Ignacio Gracia Noriega
La Dama Blanca bajo la luna amarilla
Chateaubriand y Byron, héroes románticos y antitéticos, son la lectura apropiada para este otoño en el que siguen ocurriendo desmanes burocráticos como el de las aceiteras
La luna llena de noviembre es la más literaria del año (no digo la más hermosa, porque la luna siempre es bellísima). Ha dado lugar a una imagen de estremecedora belleza: «La lune jaune de novembre luit dans le vapeur glacée des forets», escribió Chateaubriand, y citan con frecuencia los escritores venatorios. Cita que dejo en francés, no por dar la impresión de políglota sino porque suena mejor y también por rendir homenaje a la gran lengua de cultura de nuestro Bachillerato antes de que fuera relegada al desván de los trastos inútiles por la demoledora supremacía del utilitario inglés comercial e informático: no el inglés de Byron, por recordar la otra gran figura romántica, el lord turbulento junto al brumoso vizconde, sino al de quienes pretenden ocupar cargos directivos en Singapur, olvidando que en Inglaterra y EE UU hay también mucha gente que habla inglés mejor que Natalio Grueso y que lo normal es que un español se prepare para trabajar en España, no en Niu York, Niu York, que decían a trío Gene Kelly, Frank Sinatra y Michael Kidd. Byron y Chateaubriand son dos «vidas paralelas» magníficas, golfo, carbonario, amoral y precursor de los nihilistas el primero y católico, conservador y muy partidario del orden el segundo. Byron llegó al incesto mientras Chateaubriand escribió en «El genio del cristianismo» apasionadas loas de la castidad y de la fidelidad conyugal en tanto su querida le daba ánimos y reposo. Byron fijó el tipo del héroe romántico, displicente y sensual (sus prototipos, el errante Childe Harold, Don Juan y el corsario en aguas mediterráneas de la frontera con el Turco) mientras Chateaubriand creó héroes piadosos en los grandes bosques norteamericanos y luchando en el Ejército de los Príncipes contra la resolución. A Byron le ilumina el sol del Mediterráneo con unas tonalidades rojizas, revolucionarías y diabólicas mientras que los colores de Chateaubriand son apagados y cálidos, los del bosque en otoño o el mar más allá de la bruma. Byron contribuyó de manera un tanto estrambótica (gradas a que sus rentas eran el equivalente del sueldo del presidente de los Estados Unidos) a la liberación de Greda por puro ”snobismo” revolucionario, casi al tiempo que Chateaubriand cortó por lo sano los atisbos de la revolución española enviándonos los Cien Mil Hijos de San Luis que abolieron el calamitoso trienio constitucional Chateaubriand se consideraba un liberal y Byron un feroz revolucionario: ambos fueron dos reaccionarios insignes.
En cualquier caso, digo yo que no es mala cosa leer las majestuosas «Memorias de ultratumba» del vizconde atlántico mientras cae la hoja y la luna de noviembre ilumina los bosques ateridos por la helada. O leer algunas páginas de Byron, a pesar de su escenografía levantina, porque todo buen otoño es romántico.
Y este otoño, además, resulta un poco raro. Las lluvias, después de un primer mes de otoño seco y cálido, en el que se fraguaron catarros tenaces, taparon con sus cortinas de agua y con los cielos cubiertos de nubes negras, la plenitud de la luna. Alguna noche tan solo percibimos su resplandor mas allá de los bordes de las nubes azuladas, redondas y oscuras, de la noche. Pero si las nubes rompen, vemos la aureola casi dorada de la luna y a su alrededor, la escolta de estrellas. El carro gigantesco parece que va a descender sobre la tierra poco antes de la madrugada, que tarda en llegar. Las noches son largas y algunas mañanas tan oscuras que parece que no ha amanecido. El rocío se mantiene sobre la hierba hasta muy entrado el día. Han brotado setas doradas del tocón de un árbol en mí jardín.
Ya está aquí el otoño atlántico, de nieblas y temporales, cabalgando sobre un corcel de oro. Estamos en noviembre, «un mes de tránsito a caballo entre el otoño y el invierno», escribe Castroviejo, que fue el primero en ver al otoño cabalgando sobre el corcel de oro. Las noches son largas, profundas y frías: el cielo se abriga, bajo el manto de la noche se ha puesto una camiseta de nubes.
Ya pasó San Martín, la inauguración de los grandes potes y cocidos, de los nabos en Sotrondio y de la fabada en Moreda. En Sevares, a la puerta del bar, han hecho un «amagüestu» de sidra dulce y castañas asadas. El bar de Sevares da mucha vida al pueblo alto (el Sevares de bajo es lo que los de aquí llaman la Carretera). Tiene razón mi amigo Narciso, de Teverga, cuando afirma que los bares de aldea son un servicio público y deberían estar exentos de cargas fiscales.
Comemos los nabos, los callos y las casadiellas en Sotrondio, todo muy bueno. El mesón está abarrotado y en una mesa come Eduardo Méndez Riestra acompañado de media docena de amigas: «nunca fuera caballero de damas tan bien servido». De Lieres a El Entrego, por la carretera recién abierta, se llega en diez minutos. Son catorce kilómetros en los que nos cruzamos dieciocho coches y ningún camión. En Sotrondio la llaman «la carretera de la playa», porque facilita la comunicación de la cuenca del Nalón con la costa. En cambio, la carretera entre Infiesto y Campo de Caso por Arnicio es un bache continuo, una vergüenza. Ya volcó un coche a causa del mal estado del firme. ¿Esperarán que se produzca una desgracia mayor?
Después de un día de mucha lluvia, cayeron las primeras nieves. Desde la carretera de Cangas de Onís por Romillín y Arenas con salida a San Juan de Panes, la gran catedral blanca de Peñasanta impone por su grandiosa belleza. En Cangas, Ramón Celorio, el mejor cocinero de esta parte del hemisferio, nos ofrece una tapa de pescado con verdura con salsa de perdiz. Exquisito. El pescado es un escualo llamado riyón, reñón y en Tazones, riñón. «Os voy a dar “un riñón” con verduras», dice Ramón Celorio, detrás de la barra de Los Lagos, y aquel «riñón» sabe a pescado. Hablamos de la nevada que cayó por la noche y que desde Cangas se ve en la lejanía. Ramón Celorio la denomina La Dama Blanca. Así le llaman en Següenco a la primera nevada de año.
Vamos a comer a Ponga. El concejo tiene tres entradas: desde Sevares por la Collada de Mohandi; desde Amieva siguiendo río arriba el río Ponga (que los buenos ponguetos dicen que es el Sella) y desde el desfiladero de los Beyos, por una carretera nueva y en excelente estado, con algunos tramos volados sobre el abismo. Enfrente está San Ignacio, con las casas escalonándose, colgadas literalmente de la montaña. La carretera asciende entre bosques cobrizos, encendidos por el otoño. El primer pueblo es Viego, en un valle alto, como el de Heidi, rodeado de montañas imponentes. Hay un bar llamado La Corralada, donde se come variado y bien. Desde el comedor se ven las colinas próximas espolvoreadas de nieve. En una mesa próxima, cinco comensales hablan en voz alta, con muy buenas razones y mucho sentido común. ¿Por qué ese afán de dirigirlo todo de los burócratas, de marcar pautas para todo, le estar todo el día dando órdenes, como si Asturias fuera un cuartel? ¿Qué saben en Oviedo o en Bruselas de los lobos y de los pastos? Todo son leyes y más leyes, prohibiciones y más prohibiciones. La última, y no voy a escribir la más ridícula porque determinar la mayor ridiculez ordenancista será muy difícil, la prohibición de las aceiteras en los restaurantes. A partir de ahora el aceite que corresponda a cada comensal será medido y envasado como si fuera un champú: «chollo» para quien tenga la concesión de los envases. Y mientras como una buena fabada (buenas alubias blancas, chorizo, morcilla y tocino: como Dios manda), pienso que mientras pueda continuar hablando estos cinco comensales no todo estará perdido. Al salir del bar cae la tarde y regresamos a Beleño rozando la maravilla cromática del bosque de Peloño.
La Nueva España · 23 noviembre 2013