Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

La última clase

La llegada del filósofo Gustavo Bueno a la Universidad de Oviedo propició un cambio definitivo en la que había sido una ciudad episcopal y provinciana

Hace poco más de medio siglo llegó a Oviedo corno catedrático de Universidad un riojano pequeñito. Hasta entonces, el filósofo oficioso era don Pedro Caravia, orteguiano de la Generación del 27, a quien Jorge Guillén había dedicado un poema. liberal con coquetería de viejo hidalgo y espíritu socrático y, como le señalaba el canónigo don Cesáreo Rodríguez y García-Loredo, el autor de «Franco: ¿rey de España? Respuesta a una cuestión de candente actualidad» (1964), con malevolencia y rima involuntaria: «Un catedrático de esta ciudad que no es de Universidad». Pero con la llegada de Gustavo Bueno cambiaron muchas cosas; podría decirse, recordando el título de una película de mucho éxito entonces, que «con él llegó el escándalo». Aquel era un tiempo de cambio, aunque quienes lo vivimos no nos diéramos cuenta hasta que estuvimos metidos de lleno en el cambio, que se produciría en todo el mundo, aunque para nosotros lo urgente era que cambiara el régimen. Y cambiaron las cosas también en Oviedo (por ejemplo, cerró el Café Peñalba) y en su Universidad, a la que Gustavo Bueno había definido como inmovilista en un artículo memorable sobre «la excepción de Oviedo», publicado en «Cuadernos para el Diálogo» en 1967, cuando él llevaba ya cuatro o cinco años como catedrático. Oviedo continuaba siendo una lluviosa y oscura ciudad universitaria y episcopal, corte en otro tiempo, en la «nos conocíamos todos», como afirmaba Ramón Pérez de Ayala en el prólogo a una colección de cuentos de Clarín. En este agradable y agudo prólogo, Pérez de Ayala coincidía con Gustavo Bueno en que las cosas en Oviedo cambiaban difícilmente, y nada digamos en la Universidad, donde los cambios se producían de medio siglo en medio siglo. El último gran cambio se produjo cuando Pérez de Ayala era alumno de la Facultad de Derecho: los catedráticos, que iban a clase con madreñas, empezaron a sustituirlas por los chanclos Boston, «novedad de origen ultramarino»: de este modo, la modernidad entraba en las aulas. Ni la revolución ni la consiguiente guerra civil alteraron el aire decimonónico del recinto universitario. El edificio fue destruido; las aulas, saqueadas; la biblioteca y la pinacoteca quemadas, pero el espíritu permaneció inalterable, y terminada la época de las convulsiones, la Universidad volvió al antiguo sosiego, aunque las columnas del claustro estaban descascarilladas por los disparos y la metralla y un balazo se había incrustado en la pata izquierda trasera del sillón frailuno sobre el que se sienta el arzobispo Valdés, su fundador.

Oviedo volvió a ser una ciudad en la «se conocía todo el mundo». La identidad y el reconocimiento entre los ovetenses eran sus rasgos distintivos, que Gustavo Bueno reinterpretó como «sociedad de familias»: pues en la identidad entre los ovetenses era importante la genealogía. Al pasar lista, los catedráticos reconocían apellidos y estirpes: «¿Así que ni eres hijo de Fulano o sobrino de Mengano?», preguntaban a veces, y al alumno, puesto en pie, podía darle vergüenza o creer que ya tenía el curso resuelto La Universidad de Oviedo no era especialmente dura. Incluso se organizaban expediciones en autobús desde otras universidades para venir a esta a aprobar el Derecho Procesal.

La llegada de Gustavo Bueno fue el gran cambio de la Universidad de Oviedo posterior a la introducción de los chanclos Boston. Al principio, era un catedrático más, de los muchos que llegaban procedentes de otros institutos o universidades (Bueno venía del Instituto de Enseñanza Media de Salamanca) y al poco tiempo se iban. Era una Universidad «de paso», salvo que el catedrático fuera de Oviedo o de Asturias, en cuyo caso permanecía en su cátedra hasta la jubilación, ya que la tierra tira, y el asturiano, pueblo de emigrantes, aspira al regreso, al retorno a la tierra, a la permanencia en ella para siempre. Cualquier momento que se pasa fuera de Asturias le parece al buen asturiano tiempo perdido. Mas, a comienzos de los años sesenta, se había producido en el claustro ovetense un hecho extraordinario. Emilio Alarcos, el introductor del estructuralismo lingüístico en España, se había incorporado a la Universidad de Oviedo diez años antes y permanecía en ella de manera sorprendente, pues no le faltaban oportunidades para trasladarse a la Universidad de Madrid, la aspiración suprema de todo catedrático en Universidad de provincias. Alarcos se sentía muy a gusto en la ciudad y la Universidad le era indiferente. A Bueno le resultaba indiferente la ciudad, pero pensaba que en aquella Universidad en la que apenas se movía nada se podía hacer algo. Y en solo un curso su nombre saltó de las aulas a la calle. Aunque no hacía vida social ni frecuentaba el Café Alvabusto, se hablaba de él en todas partes como de un radical, de un bicho raro o de un extravagante. Su nombre llegó al Colegio de los Dominicos, donde yo cursaba el preuniversitario, y el padre Ruiz, un cojo cascarrabias, le metía en el mismo saco que a Sartre, asegurándonos que si ambos, Sartre y Bueno, se sentaran en el aula en la que estábamos sentados nosotros, los suspendería, no por rojos y ni por ateos, sino porque no sabían filosofía. Poco sabía el padre Ruiz, por mal nombre «el Turco», que Bueno era un escolástico formidable, lector de la «Historia de la filosofía», del padre Zeferino González, lo que sorprendía a Carlos París, el cual escribió que «alguna virtud escondida debía contener aquella obra, ya que su incesante lectura no impidió la fecundidad filosófica de Gustavo Bueno», ni que Bueno, buen pianista además de filósofo, mantuviera muy buena relación con el padre Viejo, dominico, filósofo escolástico y obispo de Salamanca, a cuyo palacio episcopal acudía por las tardes para tocar el piano.

Al año siguiente entré en la Universidad y conocí a Bueno: en la primera clase citó a Nietzsche y yo le pedí la cita (que llevaba anotada en un trozo de papel escrito con lápiz rojo), pues me fascinó la imagen del mido de los azadones que enterraban a Dios. Y aquel segundo curso de la estancia en Oviedo ya se había producido un cambio. En Filosofía y Letras éramos pocos y había muchas faldas, según Juan Benito: entre curas, monjas y chicas (no se permitía entonces que las mujeres fueran a clase en pantalones) no pasaríamos de los treinta, mas en las clases de Filosofía se doblaba el número, por los muchos alumnos que repetían la asignatura, razón por la que Bueno explicaba en la mayor aula del edificio, la «Clarín». Hasta entonces en Oviedo se suspendía poco y llegó Gustavo Bueno suspendiendo como quien toca el tambor. Los años fueron pasando, lentamente si los considerarnos día a día, muy rápidos si los contemplamos en conjunto. El 26 de octubre de 1998 Bueno dio su última clase en circunstancias excepcionales, en una escalen de la Universidad (la Facultad de Filosofía y Letras se había trasladado del antiguo convento de San Vicente, donde vivió Feijoo -a quien Bueno consideraba su predecesor-, al campus del Milán) abarrotada de alumnos. El catedrático, que se había enfrentado valientemente a una dictadura, ahora luchaba sin éxito contra la burocracia. En su última clase recuerda que no era la primera vez que le tocaba hablar en una escalera: pero entonces había una dictadura, y, afirmó, «ahora es la época de la democracia. Una democracia tragada por la burocracia». Las últimas clases a veces cobran un aire sentimental casi elegiaco y casi siempre son un recuento. La última clase de Bueno, al margen de la anécdota, fue magistral: hizo un repaso de la filosofía de los hombres de Occidente, desde Grecia, desde los primeros geómetras, afirmando una base y una herencia. Herencia de la que ha sido, a lo largo del último medio siglo, uno de los mejores y más tenaces administradores.

La Nueva España · 9 noviembre 2013