hombre parece perdido, bajo un cielo de nubes que ocultan la luna y las estrellas y hasta la esperanza del alba, de pronto, en días señalados o en días improvisados, se reúnen en el caserío para asar castañas, cantar, contarse cosas, recordar viejas historias de cuando las grandes nevadas y no faltaría quien contara cuentos de los lobos y aparecidos. Porque el gran motor de la imaginación de los humanos es el miedo, y en las noches tenebrosas resultan mucho más efectivos los cuentos de miedo que los de fantasías o amor.
A las castañas asadas las acompañan tragos de la primera sidra, la llamada sidra dulce o «sidra del duernu», tan rica en azúcares que posee un gran poder explosivo. Imagino que quien inventó el «cóctel molotov» vio corchar botellas de sidra nueva. La ebullición de la sidra es tal que salta el corcho, anegando de espuma todo lo que encuentra a su paso. Es una sidra muy rica, con pleno sabor a manzana, pero que hay que beber con moderación, no tanto por el peligro de que se sube a la cabeza, sino porque baje más de la cuenta. No es sidra para escanciar, pues al menor contacto con el vidrio desbordaría el vaso. Es sidra para beber sin folclorismos, sin ningún tipo de química ni de elaboración y que sólo se puede beber en su momento justo: un poco después de las «berreas» de los ciervos y poco antes de que las hojas rojas, amarillas, ferruginosas de los árboles hayan caído del todo. Castañas asadas con sidra animan la reunión, en la que hay tiempo para los requiebros y los recuerdos. Las personas mayores prefieren las castañas con otra bebida igualmente espumosa: la leche recién ordeñada. Y de este modo pasa la noche y al día siguiente volverá a salir el sol, aunque el cielo esté cubierto por las nubes.
Valle-Inclán describe un «amagüestu» en «Águila de blasón»:
La velada en el molino. Hay viejos que platican doctorales a la luz del candil, que cuelga de una viga ahumada, y mozos que tientan a las mozas en el fondo oscuro, sobre el heno oloroso». Por lo que el señor cura solía mostrarse vigilante y suspicaz, y en muchos casos desaconsejaba los «amagüestos.
Un sentido secundario de «amagüestu», según el diccionario de Rosario Piñeiro y Jesús Neira, es «hacer trampa». Por lo que «amagüestu» es de las pocas palabras en bable que pasaron al léxico político al menos regional. Durante la Transición, los de Conceyu Bable estaban muy ufanos porque habían descubierto la palabra «entamu», con su sentido tan francés, pero a la larga se impuso «amagüestu», en el sentido de quienes decían, precisamente en Francia, que el «consenso» forma extraños compañeros de cama. ¡Si no habremos visto aquí pactos «contra natura»! Personajes incompatibles, partidos políticos que dicen sostener programas contrarios, forman «amagüestos» con la mayor facilidad: ¿qué pintan los socialistas internacionalistas al lado de los separatistas que no quieren ver más allá del campanario? ¿Qué pinta un partido que se dice conservador aliado en Asturias a otro que se dice socialista? Que el Ayuntamiento del PP de Madrid haya acogido a Natalio Grueso, tan protegido por el Ayuntamiento del PSOE de Avilés y por el Principado, es un «amagüestu», lo mismo que el PP apoye la candidatura judicial de Álvaro Cuesta.
Y la semana que viene hablaremos de la «esfoyaza»
La Nueva España · 30 noviembre 2013